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Tal como éramos

🌟🌟

No estoy muy seguro de suscribir la moraleja final de la película: que el amor verdadero dura toda la vida a pesar del fracaso o la distancia. A pesar de los pesares... Yo en esto soy más politeísta que monoteísta. No creo que haya un solo amor puro que recorra nuestras biografías. Y que el resto, cuando van llegando, solo sean esfuerzos por recuperarlo. Cada edad tiene su amor; cada viaje, su puerto de mar. El amor, cuando es de verdad, nace con vocación de ser eterno. En eso estamos de acuerdo todas las religiones. Pero la eternidad, muchas veces, también viene con fecha de caducidad.

Los monoteístas, sin embargo, que son unos románticos de tomo y lomo, y que salen llorando a moco tendido de ver esta película, creen firmemente en la existencia de un solo amor en las alturas. Creen que solo hay un documento original y que el resto son fotocopias cada vez más borrosas e ilegibles. A veces, para su bien, la copia se parece mucho al original y todo funciona como en un encantamiento. No es el Gran Amor, pero les ayuda a continuar. Tampoco es cuestión de meterse en un convento y renunciar a la ilusión. Sin embargo, lo más normal es que la copia palidezca, se muestre incapaz de competir, y sea arrojada a la papelera en una sucesión de llantos inconsolables.

“Tal como éramos” es un pastelón. De hecho, creo que inventaron la palabra el día de su estreno. Su envoltorio se ha vuelto muy cursi y excesivo. Salvo su  canción, claro, que es eterna y estremece... No creo en sus postulados, ya digo, pero me gustaría creer. Es como cuando envidias a los católicos enfrentados a la muerte.  Es bonito pensar que hay amantes condenados al amor a pesar de que no se soporten, o de que hayan probado sin éxito mil maneras de continuar. Aunque se odien y pasen décadas sin encontrarse. En el monoteísmo, el amor verdadero no termina en la separación definitiva. Continua en corrientes subterráneas, y aflora de vez en cuando para formar charcos en los que poner los pies y contemplar nuestro reflejo. Tal como éramos.




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Eyes Wide Shut

🌟🌟🌟🌟🌟

El protagonista de Ampliación del campo de batalla -la novela de Michel Houellebecq- sostenía que el matrimonio se instituyó para que las personas insustanciales, sin atractivos que atraigan las miradas ni estremezcan los deseos, se ahorren la humillación de buscar una pareja sexual cada vez que aprieta el deseo. El matrimonio sería la institución benéfica que recoge todos estos corazones rotos y los aloja en habitaciones compartidas. El seguro de hogar de una cama caliente. La rendición de quien ya perdió para siempre las ganas de probar suerte. La paz del espíritu que se conforma con su destino y se aviene con lo que hay.

    Así decía, más o menos, el personaje torturado de Michel Houellebecq, que dejaba en el aire una pregunta sin responder: ¿por qué se casan, entonces, los hombres apuestos y las mujeres hermosas? A ellos no les cuesta nada satisfacer sus anhelos de compañía. Sólo tienen que acicalarse, salir a la calle, dejarse caer por los lugares frecuentados y fijar la mirada en un objeto de deseo. Acercarse, charlar, insinuarse. Probar suerte -como mucho- dos o tres veces antes de que una pieza disponible caiga abatida. No necesitan contratar un seguro sexual que les cobije en el fracaso. Porque ellos nunca fracasan. 

    ¿Por qué, entonces, terminan casándose? Eso es lo que también se pregunta el madurito que baila con Nicole Kidman al principio de Eyes Wide Shut. ¿Por qué querría estar casada una mujer tan bella como usted, que puede conseguir a cualquier hombre en esta fiesta o en cualquier otra? Y Nicole, que se presta y no se presta al juego de la seducción, sonríe con malignidad de gata instruida. La pregunta del galán ha calado en su conciencia. Vuelve a recordar que es una mujer con anillo en el dedo, sí, pero sumamente deseable para el resto de los hombres. 

    Mientras tanto, al otro lado del inmenso hall, su marido, que también es un hombre guapo que concita miradas de deseo, tontea con dos jovencitas que se lo quieren llevar al huerto del fornicio. Al final del arco iris, dicen ellas, tan resaladas... Su esposa le ha descubierto, y al llegar a casa, aunque ambos sólo han pecado de pensamiento y no de obra, se desata la guerra de celos. Su matrimonio se tambalea. Son demasiado guapos, demasiado interesantes para no soñar con otras oportunidades. Con nuevas parejas sexuales que aviven las llamas apagadas. Ellos se quieren y se desean. Se respetan, y se siguen guardando fidelidad. Pero sólo tienen que chascar los dedos...



