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Magnolia

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro del átomo, los electrones giran alrededor del núcleo en una órbita estable que podríamos llamar estado de felicidad. Allí podrían pasar eones y eones si no fuera porque a veces son golpeados por una partícula energética que se cruza en el tiovivo: un ángel flamígero que viajando a la velocidad de la luz los expulsa de ese paraíso previsible y circular.

Las electrones desafortunados pasan a vagabundear territorios inhóspitos que no les corresponden, errando en espirales que les ponen nerviosos y cariacontecidos a la espera de que otro choque -esta vez afortunado- les devuelva a la zona de confort. Hay mucho de ciencia en todo esto, pero también mucho de azar, que es ese espacio indeterminado que la ciencia todavía no puede explicar. Son las casualidades inauditas, y las regiones de incertidumbre, que también se producen en el mundo macroscópico de los seres humanos.

    Todos los personajes de “Magnolia” -por ejemplo- también viven fuera de su órbita placentera. En algún momento de su pasado se sintieron congraciados con la vida dando vueltas alrededor de una persona amada, o de un trabajo edificante. Pero ellos, como los electrones malhadados, también sufrieron el choque con alguien que los descentró, que los expulsó de su pequeño paraíso. Una pura mala suerte, o un destino trágico que buscaban con ahínco. Ahora caminan por la vida con el ánimo por los suelos, y con la desazón instalada en el espíritu. Mientras esperan que el efecto mariposa les cruce con esa persona que les devuelva la alegría, los personajes de “Magnolia” pasan el tiempo presentándose a concursos, drogándose hasta las cejas, dando conferencias sobre la supremacía de las pollas... Son distintas formas de matar ese tiempo de las dudas. Unos dudan al cuadrado y otros se inventan certezas para no sufrir más.

Cuando esa persona especial golpee sus vidas, ellos por fin despertarán de su letargo, de su atonía, de su falsa vida de muertos vivientes, y en la alegría del retorno emitirán una sonrisa, o un llanto muy liberador. Es la física de la felicidad.





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Gracias por fumar

🌟🌟🌟🌟

Existen tres tipos de trabajos: los que mejoran el mundo, los que lo limpian y los que lo llenan de mierda. 
Los primeros son los que curan el cáncer, los que construyen puentes, los que hacen reír... Los que meten goles memorables o salvan ballenas en lanchas inestables que zarandean las olas. A mí me hubiera gustado trabajar en algo de esto, pero me faltó el talento, o me pudo la pereza. O daban fútbol por la tele. Me quedé en la segunda categoría, que es amplísima, y universal, donde estamos la mayoría de los currelas y los funcionarios, los autónomos y los esclavizados. Ni estropeamos el mundo ni lo mejoramos: sólo lo gestionamos, lo adecentamos, le quitamos el polvo. Cuidamos de personas, de cosas, de animales, atendemos al público. Barremos las calles o entregamos el pan. Servimos copas y limpiamos culos. Apagamos fuegos y archivamos documentos. Nadie se acordará de nosotros cuando hayamos muerto, como decía la otra película, pero al menos nadie podrá achacarnos nada. Lo hicimos como pudimos. 

    Conseguimos, al menos, no pasar al lado oscuro donde están los que ensucian el mundo con sus oficios de mierda. Los que viven de sembrar la desgracia ajena, la muerte y el dolor. La destrucción de la naturaleza y la aparición de enfermedades. Tipejos como Nick Naylor, el simpático rubiales a sueldo de las tabacaleras, que cobra una pasta gansa por salir en la tele defendiendo que fumar no es tan malo como lo pintan, y que al final es un acto de responsabilidad individual, no una extorsión del fabricante que figura en la cajetilla. Hay que tener una jeta como de aquí a Lima, claro, y unos escrúpulos extirpados en la mesa de operaciones. Y una sonrisa irresistible como la de Aaron Eckhart, que encanta a las serpientes y seduce a los incrédulos. Él sólo lo hace para pagar la hipoteca, claro, y lo demás se la suda.



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Fargo

🌟🌟🌟🌟🌟

Fargo es una  historia de maleantes metidos a estúpidos, y de estúpidos metidos a maleantes, que se convirtió, desde el primer visionado, en un clásico imprescindible en nuestras estanterías. Fargo era brutal, divertida, disparatada. Si la realidad a veces supera la ficción, Fargo superaba la realidad con creces, tres pueblos y medio de Minnesota. Y sin embargo era perfectamente verosímil, y congruente, porque la imbecilidad de los seres humanos no conoce límites, y estos personajes de la película están lejos de agotar todas las posibilidades. 

