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Treme. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

A mí, que soy un español de la meseta, que sólo viajo a la playa cercana para mojarme el culo los veranos, no se me ha perdido nada en Nueva Orleans, que está a un océano de distancia, y a otro océano más ancho de tradición. Sin embargo, como si yo fuera un americano más de la Luisiana, sigo las andanzas de estos personajes de Treme con un interés que sigue muy vivo en la tercera temporada. Yo no toco en una banda de jazz ni soy chef en un restaurante. No regento un garito nocturno ni pesco crustáceos con los vietnamitas. No doy conciertos con el violín ni investigo corruptelas policiales. No diseño trajes para el carnaval ni escribo una ópera-jazz sobre las desgracias que provocó el Katrina. No podría identificarme con la peripecia vital de ninguno de estos personajes, pero asisto al desarrollo de sus vidas -o más bien a la reconstrucción de sus vidas- con la extraña sensación de que son vecinos míos de toda la vida. Me resultan más cercanos que la mayoría de mis familiares o mis vecinos. No sé si es la magia de los guiones, que es capaz de hacer universales unas preocupaciones que en principio eran muy particulares, o si soy yo, que me encuentro más cómodo en las relaciones a larga distancia que toreando las más próximas y calientes. 

    Sea como sea, me encuentro bien entre estas gentes que un buen día me presentó David Simon. Durante el día me interesan sus trabajos y sus cuitas, y por la noche, cuando abarrotan los locales, bailo con ellos al son de la música que es el alma de la ciudad, y el alma de la serie. Conozco mejor el espíritu de Nueva Orleans que el espíritu de esta ciudad norteña que ahora me acoge. Sé más del Mardi Grass que de la Noche Templaria, por poner un ejemplo. Me interesa más el jazz que la música vernácula; más el huracán Katrina que el desbordamiento probable del río Sil. Vivo encerrado entre cuatro paredes y sólo me interesa lo que ponen por la tele. Lo que yo mismo me administro por la tele. Si un día me trasladaran a un pueblo de los Monegros, llevaría exactamente la misma que ahora llevo. Sólo cambiaría el paisaje que me rodea cuando salgo a pasear, y el acento de las gentes que saludo. Vería el mismo fútbol, el mismo billar, las mismas películas. Me acogerían cuatro paredes distintas, pero cuatro paredes al fin y al cabo.





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Treme. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Por la noche, en el sábado atípico  sin partidos de fútbol, veo los dos primeros episodios de la serie Treme. David Simon ha trasladado su máquina de sacar trapos sucios a Nueva Orleans ,devastada por el huracán Katrina. Nos coloca en el epicentro del drama tres meses después de la tragedia, cuando los que se quedaron tratan de rehacer sus negocios, y los que huyeron intentan salvar sus hogares del derrumbe. Si en el Baltimore de The Wire los desheredados usaban la droga para escapar de la realidad, aquí, en el barrio de Treme, los damnificados buscan la música como vía de escape a su frustración. El jazz  como centro de reunión social, como ritmo consustancial de la vida. Como música que a veces exalta el espíritu y a veces lo sume en la melancolía. Las trompetas y los trombones son la banda sonora de Treme, la banda sonora de la ciudad, lo mismo en los clubs que en los pasacalles o en los funerales.

Pero no todo es música en Treme. Otros habitantes de Nueva Orleans se dedican a denunciar el estado de las cosas. Es ahí, en el papel de un entrañable cascarrabias que podría ser el primo de Michael Moore en Luisiana, donde se produce mi feliz reencuentro con John Goodman, uno de esos mal llamados secundarios de lujo que siempre son principalísimos en sus películas, aunque sólo salgan cinco minutos. John Goodman es el inolvidable vendedor de Barton Fink, el  pirado veterano de guerra de El gran Lebowski. Uno de mis tipos preferidos. El actor con cara de noblote del que se sirve David Simon para soltar las verdades del barquero. Ésas que hablan tan mal del gobierno americano, despreocupado de sus ciudadanos más desamparados. De esa basura mugrienta y seguramente comunista...




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The corner

🌟🌟🌟

The corner, la pretérita serie de David Simon, ahonda en aquello que The Wire tenía por menos interesante: el drama humano de los drogadictos. Uno siente pena, lástima, compasión, el abanico entero de sentimientos loables. Pero en The Wire ellos no eran el argumento principal. Ni nosotros, los espectadores, ávidos de corruptelas y cinismos, queríamos que lo fuesen. Nos interesaba mucho más el eterno juego de los policías y ladrones, de los políticos que no quieren o no pueden mover un dedo por sus ciudadanos. Uno ve desfilar en The corner a los yonquis desdentados, y no puede remediar que el bostezo o el desinterés asomen la patita de vez en cuando. Y eso que es -faltaría más, tratándose de David Simon- una serie cojonuda, concienzuda, verosímil, de actores en estado de gracia y líneas de guión de la más alta literatura callejera. Como en The Wire, vamos. Pero aquí ya no hay escuchas, ni griegos, ni politicastros, ni Stringer Bells, ni Marlos, ni McNulties…  Sólo la tragedia humana de quien cae devorado por la adicción. Sólo.

Ocurre además, en The corner, que muchos actores que luego en The Wire hicieron de policías, aquí hacen de yonquis, o de camellos, con el mismo telón de fondo de las esquinas y los barrios degradados. A los pocos meses de haber terminado con The Wire, uno se encuentra a los perseguidores haciendo de perseguidos; a los cacheadores haciendo de cacheados. Y el cerebro humano, que siempre es tan torpe, y tan remiso a los cambios, piensa que a estos tipos finalmente los echaron de la policía, con tanto recorte presupuestario y tanta puñalada trapera, y que ahora vagan por las calles comprando droga con sus pensiones raquíticas. En fin. No quiero pensar qué extrañas relaciones establecerá mi cerebro cuando dentro de unas semanas encare Treme, la que dicen nueva obra maestra de David Simon. 



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