El sexto sentido
El callejón de las almas perdidas
🌟🌟🌟
“El callejón de las almas
perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que
transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero
hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta
que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo
mientras caminamos.
Se me ocurren un par de
directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y
deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale
trastabillada o desenamorada de los locales...
Uno de esos directores, por cierto, también es mexicano, González Iñárritu, que
cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande. Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no
transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra
manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su
sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero
soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro
sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.
Lo que viene a contar “El
callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la
América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio
a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la
hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento
para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine
familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo
machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el
argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El
palito y el caramelo.
Hoy, por ejemplo, ha
regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...
Estoy pensando en dejarlo
🌟🌟
Yo también estoy pensando en dejarlo... A Charlie Kaufman,
precisamente. Al menos, al Charlie Kaufman que dirige películas y no se limita
a escribir guiones para otros. No compensa el tiempo invertido en sus películas
de auteur. No hay quien le siga en sus onirismos, en sus barroquismos,
en sus simbolismos para iniciados en el misterio. El misterio insondable de su mundo interior,
claro. No hay nada más aburrido que escuchar los sueños de alguien, y Kaufman,
salvo en aquella película de Anomalisa, se está convirtiendo en un
turras de mucho cuidado.
Que los sueños propios son un rollo para los demás lo sé por experiencia
propia, porque yo soy mucho de contar mis sueños a mis parejas, cuando las
tengo, llevado por la inquietud que me atormenta al despertar. Pero sé que en
el fondo no les interesa, y que sólo fingen que me escuchan por educación,
porque los sueños son un absurdo muy personal, incomunicable, y sólo tienen relevancia
porque afectan al ánimo de quien los sueña. Y eso mismo ocurre con Charlie
Kaufman y su pesadilla Estoy pensando en dejarlo: que es una
ida de olla, un producto del subconsciente, y yo termino desconectando como
espectador que se pierde y en el fondo no se entera. Sólo entiendo -y firmo
debajo- que el amor verdadero es el Gordo de Lotería, y que la mayor parte de
lo que vivimos como amores son el outlet del mercado. Queda claro en los
primeros minutos de la película, y es lo único hermoso y comprensible en este fregado. Lo demás es infumable, insondable, carne de diván para el
psicoanalista carísimo de Los Ángeles que seguramente atiende al señor Kaufman.
Luego están, por supuesto, los exégetas. Los enterados. Quizá
-y siento, entonces, meterme con ellos- los espectadores inteligentes y
sensibles. Los que han visto la película, vienen a la red y aseguran ofrecerte
una explicación coherente de toda esta cacharrería simbólica. Son los que traducen
las pelusas del ombligo al lenguaje de los humanos. Me río yo, de los
traductores del arameo, o del suajili…
Wanderlust
Joy y Alan ya no follan. O follan con mucha desgana, a toda prisa, en los débitos conyugales. Con los cincuenta años de la biología llamando a la puerta de su casa, el deseo se les ha ido por la chimenea de los largos inviernos. Una cosa normal, pero penosa, de pareja veterana, que ha sustituido la pasión por algo más parecido al cariño y a la conformidad.
Otros buscarían la solución en la lencería fina, en el viaje romántico, en la aplicación cutánea de cremas y sabores. Pero Joy y Alan son personas sofisticadas, con lecturas, intelectuales de la estantería Billy y del suplemento dominical. Así que deciden montarse un “experimento sociológico” para avivar los fuegos extintos: buscar parejas en paralelo, seducirlas hasta el orgasmo extraconyugal, y luego, por la noche, venir al tálamo a compartir la experiencia con pelos y señales, y calentarse ambos hasta el rojo vivo de la morbosidad. Swingers, pero sin intercambio de parejas; infieles, pero sin traición de los afectos; perversos, pero sin la experiencia de la culpa...
Hereditary
Con Hereditary ya es la enésima vez que me traiciono, que me dejo llevar por la presión evangélica que ejercen los apóstoles del terror. Me han engañado tantas veces, estos sumillers de la sangre, estos gourmets de la carnaza, que ya debería tener la voluntad de hierro, y el cerebro de piedra, para que nada de lo que dicen, de lo que exaltan, de lo que predican en los foros, me haga titubear. Pero da igual. En el fondo soy un cinéfilo de voluntad débil, y de memoria olvidadiza.
Un niño grande
Los adultos que han olvidado su niñez suelen tratar a los niños con aires de superioridad. Se creen capacitados para darles lecciones sobre esto y sobre lo otro. Pero su único mérito es haber vivido más tiempo. Nada más. Y eso ni siquiera eso es un mérito: sólo hay que levantarse por las mañanas y dejarse llevar, día tras día, hasta acumular calendarios en el trastero. La mayoría de los adultos, si no tienen hijos, si no tienen empleos relacionados con la niñez, pierden la perspectiva de la infancia, y se tragan por entero la ilusión de ser especímenes superiores y distinguidos.
Todo esto es muy falso, y muy nocivo. Un malentendido cultural. El adulto solo es un niño que ha aprendido a disimular sus tonterías con mayor o menor habilidad. Un chaval con pelos, nada más, al que un mal día se le desbordaron las hormonas, y se le descorchó el cuerpo, y terminado el colegio y los juegos infantiles fue arrojado al mundo de las grandes responsabilidades. El adulto que da el pego de la madurez sólo es un actor consumado. Nada más. De Big -que ya se ha convertido en un clásico de nuestras videotecas- aprendimos que un niño de trece años, transformado en adulto de la noche a la mañana, puede encontrar trabajo y amante en Nueva York sin que nadie se cosque del malentendido.