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Los tres días del Cóndor

🌟🌟🌟🌟

Y aquí seguimos, igualitos, cuarenta años después de que el agente Cóndor descubriera el tomate. A vueltas con el petróleo y con Venezuela, y con el Golfo Pérsico, que son los temas sempiternos mientras tengamos coches de combustión y calefacciones de gasóleo. En España nos darán la matraca con Venezuela hasta que los rojos vuelvan a quedar cautivos y desarmados, pero de los demás países petrolíferos seguiremos hablando, me temo, durante décadas. 

En los años 70 los hombres soñaban con un siglo XXI de coches eléctricos recorriendo las carreteras y tal vez surcando los aires, igual que los androides de Philip K. Dick soñaban con un futuro ganadero de ovejas eléctricas. Los coches están aquí, en efecto, pero los mandamases todavía los tienen sujetos por la correa, y encerrados en la caseta, hasta que las prospecciones se vengan de vacío y los negocios busquen otros nidos donde asentarse y procrear.

    Ay, del agente Cóndor, si en vez de sacar a la luz una difusa red de intereses hubiera dado con los planos del coche eléctrico allá por 1975. Nos habríamos quedado sin película, sin huida, sin el polvo gratuito con Faye Dunaway, que está metido con calzador por aquello del romántico recreo, y de la política taquillera. A Cóndor no le hubieran perseguido estos cuatro chapuceros de la T.I.A. comandados por Max von Sydow, sino la CIA verdadera, que no suele dejar cabos sueltos, ni supervivientes que se escabullan. Los tres días del Cóndor se hubieran convertido en diez minutos escasos, y a Robert Redford no le habría dado tiempo a enamorar a las damiselas, ni a nosotros a conocer las Torres Gemelas por dentro, que es uno de los alicientes inesperados de la película. En otras películas borran digitalmente las Torres cuando aparecen en los paisajes urbanos de Nueva York. Pero aquí, en Los tres días del Cóndor, no se han atrevido a cercenar el infausto recuerdo, porque la película quedaría coja y absurda, y han decidido que es mejor resignarse a los viejos tiempos. Quién iba a sospechar que esas torres majestuosas donde la fingida CIA tiene su tapadera, y ordena la muerte de los sabelotodos como Cóndor, iban a ser derrumbadas por los hijos airados de las Guerras Petrolíferas, esas mismas que Sydney Pollack y sus guionistas denuncian y lamentan.



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Yakuza

🌟🌟🌟🌟

La amistad es un sentimiento más noble que el amor. Más elevado y más duradero. Y sin embargo, en la literatura universal, y en la cinematografía mundial, por cada película dedicada a la amistad hay otras cien que versan sobre el amor y sus mandangas. El amor, despojado de baladas y de trucos comerciales, sólo es el runrún de los genes, el chirrido de su engranaje. Un impulso polinizador que se agota a los pocos meses, o a los pocos años. O a veces ni eso. El amor es el engañabobos de la naturaleza.

    Alguno dirá: la amistad también es un valor ficticio; un impulso cooperativo que viene dictado por el interés calculado de nuestros genes. Y puede que tengan razón, nuestros inteligentes antropólogos... Pero la amistad, estarán conmigo, resiste mejor los análisis y los embates del tiempo. Comparada con el amor, que se fragmenta al menor golpe, que se enturbia con la menor agitación, la amistad, la verdadera amistad, es una roca que sólo la traición o la muerte pueden disgregar.


    En Yakuza, la película de Sidney Pollack, los mafiosos con katana sólo son el marco violento que envuelve una gran historia de amistad. La que mantienen Robert Mitchum -que ha llegado a Japón para negociar un rescate y repartir unas cuantas hostias de paso- y Tanaka Ken, el ninja del gesto hierático al que Mitchum conoció en los tiempos de la ocupación, cuando los americanos se paseaban por las calles de Tokio imponiendo la ley y el orden. Casi tres décadas después, el sentido del honor vuelve a unirles en su lucha contra Tono, jefe del clan yakuza que no se parece ni en las pestañas a Tony Soprano.

   En Yakuza también hay una historia de amor, claro está, porque si no no sería una película de Sideny Pollack. En su regreso a Japón, Mitchum volverá a encontrarse con Eiko, la bella flor de la primavera con la que retozó siendo jovenzuelo, él vestido de militar uniformado y ella de geisha complaciente. Pero esta historia, que al principio parece el motor de la película, rápidamente palidece y se apaga, y el personaje de Eiko pasa a ser un elemento marginal cuando empiezan los katanazos de verdad, y Mitchum agarra la escopeta y el revólver, y Tanaka Ken se despoja de las vestiduras para mostrar sus tatuajes de samurái. Es entonces cuando Yakuza se transforma en un viejo y machirúlico western en el que las mujeres sólo estaban ahí por exigencias del guión, para entretener la espera de los verdaderos asuntos, que son el honor, el deber, la gratitud debida al amigo del alma. 



