El puente de los espías
Los Fabelman
🌟🌟🌟
Yo también viví una tarde
mágica como esta que cuenta Steven Spielberg en la pelicula. La viví a este lado del océano, en
el cine Pasaje de León, boquiabierto como un niño tonto ante la pantalla. La
viví con la misma emoción que muestra su alter ego en “Los Fabelman”. La única
diferencia es que Sammy Spielberg -o Steven Fabelman- es un niño americano, y más guapo, con ojos azules y cara de bueno, mientras que yo era un niño
español, más bien taciturno, con alelos muy morenos que pintaban mi fenotipo.
Esa tarde de 1977 en la
que vi “La guerra de las galaxias” -los pies colgando en la butaca, las luces de
pronto apagadas, el murmullo de la gente, la oscuridad del espacio rasgada por
las letras y por la fanfarria, y luego la nave consular de la princesa, y el
destructor imperial, y Darth Vader paseando por allí como Pedro por su casa-fue,
realmente, la tarde de mi bautismo. El único que ha dejado impronta y ha
salvado mi alma. Del otro bautismo, del católico, ya no queda ninguna huella.
Solo una foto en el álbum de recuerdos de mi madre. Y quizá, quizá, un poso de culpa
judeocristiana, de tanta matraca como me dieron los curas en el colegio. Pero
nada más. No queda nada religioso en mi interior: ninguna inquietud espiritual;
ni una sola creencia en el más allá de las nubes. Solo creo en la carne, y en el
césped, y en la comida, y en el antiguo celuloide que luego se transustanció en
el milagro digital. La materia y el
presente.
El niño Spielberg, además
de ser más guapo, era más inteligente que el niño Álvaro. Nos ha jodido: él tuvo
como padre a un genio de la pre-informática, y como madre a una concertista de
piano, y eso, quieras o no, pesa mucho en los genes. Mis padres, vamos a
llamarles “Los Rodríguez”, eran de estudios primarios, aunque unos voluntariosos de
la cultura. Nada que reprochar. Si Sammy Fabelman, en aquella tarde de su deslumbramiento,
decidió que él quería hacer películas como ésa, yo, en mi tarde bautismal, más pasivo y apocado, decidí que el
cine iba a ser mi droga y mi pasatiempo, mi refugio y mi consuelo. Mi ventana al mundo.
Mi religión. Mi hostia indispensable. Mi fiesta de guardar, que es todos los
días de la semana. O casi.
West Side Story
🌟🌟🌟
A los treinta minutos nadie
se atrevía a decirlo, pero nos estábamos aburriendo como ostras. Cuando la película
nos mola hay comentarios, suspiros, movimientos continuos de piernas. Un baile
estático en el sofá. La mente se concentra, pero el cuerpo queda vivo,
absorbiendo las emociones para convertirlas en energía cinética. Pero cuando la
función no es de nuestro agrado cae un silencio tenso, de cuerpos reposados o
paralizados, en el que nadie se atreve a decir nada por no meter la pata. ¿Y si
al otro le está gustando y le rebajamos el entusiasmo con un comentario negativo?
Pero eso era al principio,
cuando apenas nos conocíamos. Ahora ya sabemos, ya intuimos, aunque siempre sea
T. la primera en romper el silencio. Ella es más espontánea, más atrevida,
mientras que yo, meseteño del gesto estoico, sufro las hemorroides en silencio,
por aquello de la cinefilia gafapasta, y del compromiso con el arte, y todas
esas zarandajas que me roban tiempo de vida.
Esta vez, sin embargo,
los dos protestamos al mismo tiempo: yo la miré, ella me miró, y en los ojos nos
leímos el mismo mensaje: “Pues será todo lo West Side Story que sea, pero
jolín, me estoy durmiendo...”. Un muermo, la verdad. Nos rehicimos un poco cuando
Tony canta a la belleza de María en el callejón, “I've just met a girl named
Maria”, que es una canción preciosa que nunca pasará de moda. T., además, se
llama María, y también tiene el pelo negro, y largo, y una voz prodigiosa de
americana nativa, mientras que yo, falseando un poco la arquitectura, podría
pasar por un yanqui bien estirado y alimentado. Quiero decir, que la canción
parecía escrita un poco para nosotros, y eso nos emocionaba.
