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Twin Peaks

🌟🌟

Me empieza a aburrir, y mucho, Twin Peaks. Con el paso de los capítulos uno ha caído en la cuenta de que hay personajes troncales -muy  pocos- que participan decisivamente en el misterio de Laura Palmer, y secundarios prescindibles -muy muchos- que sólo están ahí para hacer de americanos pintorescos, y estirar con sus pamplinas el chicle de los minutos. Al principio timorato, pero ahora ya sin complejos, voy pasando estas tramas sin chicha por el turmix del mando a distancia, acelerándolas sin piedad como persecuciones de policías y ladrones en la Keystone del cine mudo. Y lo hago sin que la historia principal se me despiste, o se me enfangue. Mal síntoma, pues, para una serie tan beatificada, a punto de obtener ya la santidad apostólica. 

Extrañado y avergonzado de mi creciente desilusión, leo en internet que David Lynch iba y venía de la serie sin mucho interés, atrapado en otros proyectos, o aburrido de marear la perdiz del asesino. Leo con sorpresa que en muchos episodios él sólo pasaba por allí, a supervisar por encima los guiones, a estrechar la mano del director de turno para desearle buena suerte. Y se nota. De los sueños acuciantes y los humanos tarados que teñían de oscuridad las primeras entregas, hemos pasado a la ñoñería sentimental del americano medio, y a la sobreactuación risible de unos maleantes de pacotilla. 

David Lynch es un caricaturista onírico de la vida, un tipo al que le salen retratos muy afilados, muy negros, siempre sombríos y perturbadores. Como pinturas negras de Goya, o como ironías crípticas de Buñuel. Pero esto último de Twin Peaks ya es una caricatura de la caricatura, una fotocopia de la fotocopia. Un subproducto televisivo en el que lo mejor llega al final, en los títulos de crédito, con esa sintonía mágica de Badalamenti, con ese retrato de Laura Palmer con el pelo recogido que viene a ser como una Gioconda de nuestros tiempos, de sonrisa más franca, menos enigmática tal vez, pero mucho más guapa. Dónde va usted a parar.





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