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La vida en tiempos de guerra

🌟🌟

Alguien dijo una vez que Bernardo Bertolucci sólo rodaba películas para exhibir pollas sin pudor, de un modo artístico y honorable. La malicia es, por supuesto, exagerada e injusta, porque Bertolucci es mucho más que un pornógrafo enmascarado, y sus pollas, que han sido realmente muchas y variadas, a veces quedaban bien encajadas en las exigencias del guion. A veces, sin embargo, en sus películas más crípticas y truñescas, uno, en el fastidio absoluto, en el bostezo total, se preguntaba si aquel hater de don Bernardo no tendría parte de razón, porque cuando el sentido común brillaba por su ausencia, la polla de turno seguía allí, casi siempre flácida y post-coital, tal vez un simbolismo de la decadencia de Occidente, o de la inoperancia del homínido macho, o vaya usted a saber.



          Me temo que con Todd Solondz está ocurriendo una cosa parecida. En este mismo diario se han escrito loas y alabanzas a su cinismo afilado, a su misantropía poco disimulada, pero de un tiempo a esta parte sus películas, como esta cosa insufrible de La vida en tiempos de guerra, sólo parecen una excusa para hablar de pedófilos y niños traumatizados. Hay más personajes, claro, mujeres de mediana edad que buscan el amor sin comprender que los hombres, en su mayoría, sólo quieren follar y poquito más. Mujeres ridículas que parecen recién salidas del parvulario de la vida, y que sin embargo hablan con un estilo literario que suena a tesis doctoral o a teatro de altos vuelos. Un sinsentido. Y el pederasta, claro, que mariposea por la función como un ángel oscuro que anunciase plagas de Egipto. O no, no sé, quizá divago, porque a los cuarenta y cinco minutos desistí de todo empeño, harto ya de la truculencia impostada y del pesimismo sin ironía. Hay mucho más cinismo en cualquier episodio de Larry David, y además, ahí, te ríes un buen rato. 


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Bienvenidos a la casa de muñecas

🌟🌟🌟

No sé si fue un filósofo del bachillerato o un cómico del stand-up comedy el que dijo que la gran tragedia del mundo es que los feos también quieren follar. Queremos follar... Porque la libido, atrapada bajo muchas capas de tejido cerebral, es un resorte que no sabe nada del cuerpo que lo alberga, y es un impulso autónomo, preprogramado, que se despierta con las hormonas y anhela y desea los otros cuerpos con la misma intensidad que la top-model o que el macho alfa.


             Para que ambas subespecies se mezclen lo menos posible, la naturaleza ha creado esa etapa de ensayo y error que es la adolescencia. La muchachada, alegre, inexperta, engañada por la publicidad, prueba suerte con sus objetos de deseo, y coleccionando síes y noes va ubicándose en el escalafón de la belleza. Los elegidos aprenden pronto que han nacido para triunfar; los relegados, en cambio, necesitarán varias hostias para asumir que  habrán de renunciar a sus sueños sexuales y conformarse. Sólo los chicos muy listos y las chicas muy inteligentes aprenden su papel en el mercado con rapidez, y ya no pierden el tiempo en sueños inútiles ni en flirteos con lo imposible. Siempre queda, en cualquier caso, un dolor sordo y triste. La adolescencia, para los menos afortunados, es un trance doloroso y poco fructífero, que a veces deja heridas tan profundas que nunca se curan. Heridas que vuelven a escocer cuando en las películas salen personajes que se parecían mucho a nosotros, tontorrones, incautos, desubicados en las tablas de los percentiles. Las desgracias afectivas de Dawn Wiener en Bienvenidos a la casa de muñecas nos devuelven a hojas ya descompuestas del calendario, y por culpa de este hijo puta llamado Todd Solondz, que es un cineasta de intenciones ladinas y diagnósticos certeros, volvemos a sentir esa olvidada opresión del corazón, esa melancolía del sueño cercenado. 

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Palíndromos

🌟🌟🌟

Todd Solondz es un cineasta retorcido y deprimente al que a uno le gustaría conocer personalmente, en la compañía cercana de un café -si él supiera castellano, o yo me defendiera con el inglés-,  pues presumo que su filosofía vital y la mía van cogidas de la mano, y encontrarían muchos puntos en común para echarse unas risas, y darse la razón como tontas complacidas.




Los personajes de Todd Solondz son la antítesis humana de los buenazos –y  las buenorras- que me hacen sonreír en Modern family. De su imaginación sólo brotan seres humanos taciturnos, melancólicos, oscuros, frecuentemente trastornados. Mientras que Modern family explora la ciencia-ficción de un ideal humano siempre benefactor, mi amigo Todd, en películas como Palíndromos, retrata a personas muy taradas, muy verosímiles, que aunque padezcan neurosis muy poco frecuentes, sólo están un paso más allá de los avatares cotidianos. Sólo un traspié, o una desgracia, o una mala compañía, nos separa de vivir en esos universos depresivos y desesperados. Los habitantes de Modern family, en cambio, viven en un planeta feliz, virtual y muy lejano, inalcanzable para la colonización humana antes del siglo mil. Como poco.

Diálogo extraído de Palíndromos al que no le quito ni le pongo una coma:

Mark: Las personas acaban como empiezan. Nadie cambia nunca. Creen que cambian pero no. Si ya eres depresiva siempre serás depresiva; si ahora eres una tonta feliz, así es como serás de mayor. Podrás adelgazar, o no tendrás espinillas; podrás broncearte, aumentarte el pecho, cambiar de sexo. Da igual. En esencia, desde delante hasta atrás, tengas trece o cincuenta años, siempre serás la misma.
Aviva: ¿Y tú eres el mismo?
Mark: Sí
Aviva: ¿Te alegras de ser el mismo?
Mark: No importa si me alegro. No tengo elección. No tengo más remedio que elegir lo que elijo, hacer lo que hago, vivir como vivo. Todos somos robots, preprogramados por el código genético de la naturaleza.
 Aviva: ¿Y no hay ninguna esperanza?
Mark: ¿Para qué? Esperamos o nos desesperamos tal como hemos sido programados. Genes y aleatoriedad: es todo lo que hay, y nada importa.


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