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Un asunto real

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En un momento de la película, la reina Carolina de Dinamarca, lectora clandestina de las obras que publican los ilustrados franceses, y que en su país están prohibidas por el clero, le pregunta a su amante y consejero, el doctor Johann Struensee:

            - ¿Cree usted que la Ilustración nos hará libres de la estupidez y del temor de Dios?
            - Seguro que sí. Sí.

            Dos siglos y medio después, como todos sabemos, el doctor Struensee, que era un hombre tan inteligente como cándido, se carcajea de su propio vaticinio allá en el Cielo de los Justos. La estupidez sigue instalada en el cerebro de los nuevos hombres, y de las nuevas mujeres, y no hay educación o cultura que remedie esta tara de la biología, este renglón torcido de los dioses. La superchería ha resistido todas las vacunas lanzadas en su contra. Muta a mayor velocidad que los virus, y adopta nueva formas con el paso de los siglos, y de las revoluciones. Los astrólogos ahora son psicomagos; los curanderos, homeópatas; los adivinos, economistas. Y los curas, curas, porque estos traductores de lo divino aguantan inmutables, con el mismo discurso y hasta la misma fisonomía, vencedores de todas las guerras, de todas las anticruzadas, de todos los cambios de gobierno que juraron desterrarlos. Lo mismo en Dinamarca que en España, los curas se pasan el legado de la Ilustración por el forro, y se limpian el culo con los escritos de Voltaire y Diderot, mientras mojan los churros en el chocolate y se parten de la risa. Nunca han dejado de entrometerse en las conciencias, en las legislaciones, en las educaciones, confundiendo sus opiniones con la Verdad, su visión del mundo con la Ley, miopes y fanáticos, absurdos y peligrosos. Ecrasez l’infame!

Un asunto real quiere terminar con un mensaje luminoso, esperanzador, como si quisieran convencernos de que algo ha cambiado desde la época del Absolutismo. Pero la realidad es terca de narices.



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