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Crímenes del futuro

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“Crímenes del futuro” podría ser el slogan de Vox para las próximas elecciones generales. Ellos van a darlo todo para que un fascista tome los mandos del Ministerio del Interior y ya todo el monte sea orégano para policías y paramilitares... Pero no: “Crímenes del futuro” es el título de la nueva película de David Cronenberg. ¿He dicho nueva? Tampoco vayamos a exagerar. Es la misma película de siempre, ustedes ya saben: gente rara y vísceras asomándose al fresco de la mañana.

Cronenberg, en esto, es como un director de películas porno. En el porno se trata de sacar pollas y coños en acción y el argumento es un poco lo de menos. Da igual que pongas a un rey de Shakespeare que a un butanero trayendo la bombona. Y Cronenberg, cuando vuelve a sus orígenes, es un poco igual: su objetivo es sacar casquería humana cada diez o quince minutos, y lo otro es desarrollar una historia más o menos coherente que hilvane las escenas.

Esta vez la cosa va de mutantes del futuro, que desarrollan órganos internos que son la fascinación de la ciencia y también la jaqueca de los antropólogos. Porque un ser humano que desarrolle órganos únicos tarde o temprano ya no será humano, sino pos-humano, y solo podrá reproducirse con otro humano que también tenga dos estómagos o un corazón vuelto del revés. Mientras la deformidades no pasen al ADN, vamos bien; pero ay, cuando los gametos incorporen tales deformidades en la sucesión de bases nitrogenadas... (De todos modos, digo yo, ¿esto no era el lamarckismo ya denostado por la ciencia?)

La única gracia de la película -que se mueve todo el rato entre lo grotesco y lo ridículo- es el nuevo sentido que Cronenberg da a la expresión “belleza interior”. La belleza interior es esa monserga que se inventaron los estudios Disney para que los feos y las feas nos consolásemos en nuestra desgracia. “Sí, soy feo, pero valgo más que tú...” En el futuro imaginado por Cronenberg ya puedes ser bello por dentro de verdad, no metafóricamente, pintándote el hígado o tatuándote los pulmones. Exhibiendo tus entrañas en Tinder como quien exhibe su mentón cuadriculado o sus pechos exuberantes. 






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Trece vidas

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Yo antes no tenía nada en contra de la espeleología. Es más: los espeleólogos me parecían gentes admirables que unas veces se aventuraban en las cuevas para descubrírselas al mundo -y hacer rico al ayuntamiento del lugar-, y otras, ya revestidas de heroísmo, se colaban para rescatar a liantes que se habían metido en la cueva sin equipamiento, solo para husmear o para no ser vistos en alguna clandestinidad. O quizá, simplemente, porque sentían la llamada del gen cavernícola de nuestros antepasados, tan poderosa como la llamada de Dios o la llamada del sexo: un gen remoto y telúrico que ante la negrura de algunas cavidades se activa en el organismo y ya no puede resistir la tentación de profundizar en el misterio.

Pero eso era antes, en mis tiempos de soltero y luego de casado. Después, ya divorciado, hubo una época en que me anuncié en el mercado del amor, y descubrí que allí solo ligaban los espeleólogos y las espeleólogas. Hombres envidiables y mujeres sanísimas que luego, en otras fotos que demostraban su arrojo y su vigor corporal, aparecían haciendo parapente, o practicando puenting, o descendiendo en canoa las aguas bravas de su pueblo. Descubrí, para mi frustración, que los tipos como yo, simples intelectuales que el fin de semana salíamos en bicicleta o nadábamos en la piscina municipal, no nos comíamos ni una rosca. 

Para tener una mínima oportunidad con esas jamonas había que equiparse en alguna tienda especializada: comprar el casco, el neopreno, la aleta palmípeda... Dejarse una pasta gansa en los fetiches sexuales. Y luego, claro, tener la valentía de apuntarse a un club de cavernícolas, de meterse en los recovecos, de disimular que uno solo estaba allí para despojarse de los neoprenos en otras intimidades con poca luz.

