Un día en Nueva York con Woody Allen
A Roma con amor
🌟🌟🌟
La ciudad de Roma no sale mucho en la película. Si esto es “A Roma con amor”, a saber cómo habría sido “A Roma con indiferencia”... Barcelona, por cierto, tampoco salía mucho en “Vicky Cristína Ídem”. La Sagrada Familia y a correr. El resto eran tres bellezones tirándole los tejos a Javier Bardem: Vicky, Cristina y Penélope. El sueño erótico de una spanish noche de verano.
París, sin embargo, sí salía mucho en “Midnight in París”. Es más: tenía un prólogo musical dedicado exclusivamente a su belleza. El otoño de París es imbatible, que diría nuestro presidente. Se nota que Woody Allen encontró allí su refugio tras escapar de la caza de brujas. (Por cierto: ¿qué pinta Greta Gerwig en esta película? En el año 2012 Allen ya había sido juzgado y absuelto por los mismos delitos a los que luego doña Barbie sí otorgo credibilidad. Dijo, muy llorosa, que se arrepentía de haber trabajado con él. Hay que tener mucha jeta... Doña Trampolines... Menos mal que su cara dura no sale mucho en la película).
Roma, por alguna razón que desconozco, siempre sale en plano cerrado y poco generoso. Se ve alguna plazuela, alguna calle del Trastevere, la Plaza de España un poco en escorzo... Poca cosa para todas las maravillas que allí se encierran. Un pequeño chasco. Menos mal que para hacer turismo romano siempre nos quedará Jep Gambardella paseando por “La Gran Belleza”.
No parece que Woody Allen se enamorara de Roma precisamente. Pero a saber: quizá le denegaron permisos o las podemitas del Lacio le boicoteron el rodaje. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. La película está bien ma non troppo. Si dividimos las películas de Allen en cinco categorías -obras maestras, cojonudas, revisitables, intrascendentes y truñescas- “A Roma con amor” tiene un pie en el “revisitable” y otro en el “intrascendente”. Menos mal que está la ocurrencia de la ducha. Y que sale Roberto Benigni haciendo el payaso (en el buen sentido). Y Penélope, muy escotada, y resalada.
La última noche de Boris Grushenko
🌟🌟🌟🌟
Uno de los apodos que sopesé cuando entré en los mundos virtuales fue Boris Grushenko. Pero ya estaba cogido. Incluso Borisgrushenko72, que hubiera sido lo propio dada mi fecha de nacimiento. La gente estuvo muy avispada en los comienzos de internet y se llevó todo lo que merecía la pena del expositor. Arramblaron con los mitos del cine y con los iconos del pop, y a los demás nos dejaron el recurso de inventarnos paridas muy personales y muy poco llamativas. A partir de ahí nos tomaron mucha ventaja para llamar la atención y dominar el mundo y aún no hemos sido capaces de recuperarla.
Con Boris Grushenko me une la cobardía infinita y la gafapasta secular. Yo mido veinte centímetros más que él y vivo justo en la otra punta de Europa, pero son detalles bobos y secundarios. Boris y yo somos dos partículas cuánticas entrelazadas. Muy hermanadas. Enfangados en una batalla sangrienta, los dos nos esconderíamos detrás de un árbol a ver si pasa la marea. Si a Boris le importaba un rábano que Napoleón invadiera su patria rusa -es más, lo prefería, porque con Napoleón venía la cultura y el refinamiento- a mí también me importa un pimiento que nos invadan, qué sé yo, los mismos franceses, o los suecos. Ojalá viniera el ejército sueco a poner un poco de orden y a relanzar la Agencia Tributaria... Yo sería el primero en aplaudir a las soldados suecas desfilando por la Gran Vía.
Boris Grushenko es medio bobo, medio listo, muy torpe cuando comparece en sociedad. Un tipo más bien feo y desaliñado. En todo eso me veo muy reflejado. A los dos nos pueden los nervios y las ganas de gustar. Y claro: nos bloqueamos. Nos acomplejamos ante los hombres y nos derretimos ante las mujeres. Nos traiciona el intestino. Si yo hubiera tenido una prima como la de Boris también hubiera metido la pata hasta el corvejón, saltándome los avisos de la genética y los preceptos de la moral.
Frasacas:
Boris: “El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores.
४
Sonja: ¡Claro que hay un Dios! ¡Estamos hechos a su imagen!
Boris: ¿Crees que yo estoy hecho a imagen de Dios? ¿Crees que Él lleva gafas?
Golpe de suerte
🌟🌟🌟
En verdad ha sido un golpe de suerte que Woody Allen ya no ruede sus películas en Estados Unidos. A los admiradores nos ha venido de puta madre que por un lado los puritanos del Mayflower ya no quieran financiárselas y por otro él se encuentre tan a gusto en el Viejo Continente. Aquí, entre la gente civilizada, además de encontrar productores para sus ideas y un apartamento de la hostia en el centro de París, Woody Allen ha encontrado una sociedad que salvo las cuatro podemitas que quieren cortarle la polla y colgarla luego de la torre Eiffel no acaba de tomarse muy en serio lo de su causa judicial.