    Fargo es un guion perfecto con un grupo de actores elegidos al dedillo. Una pequeña venganza de los hermanos Coen hacia su tierra natal, Minnesota, que es esa pequeña Suecia donde ellos se aburrieron como ostras en su niñez y en la que colocan, con sonrisa de traviesos, esta galería de personajes avariciosos y miserables, violentos y poco juiciosos. Y por encima de ellos, tuerta en el país de los ciegos, la agente de policía Gunderson, que con su embarazo y su cachaza de norteña va recogiendo las miguitas -más bien los mojones- que estos criminales de pacotilla van dejando en su torpe delinquir.

    Fargo nos dejó turulatos, ganó sus premios, dejó su huella..., pero luego cayó poco a poco en el olvido. La podías encontrar por cuatro duros en los rastrillos de los kioscos. Los cinéfilos la veíamos cada cierto tiempo para recordar las jetas y los diálogos, pero cada vez dejábamos más espacio entre una cita y la siguiente. Sospechábamos que la Minnesota de los hermanos Coen daba para mucho más: que aquellos personajes no habían surgido de la nada como una cosecha inusual de gilipollas, sino que formaban parte del paisaje nevado, agorafóbico, opresivo. Que había más chicha en aquellos parajes, vamos. Pero los hermanos Coen habían jurado no regresar, y cualquiera que intentara copiarlos caería en el ridículo más espantoso, porque ellos, más o menos acertados, más o menos ocurrentes, tienen un sello propio que no se puede falsificar. 

    Y de pronto, como caído del cielo nuboso, aparece este hermanastro suyo de apellido Hawley para convertir la película en algo más que un hecho afortunado: en el Big Bang de un universo que todavía no conoce la desaceleración. En el embrión de una serie de televisión que de momento no tiene límite ni decadencia. En la serie, Fargo se trascendió a sí misma y se convirtió en un episodio piloto, en un acto inaugural, en un génesis de esta biblia criminal y socarrona que no transcurre en las arenas abrasadas del desierto, sino en los páramos nevados de Norteamérica.



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La habitación

🌟🌟🌟

Ya he confesado varias veces en este blog que en la intimidad de mi habitación, a resguardo de la gente, soy un llorón de mucho cuidado cuando la película me pilla por los lagrimales. Al principio, cuando siento el palpitar, un ejército de castores construye un dique para contener las lágrimas, con troncos y ramitas, hasta que al final, impepinablemente, todo se desborda y me pongo perdidas las mejillas, y los cristales de las gafas, que da mucha grima verlas, y ver a través de ellas. Qué tendrán las lágrimas que al secarse dejan en el vidrio esos churretones como de semen.

     Las mujeres, porque son una especie muy rara, y todavía están sin explicar por los científicos, a veces se sientan en el sofá con la intención de poner una película "para llorar", y se acomodan con los kleenex a mano, y las piernas recogidas en un abrazo. Ellas son así: sufridoras de vocación. Los hombres, en cambio, siempre lloramos por sorpresa, en películas que al principio podemos intuir tristes, o difíciles de encarar, pero que confiamos en superar con nuestra masculinidad velluda y musculosa. Quizá por eso nos ponemos así de perdidos, porque nunca tomamos medidas preventivas, y luego nos restregamos las lágrimas y el moco, y la misma vergüenza de haber llorado, mientras que ellas, solventada la suciedad, se ponen tan guapas con los gimoteos, tan tiernas y sonrosadas.


    La habitación, que es la película que hoy me ocupa, es una película hecha con la mala intención de hacernos llorar, a hombres y mujeres por igual. La historia de esta madre secuesrtrada no debería dejar un ojo seco en butacas y sofás. Y sin embargo, yo he resistido. Y no por vergüenza, sino porque me molesta, sobremanera, que quieran hacerme llorar. Yo sólo lloro desprevenido, con la guardia baja, en debilidades muy particulares. La habitación, vaya por delante, es una bonita película, emotiva, primorosa, con una actriz de tronío, Brie Larson, que en este blog ya quedó como santa de obligada devoción tras su papel en Las vidas de Grace. Pero La habitación tiene músicas tramposas, y trucos sucios, y a veces -perdónenme la indecencia- uno siente la mano del director metiéndose por mi culo, queriendo manejar mis reacciones como un ventrílocuo con su muñeco. Una colonoscopia que me incomoda y que me predispone a la rebeldía. 

    Y aún así, al final,  una lagrimita furtiva se me escapa de la voluntad y resbala suave por la mejilla, sin tocar cristal de gafa, eso sí. Menos mal.




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Boogie Nights

🌟🌟🌟🌟

Se ha puesto de moda, en las revistas de cine, preguntar al entrevistado por el alias que habría elegido en caso de haber trabajado en una película porno. Algunos improvisan cualquier chorrada para salir del paso, y disparan nombres sin gracia ni salero. Otros, en cambio, que tal vez han leído el cuestionario con anterioridad, y saben a lo que vienen, traen a la entrevista respuestas muy cachondas y muy bien pensadas. Yo también le dedico unos cuantos segundos a la pregunta, cada vez que me la topo, como si fuera el entrevistado molón haciendo promoción de mi película, pero nunca se me ha ocurrido una gracieta que dejara sonrientes a los lectores y seducidas a las lectoras. 