No sé: me quedó como un trauma, como una inquina. Quizá por eso no he podido disfrutar de  “Trece vidas” como yo hubiera querido. Donde otros ven a los héroes del rescate, yo solo veo a mis rivales de antaño.





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Retrato de una dama

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Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos de futbolistas.

El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.

El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”, y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la posguerra, que deslucen toda su belleza.

Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece, y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés errante.



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El señor de los anillos: El retorno del rey

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(Nota para desinformados: El retorno del rey no va del regreso del rey emérito. Trata sobre el regreso de Aragorn al trono de Gondor. A día de hoy, nuestro monarca sigue riéndose de la vida en Abu Dabi. No problem. Los dioses, de momento, no han decidido su des-exilio. Llegará ese día, sí, pero espero que no hagan una película sobre él. No sin Azcona y sin Berlanga. Que los resuciten, si eso, a los pobrecicos...)

He tenido que ver nueve veces las películas de El señor de los anillos -quiero decir tres veces las tres películas-, y además zamparme las versiones extendidas, con sus proteínas necesarias y sus grasas redundantes, para comprender que esto no era una película, sino una ópera en tres actos. Lo que pasa es que como las sopranos son todas guapísimas y delgadísimas, y jamás cantan, sino que susurran, y todos los tenores aparecen esmirriados y sin afeitar, y tampoco cantan, sino que lanzan gritos guerreros, reconozco que  andaba muy despistado con la naturaleza del espectáculo. Pero esta vez, como ya me sabía los diálogos, y los destinos del personal, me he abandonado a la contemplación, y a la escucha, y allí, en el trasfondo de las escenas, subrayando los procederes, estaba la maravilla que ahora no paro de escuchar en el iTunes, mientras escribo, o se me va la mirada a las montañas. Al Monte del Destino, concretamente, porque aquí, en la comarca, también hay uno que es muy sombrío. Tenemos hasta una Torre del Mal, pero esa es otra historia...

También he tenido que ver nueve veces las películas para comprender que los habitantes de la Tierra Media son más inteligentes que nosotros, aunque lleven varios siglos de retraso tecnológico. Ellos aceptan que su destino ya está escrito, que viene prefigurado en las profecías, y que cuando se lanzan a la acción y al desempeño, saben que recorren un camino ya recorrido. Aceptan, con sabiduría, su inanidad. Nosotros, en cambio, que podríamos masacrar toda la Tierra Media con dos pepinos nucleares, insistimos en creernos los reyes del mambo, los libertarios de la voluntad, y nos creemos caminantes que hacen camino al andar. Qué bonito poema, y qué alta vanidad.





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El señor de los anillos: Las dos torres

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Quince años pasan en un suspiro. Un día te vas a dormir, sueñas con un par de tragedias y con un par de buenos momentos – de sueños eróticos nada, porque los tengo prohibidos por el psicoanalista- y a la mañana siguiente es como si te hubieran criogenizado. Peor aún, porque en la nave Nostromo, como en otras tantas de la ciencia-ficción, al menos te criogenizaban para despertar en otra galaxia, con unas vistas cojonudas al agujero negro desde el puesto de mando. El espacio profundo bien valía una misa de recogimiento. 

Pero aquí, en el planeta Tierra, te criogenizan después de ver, qué se yo, Las dos torres, con el retoño, en el sofá de la cinefilia, y a la mañana siguiente el retoño ya es un muchacho que no vive contigo porque anda de estudios, en otra ciudad, a su bola, a su rollo. Te miras al espejo antes de meterte en la ducha y te dices: “Hosti, nen, ¿qué ha pasado aquí?”, y luego, mientras vas haciéndote el café, y rascándote la barriga, y pedorreándote por el pasillo ahora que no hay nadie para recriminarte, comprendes que estos quince años han sido el viaje circular de El Planeta de los Simios: un paseo por el hiper-espacio para acabar regresando al mismo sitio, quince años más viejo, y con todo cochambroso y agrietado.