Digo esto del golpe de suerte porque nuestro hermano Konigsberg -y que quede entre nosotros, por favor- ya ha entrado un poco en la chochera, y repite mucho sus argumentos de antaño, casi diálogos exactos, y ya sólo faltaba que sus últimas películas transcurrieran en Manhattan para que el déjà vu fuera preocupante y nos hiciera rajar un poco de él en las tertulias. Y eso sería lo último, y además muy desagradable.
“Golpe de suerte”, por ejemplo, es una mezcla al fifty/fifty entre “Match Point” y “Delitos y faltas”, pero como está rodada en París -¡y cómo retrata Woody Allen los otoños de París!- nos entretenemos mucho con los paisajes urbanos y con los interiores de las casas donde viven los burgueses. Yo, por ejemplo, que estuve el verano pasado por allí -un poco como Paco Martínez Soria pateando los Campos Elíseos- he detenido de vez en cuando la película para buscar las localizaciones en el Google Maps, lo que por una parte me alejaba de la trama pero por otra me hacía sentir un parisino más, uno honoris causa, y me hacía regresar a la película implicado del todo, con fuerzas renovadas, como un figurante más de los que rondaban por las escenas.
También es verdad que cuando la actriz principal es guapa de romperse -guapa chic, muy francesa, perfecta para anuncios de colonias- uno también se muestra más paciente y más comprensivo con las lagunas argumentales, y con las pesadeces ya un poco cebolléticas del abuelo.
Todos dicen I love you
🌟🌟🌟
Todavía me dura la tontería de París. Hace ya varias semanas que regresé a la vida aldeana de La Pedanía -con sus senderos, sus viñedos, sus tontos del pueblo- pero el recuerdo de haber recorrido el Sena de acá para allá me asalta casi en cualquier recodo. Es lo que tiene estar tan poco viajado, que cualquier aventura deja un recuerdo muy marcado, casi mítico, como de haber estado en la Luna o en el País de las Maravillas. Viajar poco es como follar poco: cada hito se almacena en la memoria como un triunfo, como un trozo de vida excepcional, que sirve para alimentar después las noches muy largas del invierno.
Ayer mismo, viendo el Francia-Australia de rugby, me emocioné como cualquier gabacho mientras el Stade de France tarareaba al unísono “La Marsellesa”, que antes era el himno más bonito del mundo y ahora ya es también un poco el mío. Yo siempre fui un poco afrancesado para mostrar mi rebeldía contra esta monarquía hispano-borbónica avalada por el Papa, pero es que ahora, además, por las calles de París, los barrenderos están limpìando los restos de mi sudor, y mis cabellos caídos, y los pellejitos de mis pies, que tanto la patearon. Como diría un poeta digno de bofetón: una parte de mí se ha quedado en París para no volver.
Es por eso que ante la duda sigo escogiendo películas que se filmaron por sus rincones, para devolverme un poco la emoción de los hallazgos. “Todos dicen I love you” es un musical tontorrón que tarda mucho rato en trasladarse a París, pero cuando lo hace, jo... ¡Yo estuve allí!, en ese mismo puente de Notre Dame donde Woody Allen y Goldie Hawn bailaban suspendidos de unos cables. En mi catetez me he sentido, no sé... parte del mundo. Cinéfilo participante.
También tengo que decir que ese recodo no está tan limpio como aparece en la película. Bajo los puentes del Sena ahora se desarrolla una película que no es un alegre musical, sino un drama de vagabundos durmientes en colchones sucios y meados. El París real y el París de las películas... Como cuando rueden una película en La Pedanía y esto parezca la Arcadia de los pastores, cuando en realidad es un pueblo asaltado por el tráfico.
Annie Hall
Vicky Cristina Barcelona
🌟🌟🌟
Mi primera foto en los portales del amor -con pantalón corto, camiseta Adidas, barbita descuidada y gafotas de cinéfilo- fue una que me hicieron junto a la estatua de Woody Allen, en el centro de Oviedo. De aquellos polvos que echaron Vicky y Cristina en Barcelona -y también en Oviedo- vinieron los lodos de la escultura y luego los barrizales románticos en los que yo me metí como un tontaina.
Recuerdo que el tipo que me inmortalizó pertenecía a un corro de argentinos que alrededor de la estatua parloteaban sobre el psicoanálisis en las películas de Woody Allen. Al principio me dijo que no, que no me la hacía, y luego, riéndose con acento del Mar del Plata, cuando yo ya murmuraba un “gilipollas” y me daba la vuelta para encontrar un fotógrafo de Samaria, me dijo que che, que bueno, que qué sentido del humor más retorcido teníamos los gallegos y tal...