    Aunque Max -que es el antropoide que vive dentro de mí- desearía que yo me hubiese dedicado al noble oficio del bombeo seminal, uno, que es el homúnculo encargado de poner cordura en este gallinero de mis instintos, nunca se vio en semejante papel. Nunca hubo oportunidad, ni intención, ni centímetros suficientes en caso de haberse presentado al cásting en Madrid, que me imagino, que son allí. He de confesar, para los que leen mis escritos y piensan que soy un réprobo al estilo del Marqués de Sade, encerrado en este manicomio autoimpuesto de mi habitación, que ni siquiera he protagonizado uno de esos vídeos amateur que pueblan las páginas gratuitas en internet, una de esas cutreces con polvos llenos de pelos y lorzas disimuladas por las sombras. Para qué, digo yo, si no hay cuerpo que enseñar, ni gimnasias de las que presumir, ni técnicas novedosas que legar a las próximas generaciones de pornógrafos. 




Con estas consideraciones he ido rellenando las escasas distracciones que permite el ritmo endiablado de Boogie Nights, la película de Paul Thomas Anderson. Es imposible no verla sin que uno se pierda en estos enredos mentales, porque las neuronas espejo no descansan mientras la película está en marcha, y contemplar las tribulaciones de un actor porno e imaginarse uno de la misma guisa, puesto en acción, forman parte de la misma experiencia, de la misma conciencia, como sales indisolubles en el magma del pensamiento. Si Eddie Adams, el chico de los treinta centímetros de Boogie Nights, encontró su apodo sonoro en "Dirk Diggler", yo sigo sin encontrar el alias que hubiese hecho justicia a mis artes amatorias. Algo de un oso en invierno, quizá, por las grasas y por los pelos, pero no acabo de acertar con la sonoridad.
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Las sesiones

🌟🌟🌟

Al mundo hemos venido a follar. Esa es la tarea principal que la naturaleza nos encomendó. Follar. Esparcir nuestros genes por el mundo, y prorrogar nuestra muerte en la vida de los hijos. El deseo sexual es el programa básico que articula nuestro disco duro. Todo lo demás -la literatura y el arte, el fútbol y la baraja, la barbacoa del domingo o el café del mediodía- sólo son el pasatiempo, el matarratos, la preparación para la batalla o la tregua concedida por el instinto.

            Mi antropoide, como ya saben los viejos lectores, se llama Max, y vive en las cavernas húmedas de mi organismo, allá donde se confunden  las vísceras del comer con las vísceras del amor. Él viene y va constantemente, a cuatro patas, con el plátano en la mano, consultando la hora con impaciencia: "Bueno, empezamos o qué". Yo siento sus pasos, sus murmullos, su búsqueda incansable del tesoro, como un Gollum que viviera de okupa por mis adentros.  A todos los hombres, desde que entramos en la adolescencia, se nos encomienda el cuidado de un mono simpático y rijoso traído de África. Nadie me advirtió de esto en su momento, ni me puso sobre la pista, pero una mañana de mis doce años, al despertar, igual que Gregorio Samsa descubrió a su escarabajo, yo descubrí a mi antropoide compartiendo la almohada llena de pelos, saludándome con una sonrisa picarona. "Bueno, empezamos o qué". 

            Mark O'Brien, el personaje real de Las sesiones, fue un periodista y poeta aquejado de poliomielitis. Confinado a la camilla y al pulmón de acero, consiguió que la Universidad de Berkeley aceptara su solicitud de cursar estudios presenciales. Mark sentó un precedente legal que muchos discapacitados aprovecharon después. No contento con esa hazaña, a la edad de treinta y ocho años decidió dejar de ser virgen, y pasando por encima de los mandamientos de su propia religión, contrató a una terapeuta sexual para celebrar la caricias y el coito, en pecaminoso y enrevesado acto de joderío. Mark O'Brien, como todo hijo de vecino, también llevaba un antropoide en las entrañas que le preguntaba todos los días por la hora. "Bueno, empezamos o qué". Uno muy frustrado y revoltoso, que vivía encerrado en un organismo paralizado. Un antropoide que un día gritó basta y se hizo con las riendas de la voluntad. Cuando se trataba de sexo, era el antropoide de Mark el que hablaba por su boca, y para los antropoides no existe el infierno, ni los santos, ni los diez mandamientos que se dieron a sí mismos los antiguos. Sólo la hembra, la rama, el fruto jugoso que se deshace en la boca.


 - ¿Por qué la llamas polla y no pene?
- "Pene" suena a verdura insípida. "Polla" suena a lo que es.




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