Pero después volvía el
conflicto callejero, la cruz de navajas, y justo antes del baile más famoso decidimos
aparcar la película para otro día. El aplazamiento de T. se hizo, con los días,
definitivo; pero yo, ayer, con su permiso, me asomé a hurtadillas para ver al
menos el número de “América”. Y tengo que decir que vale por la película
completa. Una pura gozada. Un prodigio. Desde ahí, hasta el final, aun queda
otra hora larga de ejercicio tan virtuoso como plomizo.
A. I. Inteligencia Artificial
🌟🌟🌟🌟🌟
No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha
jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar
llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara
el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una
pelota.
He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial”
porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger
Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los
exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose
-son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se
podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados
indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces
covalentes?
De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo
y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en
la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que
había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá
de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy
concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a
niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.
Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado.
No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que
caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla
de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas.
“Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la
disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no
correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños;
del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...
Indiana Jones y los extras de la edición en Blu-ray
🌟🌟🌟🌟
Con los años me estoy dando cuenta de lo importantes que eran
las voces. Y la música. Como soy medio sordo de un oído, y medio tonto del otro,
me he pasado años vagando en las tinieblas de lo acústico, fiándome sólo de la
vista -que además es miope- y del olfato -que trabaja con el tabique desviado.
Un puto desastre de los sentidos. El gusto, según un amigo, también lo tengo perdido,
porque me gustan mujeres que él rechazaría con absoluta indiferencia, y el
tacto, que es el único sentido que me funciona, sólo me sirve para regular la
temperatura de la ducha, y distinguir los mandos a distancia en la penumbra del
sofá.
Antes de esta revelación auditiva -que me ha sido otorgada
por los dioses al llegar casi a la cincuentena- había gente que me caía mal y
yo no sabía por qué. Y resulta que era su voz, que me disgustaba, o que me traía
recuerdos de alguna gentuza, de alguna payasa, de algún criminal... Y viceversa:
había gente que me caía muy bien y yo no sabía la razón, quizá una cosa
instintiva e inexplicable, hasta que he comprendido que eran ellos y ellas, que
hablaban, y yo, que quedaba seducido por sus voces, atontado, o transportado
en una alfombra mágica camino de Bagdad.
Sí, amigos, y amigas: eran las voces, con su timbre, y su
cadencia, y su asociación secreta con las voces del pasado. Y también era la
música, en las películas, la que hacía que una escena se te quedara grabada para
siempre, cuando tú pensabas que era el guion, o el momento, o el talento de los actores, que también. Como hace John Williams en las películas de Indiana Jones, que a lo mejor
sin su música ya no serían igual, pero que con la fanfarria o con el
tema de amor se te quedan ahí, en la meninge, reverberando para siempre, para
que las aventuras de Indy nunca conozcan la erosión ni la tela de las arañas.
Cuento todo esto porque he visto los extras que acompañan la
edición en Blu-ray de los Cuatro Evangelios de Indiana Jones, y he descubierto
que no me interesaban los gadgets, ni los muñecos, ni las tonterías del
vestuario... Sólo John Williams, explicándose al piano.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal
🌟🌟🌟🌟
La acción de Indiana Jones y el reino de la calavera de
cristal transcurre en 1957. Mientras Indiana y su hijo dan botes por el Perú
de los incas, a este lado del charco, con otra fanfarria distinta a la de John
Williams (la espera inolvidable de la conexión a Eurovisión), el Real Madrid gana
su segunda Copa de Europa. La segunda consecutiva. Luego vendría otras tres,
también consecutivas, para conformar cinco años de reinado en Europa que ya son
mito y recurso de tertulia. Pero que dan mucho que pensar.
La leyenda blanca habla de un lustro tiránico, napoleónico,
donde nunca se ponía el sol en nuestros dominios. Vendavales blancos, como de
nieve, o de ángeles, donde el Madrid marcaba goles por designio divino, porque
así venía escrito en las profecías y así se había de cumplir en el evangelio. El
Santiago Bernabéu era un trozo del Paraíso Terrenal que alguien -quizá el mismísimo
Indiana Jones- había traído de Mesopotamia para que allí creciera nuestra
leyenda.