Corría el año del Señor de 2016 y parecía que el asunto de Mia Farrow estaba archivado y olvidado, así que yo, posando junto al maestro, no corría peligro de ser ninguneado o execrado. De hecho, la primera mujer que se interesó por mí -tan parecida a la María Elena de la película que ahora casi da miedo recordarlo- era una feminista que entonces no vio problema en aceptarme primero en su cama y luego en su vida cotidiana. Justo un año después, en 2017, estalló el movimiento MeToo y ya nada volvió a ser como antes. Ni en el mundo ni entre nosotros. A ojos de mi neurótica María Elena. yo pasé de ser un inocente seguidor de Woody Allen -divertido, intelectual, buena persona en el fondo- a ser un hijo de puta integral que al tener muchas de sus películas en la estantería me delataba como un violador en potencia y un asesino más o menos inmediato.
Obvia decir que ninguna mujer parecida a Cristina -y mucho menos a Vicky, que a mí siempre me ha gustado más- le dio jamás al corazón que figuraba debajo de aquella fotografía. Hubo una mujer de rompe y rasga que una vez se atrevió, sí, pero eso ya fue en otro asalto a los cielos, y con otras fotografías menos comprometidas con mis cinefilias. En esas fotos posteriores yo ya tenía alguna cana y una sonrisa triste de cinismo.
Recuerdos
🌟🌟🌟🌟
“Recuerdos” empieza con una pesadilla que al parecer es
universal y no solo patrimonio de mi inconsciente. Woody Allen viaja en un
vagón de tren destartalado, acompañado de gente con cara de sufrimiento:
famélicos, o enfermos, o refugiados de alguna guerra. Allen les mira con cara
de no entender. “¿Qué hago yo aquí?”, se pregunta. Al otro lado de las vías,
detenido en paralelo, hay otro tren con viajeros que se lo están pasando pipa:
gente joven, dicharachera, vestida para una fiesta. Hay bailes, besos,
carcajadas... La mismísima Sharon Stone se percata de que Woody Allen les espía
y le planta un beso en el cristal. Allen protesta al revisor antes de arrancar:
“Yo no debería estar aquí y tal”, pero el revisor le ignora, el tren arranca, y
Allen, desesperado, intenta tirarse del vagón en marcha, pero la puerta no
cede, y la ventanilla no se baja...
La pesadilla es horrible, y yo me siento reconocido en ella
porque la he soñado muchas veces. Pero no exactamente así: mis pesadillas cuentan
que me subo a un autobús que va en dirección contraria, o que pierdo por un
minuto el tren que partía hacia el Paraíso. De todos modos, es la misma
sensación de que la felicidad siempre está en otro sitio, en otra vida, inalcanzable
por culpa de un equívoco, o de un retraso, o de una mala pata secular. De ser
uno como es, y de ser los demás como son.
La moraleja que yo saco es que da igual que seas un
chiquilicuatre de provincias que un hombre como Woody Allen en 1980, aclamado
por sus seguidores, poseedor de un apartamento de lujo y seductor de las
mujeres más bellas del mundo (mujeres como Charlotte Rampling, por ejemplo, que
revienta la pantalla con sus dos ojazos asimétricos y gatunos; la belleza absoluta,
quizá, por animal e indescifrable). Al final van a tener razón los psicólogos
de la felicidad: que se nace feliz o no se nace. Que eso va en unos genes de
nombre alfanumérico muy escondidos en el cromosoma. Una puta lotería. Que hay
gente feliz con el palo de una escoba y gente infeliz que se asoma cada mañana a
Central Park mientras Charlotte te reclama de nuevo desde la cama.
Broadway Danny Rose
🌟🌟🌟
En los años 80, Woody Allen y Mia Farrow fueron la pareja de
moda en las revistas. Los Brangelina de la época; Shakira y Piqué; el “Preparado”
y la señora Ortiz. Fueron la comidilla, vamos, porque eran pareja, pero vivían
separados, cada uno en su apartamento de superlujo, con todo Central Park de
por medio para que las discusiones se las llevara el viento y la hojarasca. Y
eso, en la España de los ochenta -que ya parece que se nos ha olvidado- era un
escándalo mayúsculo, cosa de protestantes, de americanos sin remedio. Un mal
ejemplo para los matrimonios católicos, o para las parejas sin casar, que quizá
veían en aquel concubinato una idea muy práctica y cojonuda. La solución a
todos los males que acaban carcomiendo el amor: los ronquidos, el ruido al
masticar, las gotas de orina, el olor de los excrementos, la visión diurna de
los cuerpos, la posesión del mando a distancia... Woody Allen y Mia Farrow, de
haber concursado algún día en el Un, dos, tres, habrían declarado ser
pareja pero residentes en pisos distintos, y por eso eran los héroes de la España
liberal, bienfollante, no atada a los sacramentos ni a los papeleos. Si hay que
follar, se folla; y si hay que discutir, pues mira, cada uno a su casita, a que
escampe la tormenta.