Recuerdo que en la primera intentona con El señor de los anillos, el retoño se bajó en la escena inicial, cuando la voz de Galadriel desgranaba los acontecimientos de Isildur y compañía. La verdad es que acojona, esa voz en las tinieblas. En la segunda intentona, meses después, llegamos hasta la primera aparición de los Nazgul, que también acojonan lo suyo con la música que les pusieron. “Le he perdido para siempre”, pensé, pero al tercer intento, como quien supera el batir de las olas, nos subimos en una de ellas y ya nos fuimos surfeando hasta el final de los finales. 

Retoño, en su entusiasmo infantil, era muy de Legolás, que no fallaba ni una con las flechas, y además era tan rubio y tan guapo como él. Yo, por mi parte, me iba quedando ojiplático con las señoritas, a cada cual más hermosa, de orejas puntiagudas o redonduelas, daba igual, y soñaba  con ser algún día ese zarrapastroso de Aragorn, hijo de Arathorn, que iba desgreñado adrede, grunge que te cagas, rompiendo tantos corazones como orcos se cargaba.

No es por nada, pero a Viggo también le han caído los añitos encima. Pero a él, más que caérsele, se le posan. Es la percha.





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El señor de los anillos: La comunidad del anillo

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El Mal anida en Mordor, nunca descansa, y en eso es como el franquismo sociológico, que siempre estuvo ahí, agazapado, esperando su oportunidad. A veces nos llegaban rumores en el viento, y presagios en los cuervos, pero pensábamos, como tontos del haba, que era otra cosa: un eco del pasado, un déjà vu de las películas. Pero no, eran ellos, los orcos, preparándose para la reconquista.  Aquí tengo que reconocer que la metáfora empieza a fallarme un poquito, porque los siervos de Sauron son feos como demonios, contrahechos que dan grima, mientras que los siervos de la ultraderecha, los cayetanos y las cayetanas, suelen ser hombres guapos para envidiar, y mujeres guapas para enamorarse. A la belleza ancestral de una sangre que jamás conoció el hambre ni la necesidad, se suma la buena vida de quien nunca sufre estrés, come de lo mejor, apenas suelta radicales libres y folla en chalets de cinco estrellas riéndose del mundo. Los orcos de la Moraleja -ojo, que también empieza por Mor- ahora tienen hasta un guerrero Uruk-hai, el tal Abascal, que emergió del barro como un Adán babilónico con ojos de lunático.

¿Sauron? Buf, se me ocurren mil tonterías... Como de momento, en la primera entrega de la saga, el Puto Jefe sólo es un ojo que vigila, podría ser el ojete de Aznar, o el ojazo de Ayuso -el derecho, que es el que más me pone-, o el ojo lánguido y bellísimo -como de Charlotte Rampling- de Cayetana Álvarez de Toledo. He elegido símiles sexuales porque el ojo de Sauron es ardiente como la pasión y frío como el odio. ¿El Monte del Destino? Las Montañas Nevadas de aquel himno falangista...

Lo de la Comunidad del Anillo en sí no necesita mucha explicación: una oposición de izquierdas desunida, desconfiada, al borde siempre de la traición o de la deserción. En ella hay tanta bondad como mentecatería; tanta buena intención como contratiempos y chapucerías. En la Comunidad hay un arquero con pelo largo, un guapetón de la hostia, un hechicero de segunda división, un enano que no para de gruñir y una minoría parlamentaria de la Comarca que sólo piensa en regresar a su terruño. Mujeres ninguna, porque en la Tierra Media todavía no conocían la paridad. Pero a mí me da que Arwen de Rivendel podría ser nuestra Yolanda Díaz. Ay, ojalá...



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Falling

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En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera, van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.

Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual,  o bianual como mucho, en el que hay que vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.

El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.

De todos modos, el momento más inquietante de la película es ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario. Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica, y quizá sanguinolenta.