Pero luego vas a la crónica detallada, al libro de memorias,
y resulta que algunas eliminatorias se ganaron de chichinabo: porque de pronto
nevó, o se conjuraron los postes, o el rival sufrió una desgracia inverosímil...
No los árbitros, por supuesto, porque Franco en Zúrich pintaba lo mismo que yo,
no sé, en la Moncloa, pero sí una especie de conjura histórica, inexorable. Miles
de flores minúsculas que quizá crecían en el culo de los entrenadores.
El Madrid era la hostia, por supuesto, y yo soy el primero
que reivindica su gloria y su legado. Pero no dejo de pensar que allí había una
fuerza sobrenatural que luego nos abandonó. No el Arca de la Alianza, que yacía
en un hangar, ni las piedras de Sankara, que a saber dónde están, ni el cáliz
de la Última Cena, que aquella buenorra no pudo rescatar... En esta última
película, cuando Indy y su troupe llegan a la cámara de los extraterrestres, me
pongo a contar las calaveras y sólo falta una, la que ellos mismos acarrean.
Así que el misterio de aquellos cinco años inexplicados y sobrenaturales quizá
requiera de una quinta entrega. Indiana Jones y el brazo incorrupto de Santa
Teresa, a lo mejor.
Indiana Jones y la última cruzada
🌟🌟🌟🌟🌟
Escribo estos recuerdos en el año del Señor de 2021, tiempos
oscuros en los que el Real Madrid, otrora espejo de virtudes, se arrastra por
los campos del reino y los estadios de Europa como un ejército de espada roma y
blasones con agujeros. Escribo estos recuerdos antes del próximo advenimiento
del Mesías, que ya no se llamará Alfredo, ni Iker, ni Cristiano Ronaldo, sino Kylian,
un semidios nacido en tierra de los francos que vendrá acompañado por un
escudero de apellido Haaland, nacido en las tierras del norte, donde el sol
apenas reluce y todo es lenguaje de bárbaros, y belleza de las mujeres.
Son tiempos propicios para los equipos plebeyos, los segundones
de la historia, y quizá por eso, ahora que vuelvo a ver las películas de Indiana
Jones, todo lo analizo en clave madridista, a ver si en esas reliquias que Indy
quiere encerrar en un museo se encuentra la solución a nuestros males. En “Indiana
Jones y la última cruzada” -que es, sin duda, la mejor película de las cuatro-
se dice que el ejército que avance con el santo Grial será invencible porque
sus soldados nunca perecerán en la batalla, y serán inmortales hasta que llegue
el Fin de los Tiempos. Lo mismo decían del ejército que poseyera el Arca de la
Alianza en la primera película (que es la mítica), y también de aquél que reuniera
las cinco piedras de Sankara en la segunda (que es la tontería).
Yo ya propuse robar el Arca y enterrarla bajo el césped del
Bernabéu, ahora que andamos de obras, o enviar una expedición a la India para
indagar el paradero de las cinco piedras luminosas. Hoy, en las nostalgias de
Sean Connery, imaginaba a Florentino Pérez haciendo prospecciones en
Alejandreta con la excusa del gas natural, pero en realidad buscando el cáliz
que se perdió por la grieta de la avaricia. Ya soñaba con futbolistas eternamente
jóvenes y esbeltos, ajenos a toda lesión y a todo cansancio -y que se jodan,
los que protesten- cuando salió el Caballero del Grial para anunciar que sólo
se puede ser inmortal dentro de las ruinas de Alejandreta. Pues nada, Floren:
tendremos que reconstruir allí el estadio, y apuntarnos a la liga de Jordania.
Indiana Jones y el templo maldito
🌟🌟🌟
De niño, en León, yo no podía ver las películas que se
estrenaban en la competencia porque mi padre trabajaba en los cines rivales, y
argumentaba que pudiendo yo entrar gratis en ellos, las veces que quisiera, como
el niño aquel de Cinema Paradiso, por qué iba a darme dinero para ver otras
películas que podría recuperar de mayor, cuando ganara un sueldo y dejara de pedigüeñarle las propinas.