Aquella partición de la convivencia matrimonial les
granjeó muchos cariños, muchos afectos, y por eso, cada vez que se estrenaba una
de sus películas corrían ríos de tinta, y se reservaban las portadas de los
magazines. Woody Allen y Mia Farrow eran un poco nuestros héroes, nuestros
primos de América. Les envidiábamos a rabiar, él tan listo, y ella tan guapa, y
por eso ahora, cuando ves sus viejas películas, y les sorprendes besándose, o
mirándose con ojos de deseo, te entra como una pena, como una congoja que te
aprieta la garganta. Broadway Danny Rose, como otras tantas películas,
ya es el álbum de fotos de un tiempo feliz que fue destruido por el volcán.
Café Society
🌟🌟🌟🌟
La vida suele ser ansí, como decían en las novelas de Baroja,
y no así, como proponían en la películas antiguas, las que superponían el The
End sobre el beso ya desencadenado, y algo lascivo, de los amantes. Café
Society, para enmendar la plana, para servir de contrapunto, termina justo
al revés, con los amantes separados, ensoñándose, pero ya derrotados,
sobreponiéndose al final de su ilusión. Aunque
esté ambientada en los rococós de la belle époque, Café Society es la
antítesis de las viejas películas. La protesta de un judío bajito y con gafas
clavada en la puerta de una iglesia. El manifiesto anti-romántico un hombre que
ya lleva muchas pedradas en el zurrón.
Café Society, ya que no es un pedazo de película -pues
en la filmografía de Allen está a medio camino entre los grandes títulos y los pasatiempos
jolgoriosos- es, al menos, un cacho de vida, porque la vida es ese desencuentro,
esas jodiendas, obstáculos, azares... Una carrera de caballos, y los pisos,
nuestras cuadras. El amor, para fructificar, para ser un amor como el que triunfaba
en el viejo Hollywood, tiene que sortear tantos peligros, superar tantas
barreras, surfear tantas olas, aguantar tantos vaivenes y sobrevivir a tantos
malentendidos, que al final es como un milagro, como una sospecha de divinidad.
Quizá los amantes triunfantes sean justamente eso: semidioses de epopeya.
Héroes de futuras ficciones.
Y luego, en la película, está Kristen Stewart, y su belleza
chupada, y sus ojazos de cine mudo, y su cintura volátil, y su boca como de
tímida tentación, o de volcánico melindre. Lo mío con esta mujer viene de
lejos. Es como una fascinación idiota, como un abducción de la meninge. Me
quedo clavado en su rostro con la boca en un rictus de pelele. Será alguna
reminiscencia, o alguna manía... El casting está bien, hay caras reconocibles,
y oficios sin tacha, pero Café Society depende por entero de Kristen
para tenerme amorrado a su desventura, a su devaneo, a su andar dubitativo que
va fracturando corazones en cada quiebro, como una futbolista bellísima y
talentosa.
Scoop
🌟🌟🌟
Lo que le ocurre al personaje de Scarlett Johansson en Scoop
es un conflicto clásico, de amígdala enfrentada a lóbulo temporal. El instinto
y la razón; la emoción y el pensamiento. La jodienda y el cálculo. La
neurología moderna habla mucho de todo esto... Los seres humanos -y las seras
humanas, para que no se enfade doña Irene- sufrimos esta maldición del cerebro
escindido, medio esquizofrénico, que sufre torzones continuos y vaivenes de
mareo. Por eso la naturaleza, para remendar un poco su chapuza, fabricó el
cerebro con un tejido esponjoso y medio elástico, para que no se rasgara en las
contradicciones de la voluntad, que tiran de él como caballos desbocados en
distintas direcciones.
En Scoop, la señorita Johansson sospecha que ese dandy
tan guapo es un serial killer de tomo y lomo, y para demostrarlo, y estar lo
más cerca posible de las pruebas del delito, no se le ocurre otra cosa que acostarse
con él una noche de verano. La pasión y el peligro a cambio del prestigio
profesional, del reconocimiento eterno de intrépida reportera. La adrenalina
desbocada... Lo que no entraba en sus planes era enamorarse de quien podría
asesinarla en cualquier momento. Scarlett se confiesa con su amiga, con el
mago, consulta con varios psicólogos fuera de pantalla. No se entiende a sí
misma. El peligro de morir no mete miedo en su libido desbordada, que puede con
cualquier muro, con cualquier fortificación, como un tsunami que llegara
arrasando con todo.
Un animal, en su situación, saldría huyendo como pájaro que
corta el viento, pero los humanos, y las humanas, somos una complicación
andante. Tenemos un cableado que da mil vueltas en la cabeza y a veces se enreda
y cortocircuita. Al mismo tiempo que nos cagamos de miedo, nos puede la
curiosidad; amamos y odiamos en oleadas de sentimientos que a veces no se
anulan, sino que se superponen. Esta capa de corteza de cerebral extra, de la
que tanto presumimos, es a la vez nuestra gloria y nuestra condena. Dolor y gloria,
como en aquella película de Almodóvar.
