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Vértigo

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El otro día, en la radio, para conmemorar una efeméride cinéfila de don Alfredo, preguntaban a los oyentes por su película preferida de Alfred Hitchcock. Las mujeres, como tenían opiniones diversas, unas decían que tal y otras que cual, en alegre y fructífero disentir. Pero los hombres, como puestos de acuerdo antes de comparecer, como un ejército disciplinado que desfilara coordinado ante el micrófono, respondían invariablemente que Vértigo. El locutor, sorprendido ante la unánime opinión, inquiría a los oyentes por sus razones concretas, pero nadie acertaba a explicarse del todo: "Simplemente me gusta", o "Es enigmática", o "No sabría decirlo". El programa terminó sin respuestas, pero había dejado claro que la película menos hitchcockniana de don Alfredo prevalece sobre todas las demás a este lado masculino del Misisipi.

    Después de tanto crimen, de tanto suspense, de tanta muerte en los talones y tanto pajarraco apostado en las alturas, el legado que don Alfredo dejó a las generaciones futuras es el arquetipo universal del hombre enamorado de una mujer rubia. El personaje de James Stewart, que persigue a su amada por las calles de San Francisco como el propio Hitchcock perseguía a sus actrices con el dolor presentido del rechazo, es el trasunto de todos nosotros, los espectadores que nos ponemos en su piel y entendemos perfectamente su pasmo, su idiotez, su cara de gilipollas en la contemplación arrobada de Kim Novak. Desde que el primer troglodita cayera fulminado ante la visión de una cromañón rubia que recogía agua en la fuente, o despellejaba el conejo recién cazado en el bosque, los hombres de cualquier época y de cualquier cultura hemos sufrido parecidos vértigos de enamoramiento y obsesión. Y mucho más aquí, en las proximidades del Mediterráneo, donde hasta hace poco aparecía una sueca despistada, o una americana aventurera, y se declaraban tres días de fiesta oficial en el pueblo, y tañían las campanas, y reventaban los cohetes en el cielo. 

James Stewart, en Vértigo, sólo es la versión estilizada, anglosajona, de metro noventa y pico y ojos azules, de aquel Alfredo Landa que se llevaba sofocones de deseo en nuestras playas del desarrollismo.


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