Las películas de Star Wars que construyeron mi infantilismo se
estrenaban por navidades en nuestros cines -bueno, en “sus” cines, que eran de
unos propietarios asturianos- pero las películas de Indiana Jones, aunque
también venían paridas por George Lucas, se estrenaban siempre en el cine
Emperador, el más bonito de la ciudad, que en realidad era un teatro donde a
veces se festejaban óperas y ballets. Una vez vino el Bolshoi a pegar botes y
yo estuve rondando las cercanías para ver rusos de verdad, aunque fueran
comunistas fugaces y fugitivos. Quiero decir que el cine Emperador era un lugar
casi aristocrático donde cualquier película de mierda parecía otra cosa, como
de arte y ensayo, como si el marco hiciera más valiosa la pintura. Pero eso lo
descubrí, ya digo, muchos años después.
Es por eso que la primera vez que vi Indiana Jones y el
templo maldito no la vi, sino que la escuché, de labios de un amigo que
había ido con sus padres y había regresado maravillado. El amigo nos contó cosas
inconcebibles y asquerosas sobre el templo maldito: que en una cena servían
sesos de mono, y sopa de ojos, y culebras vivas, y sorbetes de cucaracha.
También nos dijo que salía una tía muy buena, la novia de Indy, pero que casi
no te daba tiempo a enamorarte porque seguían pasando cosas muy repugnantes.
Una de ellas, que a un hindú le sacaban el corazón de cuajo, arrancado por el
puño de Mola Ram, y que aun así el tipo seguía vivito y acojonado. Qué
barbaridad, dijimos todos los presentes... Aún no sabíamos que todos íbamos a
pasar tarde o temprano por ese ritual, aunque fuese de modo metafórico. A mí,
por ejemplo, me arrancaron el corazón hace algún tiempo y aquí sigo, vivito y
coleando, y escribiendo estos recuerdos.
En busca del arca perdida
🌟🌟🌟🌟🌟
Si hacemos caso de lo que nos cuenta Steven Spielberg -y para
mí es como si hablara el mismísimo Jesucristo, uno con películas y otro con
parábolas- el Arca de la Alianza lleva 85 años guardada en un almacén del
gobierno de Estados Unidos, en un hangar kilométrico que marea la mirada.
Desconozco si a veces pasan los agentes federales para quitarle
el polvo y emplearla como bazooka en alguna guerra colonialista. Recordemos,
como dice el personaje de Denholm Elliott, que cualquier ejército que avanzara
con el Arca sería invencible y dominaría el mundo... Pero creo que no. A los
americanos, en todo este tiempo, desde que Indiana Jones les consiguiera la reliquia
dejándose la piel, les ha ido muy bien en algunas guerras y muy mal en otras, y
no creo, por ejemplo, que los marines hubieran salido corriendo de Afganistán
si hubiesen tenido el Arca para destaparla y hala, a tomar por el culo los talibanes,
derritiéndolos con cuatro rayos subatómicos.
Lo más seguro es que ya nadie sepa en qué caja está el Arca
de la Alianza. Ya sabemos cómo son los funcionarios, que lo traspapelan todo, y
los cambios de gobierno, que hacen mucha limpieza de documentos. Y es una pena,
la verdad, porque el Arca, empleada para hacer el bien, podría salvarnos el
pellejo en muchas batallas trascendentales. En manos de los pobres podría ser
el arma definitiva de la revolución, y en manos de los verdes, el arma definitiva
para detener al cambio climático. Los poderes del Arca son la hostia, como ya sabemos.
Pero Dios, como decía mi abuela, es de derechas, y no creo que al final permitiera tales usos demoníacos. Así que yo, en mi humildad, en la segunda división de los sueños, le pediría a Florentino Pérez que hiciera un esfuerzo, uno de pirata trajeado, y que se trajera el Arca de contrabando como hacen ellos, los americanos, con el oro de nuestros galeones. Aprovechando que seguimos de obras, enterraríamos el Arca bajo el césped del Santiago Bernabéu y volveríamos a ser el equipo invencible y rutilante de hace unos años, de blanco esplendoroso, como de ángeles que bailan, y no de peleles enclenques que son batidos por el viento.