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Green Book

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En los viejos tiempos de la sabana, el lenguaje humano, que provenía del piar de los pájaros y del gruñir de los monos, alertaba del león que se acercaba y de la lluvia que sobrevenía. Servía para cazar el mamut en coordinación, y para comunicar que uno andaba enamorado de la señorita Mármol. Indicaciones básicas para la supervivencia. Pero luego, con la inflación del neocórtex, el lenguaje se hipertrofió, se fue por las ramas cuando nosotros ya habíamos bajado de ellas, y se convirtió en un parloteo de peluquería de señoras, o de taberna de paisanos. No existe otro animal en la Creación que necesite estar todo el tiempo hablando. Los chimpancés, los perretes, los pájaros del campo, pueden compartir la misma rama o el mismo jardín sin pronunciar ni pío ni guau. Sin embargo, el silencio que se instala entre dos personas se percibe como un retortijón, como una amenaza insondable, y no hay apenas amistades ni matrimonios que sobrevivan a ratos prolongados sin tener que soltar algo inaplazable.






    En Estados Unidos, en los años 60, un italiano macarra y un negro refinado apenas tenían nada que decirse. Los buenos días, si acaso, en la cola del pan. Y con las miradas tiesas, por si acaso... Vecinos de Nueva York pero extraterrestres de planetas distintos. Pero confinados en un coche que cruza el país camino del sur, ambos se convierten, a los diez minutos de arrancar, casi sin haber llegado todavía al puente de Brooklyn, en dos hombres estresados que no soportan el silencio. Hermanos de la desazón. Al principio prueban con la música de la radio para asesinar la inquietud, pero quien oye música en compañía termina hablando de música en compañía, y con ese pie, los buddy amigos pasan al tema del pollo frito, de la belleza del paisaje, de las anécdotas personales, y a medida que se adentran en los territorios de la vieja Confederación, Tony el guardaespaldas y Shirley el pianista construyen una amistad con los ladrillos de la cháchara, que son muchos, si la autopista es larga.

   

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Un método peligroso

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El abuelo Sigmund, allá en su consulta de Viena, fue el primero en comprender que el sexo era el gran tema de nuestras vidas. La fuente de todos los conflictos interiores que volvían tarumbas a sus pacientes. Lo que Freud descubrió en sus mentes neuróticas debió de dejarle boquiabierto, abochornado, como un niño curioso que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías. Corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena, y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían cuatro gatos enterados del movimiento psicoanalítico, que quizá se los tomaban como un compendio de relatos eróticos, divertidos y guarros al mismo tiempo, y no como teorías sesudas sobre el légamo de nuestro alma.

    Freud metió el telescopio de Galileo por las fosas nasales y descubrió que en el laberinto del cerebro siempre había un bonobo dando paseos, aburrido, que preguntaba a todas horas por el  momento de darse un alegrón. El bonobo era el que provocaba el ruido, el conflicto que volvía locos a sus pacientes. El vecino de arriba que no paraba de dar golpes y de tocar los cojones. La gente de Viena, como la de todas las partes del mundo, sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo  en un cuarto muy oscuro y sólo de vez en cuando le oía quejarse en la oscuridad. Las soluciones intermedias, no resueltas, provocaban neurosis, psicosis, trastornos sin fin... Si Darwin afirmó que éramos monos recién bajados del árbol, Freud confirmó que todos llevamos dentro, a modo de souvenir, un simio interior que protesta por pasar vestidos la mayor parte del tiempo. Un argumento que Carl G. Jung, el discípulo amado, terminó por repudiar, asqueado, porque le parecía demasiado grosero, demasiado “anti-humano”, muy poco sofisticado en términos espirituales, y prefirió irse con su bonobo por los cerros de Úbeda, como el niño Marco con Amedio, a explorar territorios místicos que explicaran la dificultad del ser humano para ser feliz.





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Promesas del este

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En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.