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Las aventuras de Jeremiah Johnson

🌟🌟🌟🌟🌟

Mientras veíamos El renacido y nos dejábamos seducir por la belleza de los paisajes, y por la épica de las venganzas, los cinéfilos teníamos la molesta sensación de estar viviendo quizá un déjà vu. La película de Iñárritu es notable, y muy digna, asombrosa en un sentido fotográfico. Pero ha nacido con el pecado original de las películas que ya estaban hechas, y muy bien hechas además. 

El mismo año en que nací, hace ya la friolera de cuarenta y cuatro años, Sidney Pollack estrenaba por el mundo alante Las aventuras de Jeremiah Johnson, que es la historia de otro hombre rubio -en este caso Robert Redford- que abandona los pesares de la civilización para adentrarse en las Montañas Rocosas y encontrarse a sí mismo lejos del mundanal ruido. Si en El renacido todo es épico, intenso, trascendental hasta el desgarro, en Las aventuras de Jeremiah Johnson se respira la poesía, el cinismo, el sentido del humor incluso, aunque su guión cuente desgracias parecidas y sus protagonistas se lleven hostiazos similares. Iñárritu quiso hacer una película tan real y tan cruda que la volvió inverosímil, y algo antipática en el recuerdo, mientras que Sidney Pollack, más ligero y menos intenso, consiguió una obra maestra que resiste el paso del tiempo como una roca de las Rocosas.


    Tendrán que pasar otros cuarenta y cuatro años para saber qué poso nos dejará El renacido. Pero creo que entonces, cuando yo ya viva rodeado de jovencitas exuberantes que perdonarán mi rijosidad a cambio de mi riqueza, seguiremos echando la lágrima y la simpatía, por el personaje de Jeremiah Johnson, y no por los desgarros interiores y exteriores del explorador Hugh. Hugh es un tipo colérico, obsesivo: un fulano que domina las artes del sobrevivir con una suficiencia que nos acompleja a los urbanitas. Jeremiah Johnson, en cambio, es un tipo más cercano: un autodidacta de la subsistencia, un morituri en potencia que va aprendiendo los oficios gracias a las enseñanzas de otros tramperos. Un hombre como nosotros, en caso de tal, de convertirnos alguna vez en pastores de los montes o en hippies de los pueblos recolonizados, que es lo más parecido a Jeremiah Johnson que nos queda en los montes de Invernalia. Los hasta-el-culo-de-la-civilización siempre tendríamos al buen Jeremiah en nuestras oraciones, y un póster de su película, decorando la cabaña. 


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Tootsie

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que los días son tan cortos, uno sale a caminar por las veredas y la oscuridad se echa encima sin dar tiempo a quemar la lorza, que sonríe satisfecha, la muy hija de puta. Cae la neblina en los caminos de La Pedanía, y uno, casi sin darse cuenta, se aventura por los rincones más sentimentales del ipod, donde se canta al desamor o a la imposibilidad del romance. De pronto, al inicio de una lista de reproducción,  me descubro tarareando It might be you, la canción de Stephen Bishop que sonaba en los títulos finales de Tootsie.

Something's telling me it might be you.
It's telling me it might be you...

      "Algo me dice que podrías ser tú...", sonaba en la cabeza de Dustin Hoffman cuando miraba a Jessica Lange y no podía creerse tanta hermosura. Una belleza anglosajónica que yo tampoco podía creerme allá en el cine de León, con once añitos boquiabiertos y confundidos. Jessica Lange -o más bien la enfermera Julie- fue mi primer gran amor. En una sala de cine, y también en la vida misma. Las películas siempre han ido por delante, en esto como en todo. La vida, mi vida, sólo ha sido la impaciente espera entre una ficción y otra.

         Lo que yo sentí aquella noche por Jessica Lange -un revoltijo desconocido en los intestinos, una fijación obsesiva de la mirada, una extraña electricidad en los genitales- nunca lo había sentido por una vecina del barrio (todas tan mayores), ni por una profesora del cole (todas tan feas, ) ni por una compañera de clase, que no existían en el apartheid masculino de los curas. Igual que tengo a Natalie Portman en el retablo de mis oraciones, podría tener una foto de Jessica Lange con su cofia de enfermera, pues ella fue el origen lejano de este blog, donde cuento al detalle mis sueños con las actrices hermosas, y dejo entrevelados, por si acaso, mis desamores con las mujeres reales, que son desengaños de vodevil a medio camino de la tristeza y el esperpento. Tootsie, para míno es sólo una comedia clásica por la que no pasa el tiempo: es, sobre todo, un homenaje que ya le debía a Jessica Lange, la amada fundadora.



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