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Bonnie and Clyde

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Detrás de un gran delincuente a veces hay una mujer que lo jalea y lo comprende. Mientras otros construyen puentes para llamar la atención de las mujeres, o meten goles, o escriben blogs en internet, ellos, los criminales, roban bancos, o matan gente, o evaden dinero a cuentas secretas de Suiza. La vida de los machos es un continuo pavonearse ante las mujeres, y cada uno luce las plumas que los dioses le otorgaron. Todo Hitler conoció a su Eva Braun. Todo mafioso italiano tiene a Francesca cocinando espaguetis en la cocina. Todo corrupto del PP tiene a su rubia con mechas jugando al golf con las amigas. Todo Clyde Barrow tiene a su Bonnie Parker, y viceversa, porque en este caso Bonnie era una mujer que ya buscaba emociones fuertes junto a machos pendencieros. Clyde, encoñado hasta las cejas, hizo todo lo posible para que ella nunca le dejara por otro pistolero más salvaje. De las gasolineras pasó a los bancos, de las amenazas a las agresiones, de los tiros al aire al tiro al policía. Un buen polvazo bien vale un crimen, o dos, o siete, porque ya puestos en el galanteo lo mismo le daba. La pena de muerte o la emboscada en la carretera iba a ser exactamente la misma.


            Esta comunión sexual entre los criminales y las estúpidas es una cosa que viene de lejos, de los tiempos prehistóricos, de cuando el más bestia de los trogloditas cogía la cachiporra y mataba a cinco rivales para hacerse con la gacela o con la fuente de agua. En el mundo de los Picapiedra no había sitio para los hombres con escrúpulos, para los poetas del verso, para los inválidos de la existencia. Yo no hubiera durado ni dos veranos en aquel duelo de garrotazos. La única manera de atraer a las hembras era golpearse el pecho, rugir en voz alta y cargarse a un pichafloja que pasara por allí. Y esta predilección sigue ahí, larvada en los genes, transmitida de generación en generación por las abuelas y por las madres, dentro del ADN nuclear, o del mitocondrial, que habría que estudiarlo. Incluso nuestras contemporáneas más cultivadas sienten temblar el pecho cuando conocen a un hombre que no le teme al peligro. Tardan mucho más de lo que confiesan en desecharlos como candidatos sexuales. De ellos emana un magnetismo salvaje que las envuelve como un perfume, y las deja turulatas. Resuenan viejos tambores orgásmicos en lo más profundo de sus cuevas. Algunas lo apuestan todo y ganan millones. Se levantan una buena mañana y se encuentran un Jaguar en el garaje.  




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