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War horse

🌟🌟🌟

Las enciclopedias hablan de un cineasta llamado Steven Spielberg que nació él solito en 1946. No quiero gracias al Espíritu Santo, ni por generación espontánea, sino que nació -ay, madre, cómo escribir esto ahora -sin une hermane gemele o mellice. Cuentan que Spielberg era un chaval muy precoz que ya filmaba sus juegos infantiles con una cámara Super 8, como -ay, Jesús- les niñes de aquella película. Pero uno está convencido de que aquel día, en Cincinnati, nacieron dos niños a la vez, y que por alguna razón que algún día desclasificará su gobierno, el hermano gemelo, al que yo llamo Spielberg Steven, permanece protegido en el de anonimato.

No hay otra explicación para entender esta serie binaria de grandes películas y películas decepcionantes. Se ve que cuando Steven Spielberg está en enfermo, o no le apetece dirigir, llaman a su hermano Spielberg Steven para que le sustituya. Le ponen la misma gorra, las mismas gafas, la misma barbita de nerd, y arreando... O quizá suceda al revés, que el talentoso sea el ignoto, y el torpe el conocido. 

Sea como sea, estos dos gemelos son como el yin y el yang, como la cal y la arena. Uno es el artífice de Indiana Jones, el visionario de Minority Report o de Inteligencia Artificial. El genio que nos montó en las barcazas para desembarcar en Salvar al soldado Ryan, o  nos hizo soñar con los extraterrestres en ET o en Encuentros en la tercera fase. El tipo que una vez se pasó al blanco y negro para rodar la película definitiva sobre el Holocausto... El dios de los cinéfilos provincianos que nunca creímos en Dreyer, ni en Godard, ni en Manoel de Oliveira.  El dios de los sindiós.

El otro es el que utiliza los golpes bajos del melodrama. El que cuenta el final de sus películas con dos horas de antelación. El que dice hacer clasicismo cuando se entrega con gusto a la cursilería. El que da la brasa con los hijos de los padres divorciados. El que usurpa el nombre de su hermano para endilgarnos, cada cierto tiempo, una película de impecable factura, de actores cojonudos, de fotografía bellísima, intenciones irreprochables, pero que al final te deja aburrido en el sofá, reprimiendo los bostezos. Confundido una vez más sobre la identidad aleatoria y enigmática de estos dos fulanos.




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Medianoche en Paris

🌟🌟🌟🌟

Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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High-Rise

🌟🌟

Los ricos fetén jamás han convivido con un pobre más allá del tiempo necesario para cruzar un semáforo, o hacer cola donde el DNI. O, en el caso de un político del PP, para pedir el voto con la sonrisa ensayada y luego ir corriendo a lavarse las manos, contaminadas de tanto estrechar. 

    El contacto de esta gente con las clases inferiores es inusual, esporádico, y aunque son situaciones que les causan mucho asco y mucho estrés, pronto regresan al refugio seguro de sus viviendas, o de sus lugares de esparcimiento. Los ricos de antes preferían poner tierra de por miedo refugiándose en urbanizaciones del extrarradio, a ras de tierra, protegidas por muros y setos, seguratas y perros.  Pero ahora, por esas cosas de la moda inmobiliaria, y de los augurios de los arquitectos, que prevén un futuro de rascacielos atravesando las nubes del cielo, las naturales y las contaminantes, los nuevos pijos prefieren huir de los pobres ascendiendo a los cielos para estar más cerca de su dios benefactor y tomar la perspectiva real de las cosas, como halcones oteando a sus ratoncillos.


    En High-Rise -que es una película infumable, incomprensible, tarada y epiléptica- unos burgueses que supongo británicos de los años 70  se van a vivir al High-Rise, que es un rascacielos de última generación construido en medio de la nada, como esos megaedificios que construyen los jeques en sus emiratos. Si no fuera porque de vez en cuando tienen que salir a supervisar sus granjas de obreros, los ricos del High-Rise podrían hacer allí toda su vida, desde comprar en  el economato a darse un chapuzón en la piscina climatizada, pasando por el burdel de bellas señoritas o por la planta habilitada para pistas de pádel, que es un deporte muy de su clase social. Los inquilinos de High-Rise, sin embargo, no están nada contentos con su vivienda, porque los promotores, el día de firmar las escrituras, les aseguraron que los pobres que vivían en los pisos inferiores -un capricho social y ecuménico del dueño y diseñador- no iban a dar mucho la barrila. Pero los pobres huelen, molestan, hacen ruido, invaden los espacios comunes, y al final son ubicuos como las hormigas, o como las cucarachas. 





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