    Anna es una mujer con agallas -o una completa inconsciente, eso nunca queda claro- y ha plantado una queja en la casa donde viven unos rusos muy mafiosos Una chica ha muerto desangrada en su hospital mientras daba a luz, y entre sus pertenencias ha dejado un diario en el que explica cómo fue violada y maltratada por el jefe de la banda, Semyon el respetable, y por su hijo Kirill, el heredero incapaz. Como los rusos -por muy mafiosos o comunistas que sean- tienen una larga tradición de hospitalidad que proviene de su pasado estepeño, Anna es recibida la primera vez con sonrisas de cordialidad y ganas de entendimiento. Le hacen una oferta difícil de rechazar... Deja de tocarnos los cojones, básicamente. Pero Anna no se cosca, o no quiere coscarse, o quizá nunca ha visto El Padrino I, y por eso, para la segunda advertencia, los rusos le envían a Nikolai, el chófer que hace de matón, o el matón que hace de chófer. 

    Nikolai es un profesional de la tortura, un tipo impertérrito, hierático, de los que habla casi en susurros para helarte la sangre. Viggo Mortensen, el leonés honorario, borda su papel de malote. Pero ni Nikolai es el tipo que dice ser, ni Anna, que ha sido poseída por el espíritu de Juana de Arco, va a dejarse acoquinar por unos tatuados que cada domingo van a Stamford Bridge a animar al Chelsea de Roman Abramovich. Y así, donde menos se esperaba, surge el amor, o al menos su tensión, su posibilidad, y las violencias de David Cronenberg quedan en parte rebajadas, tres partes de sangre y una de agua, y le sale una película por encima de su media, con cosas muy chulas, como siempre, y las incoherencias chapuceras de toda la vida.





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Una historia de violencia

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Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...

    Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales.  Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.

    En las películas, sin embargo, los amantes suelen ser personas poco normales, gente “peliculable”, de biografías excitantes u oscuras, extravagantes o complejísimas. Y por eso, en ese momento terrible de la noche de bodas, uno puede llegar a pensar que quien duerme pecho con espalda es un prófugo de la justicia, un testigo protegido, un agente de la CIA, un extraterrestre con forma humana como aquellos que pululaban por Men in Black... Su nombre verdadero podría no ser el que figura en el carnet de identidad. El carnet de identidad, mismamente, podría estar falsificado... Nuestro amor podría tener, incluso, un pasado de matón en Filadelfía, a sueldo de la mafia local, con varios fiambres en la conciencia y en la no-conciencia. Quién sabe si una vocación de asesino bien disimulada bajo esos aires de honrado ciudadano...



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Único testigo

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A los dieciséis años, cuando los adolescentes ya se vuelven insoportables del todo y se masajean los genitales a escondidas del Triángulo que todo lo ve,  los amish les abren la puerta del redil para que se mezclen libremente con el mundo de los “ingleses” y experimenten las tentaciones de la carne y de la tecnología. Es el período vital llamado “rumspringa”, que no es el delantero centro del Bayern Leverkusen ni el alero triplista del Zalguiris de Kaunas.

Mientras los adolescentes viven su aventura en los territorios del pecado -que es como tomarse unas vacaciones con balconing en los hoteles de Magaluf-, y se toman su tiempo antes de decidir si se bautizarán en la fe de sus mayores,  éstos, en el lado virtuoso de los montes, dan gracias a su dios por la tranquilidad recobrada y vuelven a ordeñar las vacas y a construir los graneros sin la ayuda de los cachivaches modernos enchufados a la red o a las baterías.

    En Único testigo, Rachel es una lozana menonita que después de visitar el jardín de las delicias ha regresado a la fe de su comunidad. De su rumspringa juvenil solo le queda un brillo en los ojos, un donaire en el caminar. Una sonrisa involuntaria que aún tiene algo de lascivia y jugueteo. Rachel, tan guapetona, tan bien construida por la buena alimentación que le proporcionaron sus gentes en la adolescencia, con el grano de primera categoría y la leche de vaca sin adulterar, seguramente fue la reina sexual de muchas fiestas y muchos saraos allá en los lodazales de la lujuria. Pero terminó aburrida, o desencantada, harta de fornicar con tipejos atraídos por su belleza mientras esperaba al chico decente que nunca dio el paso de saludarla.  

