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La costila de Adán

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Adam es un fiscal del distrito casado con una de sus costillas. Ella -que se llama Amanda y no Eva- es una mujer que ejerce de abogada en su mismo distrito de Nueva York, sin que ningún espectador europeo sepa muy bien qué es esto del distrito americano.

Como hasta ahora nunca se habían tenido que enfrentar en los tribunales, Adam y Amanda se llevan de puta madre, tanto como Spencer Tracy y Katherine Hepburn se llevaban en la vida real. De hecho es que ni actúan, los muy tunantes, y sólo se dejan llevar. Cuando toca arrumaco, te los crees a pies juntillas, y cuando toca discusión, solo tienen que tirar de recuerdos domésticos, quién sabe si del mismo día del rodaje. La naturalidad de Hepburn y Tracy es tan pasmosa que arranca una sonrisa en el espectador, y eso contribuye a que la película no derrape en demasía, tan tontorrona y pasada de rosca como se quedó.

Adam es un hombre de su época (bueno, y de ésta misma, porque el feminismo moderno solo es un barniz sobre el comportamiento de los hombres): Adam es dominante, de derechas, muy macho y dictatorial, y no le gusta que su mujer, tan inteligente como él, le iguale en la certeza de los razonamientos. Su costilla le ha salido ágil, muy guapa y respondona. La pesadilla de un fiscal del dichoso distrito que aspira a medrar dentro del Partido Republicano... 

En el fondo sabemos que él valora tener una mujer así, tan distinta a las demás, pero tiene que mostrar que le jode tanta igualdad para dar una imagen ante sus amigotes en el bar, y ante sus compañeros en la oficina. Pero cuando llega la hora del anochecer todo se perdona y todo se resuelve en el matrimonio de los Bonner: ella se olvida de su machismo y él de su marimandonez, y el sexo redentor desciende sobre ellos para sanar las heridas abiertas. 

Pero ay, cuando Adam y Amanda se vean abocados a enfrentarse en un tribunal... La guerra de los sexos que enfrenta al demandante y a la demandada se extenderá como un incendio hasta llegar a sus mismos pies. Ellos, que se sientan en escritorios contiguos y rivales, tendrán que tirar lápices al suelo como hacíamos en la escuela para escrutarse las intenciones. 





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La tentación vive arriba

🌟🌟🌟🌟

El código Hays dictaba en 1955 lo que se podía ver o no en una pantalla de cine. Uno de sus mandamientos prohibía que el adulterio se mostrara como un acontecimiento erótico-festivo. Nada de adultos que juegan a los médicos alegremente. La cana al aire solo podía adivinarse, inferirse de ciertas miradas y dobles sentidos. Los amantes -esos pecadores de la pradera- tenían que aparecer en pantalla no demasiado felices, no radiantes como bobos o como bonobos. O, en caso de tal, después de la aventura, terminar comprendiendo que el matrimonio que conculcaban era el paraíso perdido al que debían regresar.

 “La tentación vive arriba” cuenta la juguetona historia del tipo que se queda de rodríguez en Nueva York y de la chica sin nombre que alquila el apartamento de sus vecinos. Los responsables de aplicar el código Hays reaccionaron con prontitud, y ahora, en los extras del DVD, pueden verse varias escenas originales que no entraron en el montaje final. Insinuaciones muy pícaras que escandalizaban a las viejas y sonrojaban a los guardianes de la moral. Wilder y Axelrod se dejaron las meninges en el empeño de salvar la esencia de su comedia: negociaron, idearon, dieron mil y una vueltas a los chistes, pero al final, para su desconsuelo, tuvieron que firmar un guion que se quedó muy lejos de sus pretensiones. 

Sin embargo, vista hoy en día, su película es inequívocamente provocativa. Escandalosa, diría yo. "La tentación vive arriba" se ha vuelto moderna de puro vieja. Al final no hacía falta enredar tanto con el guion: la mera presencia de Marilyn Monroe enciende la pantalla, y aunque el adulterio con su vecino finalmente no tenga lugar, el apartamento de Tom Ewell huele todo él a sexo y a deseo. Marilyn habla, sonríe, se contonea; se tropieza con muebles, tira macetas, derrama líquidos; se levanta la blusa para disfrutar un soplo de aire fresco. Sale a la calle y se deja levantar las faldas por el aire que llega del suburbano. En cada cosa que ella hace o que dice, el espectador del siglo XXI se queda igualmente alelado, como sus antepasados de hace más de sesenta años, que se rascaban la comezón de su séptimo aniversario en cines atestados de gente.



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