Wonder Wheel
Kate Winslet es una actriz como la copa de un pino. Y de un
pino inglés, además, que son los más afamados. Kate, además, es una mujer
bellísima, de las que se fía de sus propias arrugas para tenernos encandilados
un año sí y otro también, hasta que la enfermedad, o la muerte, o la ceguera,
nos separe. O hasta que ella se harte de la farándula y se dedique a ser Kate
Winslet la ciudadana, la madre, quizá ya la abuela, a tiempo completo. Se nota,
se siente, se trasluce en sus entrevistas, que a ella no le gustan los
artificios ni las vidas artificiosas. ¡A
la mierda la cosmética!, dicen que gritó un día que andaba con mucha prisa, y
así se quedó, con cuatro pinceladas en la cara y en el cuerpo, tan pura y tan
limpia que ya es una actriz con el sello bio estampado en su currículum.
Yo -vaya otra vez por delante- admiro mucho a Kate Winslet. Es
como en aquella película suya, ¡Olvídate de mí!, que resulta imposible
olvidarse de ella aunque te operen los lóbulos temporales. Pero Kate Winslet,
ay, no es perfecta, es tan humana como todos los que la queremos, y tiene,
entre otros defectos, la curiosa costumbre de leer la prensa sólo en la consulta de su dentista. Y ya sabemos que los dentistas -sean de Londres o de La
Pedanía, trabajen para clientes ricos o para clientes pobres- siempre dejan en
la mesita revistas de anteayer, o de anteaño, a veces incluso de la guerra de
Cuba, con artículos de Azorín y peroratas de Ortega. Sólo así se explica que
antes de trabajar en Wonder Wheel, Kate Winslet no supiera nada de los
tránsitos judiciales de Woody Allen, y que justo después de terminar la
película, embolsarse el sueldo y participar en las promociones contractuales,
se enterara de la movida, se palmeara la frente como si se acordara del donut y
exclamara: “¡Pero cómo he podido trabajar con un tipo como éste!”.
No es la primera vez que le sucede. Cuando trabajó con Roman
Polanski en Un dios salvaje -que se rodó, no sé, treinta y cinco años
después de la famosa violación- ella, nada más terminar el rodaje, salió tarifando
y llamándole monstruo abusador. En el caso de Allen, a fecha de hoy, ni siquiera
tenemos constancia de que haya cometido un delito. Ay, Kate, Kate... Cómo me
recuerdas al capitán Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo, qué
escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!”
La Rosa Púrpura de El Cairo
🌟🌟🌟🌟🌟
A falta de personas que se parezcan a mí en diez
kilómetros a la redonda -para lo bueno y para la malo, sobre todo para lo malo-
he encontrado en Cecilia, el personaje de La Rosa Púrpura de El Cairo,
a uno de mis heterónimos más inquietantes. Un personaje tan parecido a mí, y a
mi circunstancia, que ella, personaje sin apellidos, bien podría apellidarse en
verdad Rodríguez, Cecilia Rodríguez, como una cantautora sudamericana, o una
candidata de izquierdas al Parlamento. O, por qué no, apellidarme yo Farrow, Álvaro
Farrow, como un vaquero del Far West, o un candidato de la extrema derecha al
Parlamento. El mundo al revés...
Cecilia, como uno mismo, como otros muchos naufragados
de la realidad, trabaja para sobrevivir, sobrelleva la soledad y aguanta a los
pelmazos -y a las portavozas- como puede. Tacha los días en el calendario
esperando simplemente que no lleguen las desgracias o las muertes. Vive en el
desaliento cotidiano de quien ya no espera la llegada del meteorito salvador: una lotería, una herencia, una compañía, un impulso literario... El bombo
de la vida se nos detuvo en seco, y expulsó un número feúcho y no premiado. Ni
pedreas, ni pedreos, ni hostias en vinagre. Cecilia a veces siente una alegría sin
fundamento, como de niña, o como de loca, pero se disipa en apenas unos
segundos, nacida de la nada como una pompa de jabón, irisada y muy poco
longeva.
Otros muchos matan sus penas en el alcohol, en el dominó, en la peluquería del barrio. Otros se zambullen en el trabajo, cazan mariposas, construyen barcos dentro de una botella... Cecilia y yo, en cambio, matamos nuestras penas con una película diaria, o con dos, si la pena es muy grande, y el tiempo libre se hace demasiado largo. Marginados del mundo real, probamos suerte en el mundo de las películas, a ver si allí corremos las aventuras románticas que la vida nos negó. Las neuronas espejo... Para ellas comemos y respiramos, y guardamos nuestras horas de sueño. Ellas son las joyas de la corona, en nuestros organismos desaprovechados. Gracias a su labor sináptica viajamos a países lejanos, corremos peligros, amanecemos en las playas, besamos en labios, salvamos al mundo, probamos la felicidad. El cine es nuestra diversión, nuestra salvación, nuestra pétrea muralla que nunca se derrumba.