    Así que un buen día decidió regresar a la vida tranquila del mundo decimonónico y agropecuario. Y tan feliz que andaba ella con su ora et labora hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada apareció en su vida el mismísimo Han Solo, que pasaba por la Via Láctea para repostar gasolina y víveres en el Halcón Milenario. Nada más verlo aparecer, tan bien hecho, tan seductoramente picaruelo, Rachel siente que las ascuas del deseo reverdecen –o mejor dicho, rerojecen- en sus entrañas guardadas en un frigorífico. Cuando ya estaba a punto de enterrarse en vida, Rachel se siente viva de nuevo. Es una inmensa alegría, pero también una tremanda putada. Único testigo es una película sobre el amor tormentoso e imposible. Lo del crimen y su testigo sólo es un mcguffin estirado. Una película de Hitchcock en toda regla, con rubia incluida.





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Captain Fantastic

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Sacar a los hijos del sistema escolar y educarlos con criterios propios sobre lo que es válido y superfluo, nutritivo y desechable, es un acto de valentía que aquí, en nuestro país, además de no tener encaje legal, tiene muy mala prensa. La mayoría de las veces, cuando leemos estos casos en los periódicos, encontramos a fundamentalistas religiosos que no quieren que sus hijos escuchen las prédicas del laicismo, ni las intoxicaciones del socialismo. Uno, que simpatiza con la idea del homeschooling pero nunca tuvo tiempo ni agallas para lanzarse a semejante aventura, admira el gesto desafiante de estos iluminados, y sus férreas convicciones, pero al mismo tiempo tiembla al pensar qué escucharán esos chavales en los sermones del hogar. Ellos serán el ejército oscuro que mi hijo habrá de combatir en los años venideros, en las barricadas simbólicas, o en las de verdad, vaya usted a saber.


    En otros países, sin embargo, la práctica del homeschooling también es frecuente en las gentes de bien y provecho. Allí hay nostálgicos del librepensamiento que acomodan a sus retoños, arrancan la furgoneta y ponen una distancia de seguridad con el mundo decadente y contaminado que nos toca vivir. Captain Fantastic cuenta las andanzas de una familia numerosa que vive en las Montañas Rocosas, lejos de la civilización, guiados por un padre que es al mismo tiempo instructor de caza, profesor de literatura y wikipedia andante en un mundo que no conoce la conexión a internet. En esa República Independiente de su Casa no se reconoce más autoridad moral que la de Noam Chomsky, del que incluso se celebra el cumpleaños en cuchipanda familiar. Y tal devoción, para este humilde admirador de don Noam, es un acto conmovedor y emocionante. 

    Y así predispuesto, casi con lágrimas en los ojos, soy capaz de ir perdonando uno por uno todos los pecadillos de la película, porque Captain Fantastic es tramposa, esquemática, de trazo grueso y concesiones lacrimales. Pero también atesora momentos de gran verdad: hay conductas ejemplares, discursos certeros, éticas personales que resisten como rocas a los contratiempos.  Hay reflexiones muy valiosas sobre donde termina uno y dónde empieza la sociedad, y viceversa. Captain Fantastic tiene demasiada enjundia para emitir un informe negativo.

Ben: Cuando tengas sexo con una mujer, sé amable y escúchala. Trátala con respeto y dignidad aunque no la ames.
Bo: Ok
Ben: Di siempre la verdad. Toma siempre el camino correcto
Bo: Lo sé.
Ben: Vive cada día como si fuera el último. Absórbelo. Sé atrevido, sé audaz, pero saboréalo. Esto va muy rápido.
Bo: Lo sé.
Ben: Y no te mueras.
Bo: No lo haré.



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