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Animales nocturnos

🌟🌟🌟

Los escritores tienen fama de ser animales nocturnos. Pero en verdad son las musas quienes poseen el mal hábito de la madrugada. Son ellas las que aparecen a horas intempestivas para revolotear sobre las cabezas menos talentosas, y susurrarles al oído la idea que llevaba todo el día escondida como una niña traviesa. 

    Es por eso, porque hay que esperar la visita de las trasnochadoras, que los escritores mediocres, los esforzados, los que lo deben casi todo a la paciencia y casi nada al genio natural, han perdido ya el recto camino del ciclo circadiano. Como le sucede a Edward Sheffield en Animales nocturnos, que es un escritor frustrado que no le gusta ni a su propia mujer. Que ni siquiera es capaz de arrancarle una mentira piadosa cuando ella lee sus esbozos y sus manuscritos. Tan inseguro, y tan decepcionado, que terminará por rendirse, por claudicar ante la tarea, hasta que las musas, esta vez disfrazadas de trompazo de la vida que dejará en él una huella indeleble, le devuelvan las ganas de gritar, y hasta de vengarse un poquitín de quienes antes le menospreciaron.

    Los escritores de raza, en cambio, los que se ponen delante del folio o de la pantalla y trabajan concienzudamente sus ideas prístinas, son animales diurnos que llevan horarios estables y costumbres asentadas. Tipos muy aburridos, muy cuadriculados, de los que malamente se podría sacar una película con algo de carnaza. Los escritores de verdad se acuestan a una hora prudente, roncan el sueño de la satisfacción, y a la mañana siguiente, con la fresca, se levantan dispuestos a trabajar con el cuerpo descansado y el espíritu tonificado. Salen de paseo por el campo -porque muchos viven en el campo gracias a sus éxitos literarios-, hacen ejercicio, respiran el aire puro y regresan a casa con una bolsa de churros o de cruasanes en el zurrón. Se ponen el café, encienden el ordenador, mojan los manjares en el líquido sagrado y a partir de ahí ya todo es productividad y plenitud. Hacen la mañana frente a su escritura y luego, por la tarde, con la satisfacción del deber cumplido, le dedican su tiempo libre a la familia, al cine, a la lectura de otros autores quizá menos afortunados: los animales nocturnos de la frustración, que estos sí que dan para películas inquietantes, tenebrosas, de personajes atormentados que no paran de buscarse, y apenas se encuentran.




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A single man

🌟🌟🌟🌟

No soy homosexual, ni vivo en Los Ángeles, ni soy profesor de literatura. No he perdido recientemente a un ser querido. Me gustan las mujeres, vive en La Pedania, soy maestro de escuela, y el único ser querido que ha perdido en accidente de tráfico es Juan Gómez, Juanito, hace ya veintipico años, en aquel maldito viaje hacia Mérida.
 
    Quiero decir que George, el protagonista de A single man, más allá de las gafas de pasta y de cierta apostura natural (o eso dice mi madre), poco tiene en común con este escribano provincial de las películas. Y sin embargo, desde las primeras escenas, uno se reconoce en su melancolía, en su despertar tortuoso de cada mañana. Me reconozco en su cara de panoli legañoso, en la mueca torcida del primer cara a cara con el espejo.  George entra en la ducha, prepara el desayuno, se come las tostadas, planifica la jornada que habrá de mantenerlo ocupado, pero todo lo hace con el hastío de quien se enfrenta a varias horas interminables, deberes y gente, tiempo robado y estupidez incurable. Horas infinitas hasta que llegue la felicidad del ocaso, y las ovejas vuelvan a sus rediles, y los mochuelos a su olivos, y uno, por fin, ya recogido en su batcueva, vuelva a respirar el aire renovado que dejaron las ventanas abiertas, ya solo consigo mismo, y con las películas, y con los libros, con los tormentos  que uno ha elegido libremente para flagelarse.


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