Zelig
🌟🌟🌟🌟🌟
Leonard
Zelig posee la extraña facultad de mimetizarse con el ambiente político que le
rodea. Al lado de un votante de derechas, esgrimirá argumentos irrebatibles
sobre la vagancia secular de los pobres, y sobre la necesidad inexcusable de
que los ricos paguen menos impuestos. En cambio, en una manifestación de
izquierdas, llevará el puño más alto y más cerrado que nadie, vociferando
consignas contra el gran capital, y juramentos, contra esos mismos cerdos que desvían las plusvalías
a Suiza, o las islas Caimán.
Leonard Zelig es una invención destronchada de Woody Allen, pero yo conozco mogollón de tipos como Zelig en los centros de trabajo, y en los foros de internet. Y en los bares, sobre todo en los bares, donde las opiniones ya no son como los culos -uno por persona, que decía Clint Eastwood-, sino que son más bien como los huevos, o como los alvéolos pulmonares, dos, o trescientas mil, en función de los presentes, o de la mujer que escucha atentamente. “Estos son mis principios, querida, pero si no te gustan tengo otros...”. Estos tipos que yo conozco, al igual que Leonard Zelig, no son unos oportunistas ni unos chaqueteros. Ni siquiera mala gente: simplemente creen en cosas volátiles, que duran lo mismo que un suspiro, ingrávidas y gentiles como pompas de jabón.
El
Zelig de la película es un hombre asombroso que también es capaz de modificar
su fisonomía para no desentonar con sus acompañantes. Al lado de un hombre
negro su piel se oscurecerá, y al lado de un hombre obeso su tripa se inflará,
y su papada se descolgará. Cosas así... Apodado por tales hazañas bioquímicas el
Camaleón, Zelig será objeto de estudio en las universidades más prestigiosas de
Estados Unidos. Pero el desconcierto reina entre la clase médica de los años
veinte, y sólo la psiquiatra Eudora Fletcher, enamorada en secreto de su paciente, dará pequeños en su curación
a través de la hipnosis. Gracias al péndulo conseguirá hablar con el Leonard
Zelig verdadero, que es un tipejo aburrido, sosaina, sin grandes cosas que
decir. Un veleta de la vida. Alguien sin lecturas ni formaciones,. Un desclasado,
un desinformado, un pasota en realidad.
Rifkin's Festival
🌟🌟🌟
Nadie salta sin red. Me lo enseñó una mujer de la
que aprendí muchas cosas sobre el amor. Casi todo lo importante, en realidad. Su experiencia,
su sabiduría, su crueldad intolerable -que dirían los hermanos Coen- fueron un
magisterio acelerado para este tontaina de la vida. Ella, Nefernefernefer, no tenía
pelos en la lengua, y sí, a veces, lenguas entre el pelo.
Nadie salta sin red, repetía ella. Nadie deja a nadie si no tiene otra cama que amortigüe su caída. Ahora las camas las hacen cojonudas -decía ella-, de viscolástica o de látex, colchones LoMonaco o LocoMía, y cuando dejas a tu pareja, la nueva cama ya no te clava un muelle en el culo, ni te jode la espalda en el impacto. Me decía Nefernefernefer -que sabía un huevo de rupturas porque ella perpetró muchas, y también le clavaron unas cuantas- que una relación tenía que estar muy jodida para que alguien dejara a su pareja sin buscarse primero el refugio y el consuelo. Y el nuevo polvo enamorado... Dicho así parece muy bestia, muy cínico, pero lo bueno de Nefernefernefer es que su cinismo se predicaba con el ejemplo; sobresaliente en la exposición teórica, pero cum laude, licenciada en Harvard, y licenciosa en Oxford, cuando ponía en práctica el desamor.
El pobre Mort Rifkin, en la película, es el ejemplo ficticio de que estas cosas (casi) siempre suceden así. Aunque su matrimonio lleva años naufragando, su mujer sólo le dejará cuando conozca -y mate a polvos, y se asegure su devoción- a un director de cine francés tan guapo como pedante. Sólo entones mantendrá con su marido “la conversación” en el dormitorio conyugal: esto estaba muerto, se venía venir, alguien tenía que tomar una decisión, etc. El protocolo establecido.
Despechado, el pobre Mort intentará caer en la cama de la bellísima cardióloga que trata sus hipocondrías, una mujeraza nacida en Palencia, pero afincada en San Sebastián. Pero hay diferencias de edad, ay, y diferencias de atractivo, que ni la cultura ni la verborrea pueden superar. Es la historia de mi vida, sin ir más lejos... Antes, en las películas de Woody Allen, estas cosas sucedían, y cuando un tipo de Tercera se ligaba a una mujer de la Champions League, los espectadores nos atrevíamos a soñar. Ahora, en el invierno de la edad, a Woody Allen se le ha congelado el romanticismo. Y seguramente tenga razón.
Días de radio
🌟🌟🌟🌟
Ahora que sabemos lo que pasó -y lo que no pasó, y lo que dicen
que pasó- se hace extraño ver a Mia Farrow en las películas de Woody Allen cuando
era la actriz y la amante, la musa y la compañera. Es como si un amigo divorciado
te pasara el vídeo de su boda, o de su luna de miel, en Bora Bora, con esa
mujer que ahora le odia y desea su ruina completa. Eran tan dichosos entonces...
A todos nos ha pasado esto del vídeo traidor que te vomita el pasado feliz,
sólo que nosotros solemos tirar esas cosas a la basura, o a la
papelera de reciclaje, y ya no queda ni rastro de su hijaputez. O las guardamos
en discos duros tan ultrasecretos que luego ya no sabemos ni dónde están. Pero
las películas de Woody Allen son historia, patrimonio público, y sus tiempos
gozosos con Mia Farrow están a la vista de todos, como un recordatorio de que todo
es efímero y enclenque en el amor.
De todos modos, el papel de Mia Farrow en Historias de la
radio es episódico, intermitente, porque se trata de una película coral, sin
personajes principales, y estos pensamientos se diluyen en el resto de anécdotas
y recuerdos. Historias de la radio es el homenaje de Woody Allen a la
radio de su infancia, allá en Brooklyn,
cuando el invento de Marconi era el rey del salón, y toda la familia se reunía
a su alrededor para conocer las noticias del mundo, y las canciones de moda, y los
inventos maravillosos que se anunciaban en las pausas. Fue mucho antes de que
se inventara la tele, y siglos, eones, antes de que un ovni venido de Andrómeda
nos trajera lo de internet.
Aunque en mi casa teníamos televisor, la infancia radiofónica de Woody Allen se parece mucho a la mía, y quizá por eso la película me toca cierto tuétano de los huesos. En mi casa la radio estaba encendida a todas horas. Mi madre hacía sus labores llevando la vieja Grundig por todas las habitaciones, y eso empapaba la casa de ondas hertzianas, a veces lejanas, a veces cercanas, según dónde estuviera la tarea. Cuando mi padre llegaba del taller, comíamos con la radio puesta, para escuchar el parte. Todavía hoy, cuando visito a mi madre, comemos con la radio puesta, en la mesa de la cocina, para comentar las noticias... Yo me apropiaba de la Grundig por las tardes, para escuchar los partidos de fútbol, y Los 40 principales, cuando me entró la tontería. Luego, por la noche, mi madre hacía las cenas con ella puesta, al hilo del último noticiero, y cuando mi padre llegaba del cine, a las tantas, escuchaba los deportes con José María García, y yo a veces me asomaba por allí, a ver qué decían del Madrid...
Tengo muchos recuerdos de la tele, pero creo
que tengo más de la radio: de las voces, de las sintonías, de los anuncios.
Había unos puros que se llamaban como yo, y que tenían mucha vitola.
Conocerás al hombre de tus sueños
🌟🌟🌟
Los personajes de Conocerás al hombre de tus sueños saltan
de un amor a otro sin red, porque ellos son guapos, y ricos, y ellas mujeres muy
hermosas, y no tienen por qué aguantar a nadie que no les satisfaga plenamente.
No están para hacer concesiones, ni para contar hasta diez en las refriegas.
Aquí todos juegan en la Primera División de los amores, y en Primera División
la exigencia es máxima, y nadie se anda con tonterías. Al primer error, te
envían al banquillo; al segundo, te traspasan a las ligas menores. Es un mundo
implacable que siempre busca la perfección. Citius, altius, fortius... Más
pasta, más belleza, más sexo satisfactorio... La gente atractiva es así, caprichosa e
inconformista. Pero se lo pueden permitir, claro, porque la buena genética les regala
muchas balas para probar y equivocarse. Cuando las cosas del corazón se
tuercen, se miran al espejo, o se tantean la billetera, se pegan un chute de
autoestima y piensan: “Que pase el siguiente, o la siguiente”, y chascan los
dedos, y de pronto ¡chas!, alguien a la altura de su exigencia aparece a su
lado, como por ensalmo. Como pasaba en aquella canción de Álex y Christina, que
también hacían ¡chas! y obtenían un premio instantáneo. Ella era Christina Rosenvinge, claro,
hablando de las reinas de Roma, tan guapísima, y tan moderna, y tan inteligente
que se queda uno embelesado, oyéndola hablar...
Como todos los actores
y todas las actrices son gentes escogidas por su belleza, las películas muestran
un mundo exclusivo al que casi nadie pertenece, y que pocas veces entendemos. Los
que vivimos en la realidad somos por lo común gente fea, o gente que ni fu ni
fa, y a veces nos choca que un tipo, por ejemplo, esté casado con Naomi Watts y
se ponga a espiar a la vecina de enfrente, que no es que esté mal, ni mucho
menos, pero que ya son ganas de enredar, cuando te ha tocado la lotería y te
gastas toda la pasta en comprar nuevos décimos, a ver si te vuelve a tocar. Son
cosas así, de rascarse uno la cabeza, incrédulo, lo que hace que Conocerás
al hombre de tus sueños sea una película escurridiza, básicamente
incomprensible. Una película que además no termina, y lo deja todo en suspenso,
como si a Woody Allen le hubiera entrado la vagancia, o nos quisiera hacer una
metáfora de la propia vida, que también se acabará con todo inconcluso, y con
casi todo por saber.
Todo lo demás
🌟🌟🌟
A los hombres del montón, las mujeres siempre nos han venido
de cero en cero, o de una en una, y jamás nos hemos visto en ese dilema -al parecer
muy estresante, de necesitar incluso un psicoanalista- de tener que elegir
entre dos mujeres que se interesan y rivalizan al mismo tiempo. Un postureo
depresivo que no se entiende muy bien, la verdad, ni en la película ni en la
realidad, porque el hombre así requerido no suele ser agasajado por dos mujeres
cualesquiera, además, sino por lo mejor de cada ecosistema, una rubia y una
morena, o las dos rubias, e incluso alguna pelirroja, que ya son harina de otro
costal.
Es por eso que uno, arrellanado en su sofá, en este ciclo Woody
Allen que me está saliendo los viernes por la noche, no termina de entrar en la
trama de Todo lo demás, aunque de vez en cuando la película te haga
sonreír, y te saque unas actrices que jodó petaca, como decíamos de chavales en
León, jodó petaca, para exclamar ante las bellezas que mostraba la vida. Qué
más quisiera uno, ay, que empatizar con el personaje de Jason Biggs para enseñarle
a resolver ecuaciones de segundo grado, con dos incógnitas igual de seductoras
para despejar. Pero uno es lo que es, como cantaba Serrat, y nunca ha sabido
resolver nada más complejo que una ecuación de primer grado, con su única X
impepinable. (Y la de veces, pienso
ahora, que me habrán despejado a mí las mujeres guapas, de un matemático
puntapié, en sus ecuaciones de múltiples incógnitas que las sueñan…)
Un huevo metafórico, hubiera dado yo en la mocedad, por vivir
esa desventura de Jason Biggs en la película, ese quilombo, ese martirio, esa
duda existencial de tener que elegir entre las neoyorquinas más atractivas que
corretean por Central Park. Ya no sólo por el orgullo, por la hombría
satisfecha, sino por poder darle un buen consejo al chaval, una sapiencia de buenorro
curtido y veterano, y decirle, lo primero, antes que nada, que deje de hacer el
panoli con esa manipuladora de Christina Ricci, y que se vaya -¡pero en qué cojones
está pensando!- con esa chica llamada Connie que es, jodó petaca, más guapa que
un ángel del Señor, y que además lee sus mismos libros, y escucha sus mismos
discos, y frecuenta sus mismas galerías de arte, allá en la 7ª Avenida de los
neoyorquinos.
Irrational Man
🌟🌟🌟
Al principio de Irrational Man, el profesor de Filosofía
que encarna Joaquin Phoenix les dice a sus alumnos:
-
Recordad, aunque sea lo único que os enseñe, que
gran parte de la filosofía sólo es una paja mental.
Lo que Abe Lucas les pide es menos palabrería y más acción.
Menos samba, e mais trabalhar. Menos discursos sobre la esencia última de la
voluntad, y la decisión firme de aplicarla para cambiar el mundo. Menos
pancartas y más guerrilla. Que en sus clases se queden con cuatro nociones
fundamentales, y que luego muevan el culo. Que salgan a la realidad, que no se
pierdan en laberintos mentales, porque la vida, en realidad, es algo muy simple
y material: el deseo sexual, el instinto de sobrevivir, el amor por los hijos… Emma
Stone y su sonrisa. El placer y el dolor, que siempre son físicos, moleculares,
sinápticos en última instancia. Todo lo demás es perifollo verbal, cacharrería
neuronal. Juegos de palabras. La filosofía es un mero hilar palabras y conceptos
con corrección gramatical. Un edificio verbal que puede ser bellísimo o portentoso,
de mucho discutir y perorar. Pero casi nunca asienta sus cimientos en la carne,
en la sangre, en el instinto que nos mueve. Nubes de fotografía, en el aire…
La pregunta que sobrevuela toda la película es: ¿y dónde sustentar,
entonces, la ética? ¿Qué distingue la buena acción de la mala? ¿Dios, el remordimiento,
el pacto entre los hombres…? Según Abe Lucas, la ética sólo es que no te
pillen. El miedo a la cárcel, o el temor a la venganza. Nada más. No una ley divina, no
un imperativo categórico, no un gusanillo de la conciencia. Una tentación continua para el ateo y para el nihilista. Una
cuestión que ha obsesionado a muchos personajes de Woody Allen, y que ya nos perturbaba a muchos espectadores en 3º de BUB, cuando nos enfrentamos por primera vez a
la asignatura de filosofía. Mientras media clase dormitaba su desinterés y su aburrimiento,
nosotros, los que no ligábamos, y lo fiábamos todo al culturetismo y a la belleza
interior, nos dejábamos arrastrar por aquellas cuestiones como incautos, como pajarillos
atrapados en una red. Filósofos, a nuestro pesar.
Medianoche en Paris
Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida. La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...