Cómo se hizo "Encuentros en la tercera fase"
🌟🌟🌟
No suelo detenerme en los makings off de las películas porque
me destripan los trucos, y yo quiero ser un niño boquiabierto, y crédulo, que
se traga las películas como si todo fuera de verdad, y no ilusionismo de
maquetas, y literatura de guionistas. Prefiero vivir en la inopia, o en Inopia,
que también tiene nombre de planeta extrasolar.
Lo que pasa es que tengo muchos DVD que vienen con disco
doble, el de la peli y el de los extras, y como me costaron buen dinero en las Rebajas
de El Corte Inglés, me duele pagar un pastizal por un producto que no voy a ver.
Así que lo veo, o al menos le echo un
vistazo: ese disco número 2, o disco bonus, o disco “special edition”, donde
vienen los artistas alabándose los unos a los otros, y los tipos de producción
contando cómo construyeron los decorados o buscaron los vestidos de la época.
Un rollo patatero, casi siempre.
Mi DVD de “Encuentros en la tercera fase” también es un disco
doble, una estrella binaria como ésa de donde proceden los cabezones del
espacio. Y el otro día, mientras me despertaba de la siesta, lo puse en el
reproductor a ver qué se cocía, sin grandes esperanzas. Pero hete aquí que el
primero que habla es el mismísimo Steven Spielberg, contando que él se creía a
pies juntillas el fenómeno de los platillos, y que por eso se embarcó en la
película, y que para documentarse sobre los encuentros en la tercera fase contrató
al mismísimo inventor de la escala de los encuentros, el doctor Hynek, que incluso
hace un pequeño papel en la película. A
ustedes todo esto les puede parecer una petardada, pero a mí, que también tuve
mi momento ovni, antes del descreimiento, me deja fascinado.
Lo que más me interesaba, en realidad, era conocer el origen
de las cinco notas musicales que servían para la comunicación con los
extraterrestres. Lo digo porque es el tono de llamada que tengo puesto en el
teléfono móvil, al que ya sólo llaman eso, extraterrestres, y extraterrestras,
y gente muy rara en general. John Williams explica que fue pura chiripa
musical: probaron tropecientas combinaciones y al final dieron con ese quinteto
ya universal e intergaláctico. Ta-ra-riiií-to-tooooó.
Encuentros en la tercera fase
Es una pena que los extraterrestres siempre aterricen en
Estados Unidos, o en los platós de Tele 5, y no aquí, en La Pedanía, por las
viñas o los montes, porque uno se iría gustosamente con ellos, como Richard
Dreyfuss en Encuentros en la tercera fase. No hay más que ver la familia
que tiene para entender su postura y su fuga. Cualquier planeta es bueno, de
Marte para allá, con tal de no oír los gritos del churumbel.
Yo, por mi parte, ya cumplí con la obligación de tener un
hijo -para presumir-, de escribir un libro -para esconder- y de plantar varios
pinos que no han agarrado bien en la loza. Queda muy poco por hacer, salvo ver
los Mundiales de fútbol, y conocer a los nietos algún día. Que vengan, sí, pero no a mitad de partido,
por favor... Las alegrías del sexo, del trabajo, del Real Madrid ganando
títulos en Europa, tienen pinta de volverse esquivas o cicateras. The winter is
coming a La Pedanía, o al menos el otoño. Al fin llegó, sí, la lluvia amarilla, la misma de Llamazares, que en mi caso es lluvia de canas, cuando voy a la peluquería y
contemplo la nevada sobre el delantal. Yo, desde luego, no apostaría mucho dinero
por el regreso de los buenos tiempos.
Y luego está el cambio climático, claro, que va a convertirlo
todo en un estercolero, y el coronavirus, que a saber tú todavía. Y los gobiernos
de la derecha, que me quedan algunos por sufrir, impotente ante la tele... Por
qué no marcharse, pues, con los enanos cabezones, esos de la musiquilla, a
vivir los últimos años en un planeta diferente, a muchos años-luz de esta
decepción interminable. Tal vez allí me espere la plenitud insospechada: un
oficio en el que encajar como un guante, un planeta libre de estúpidos, un entorno
plagado de bicicletas y no de coches. Un mundo donde los perretes no vivan sólo
doce años, sino setenta, como nosotros. Un Paraíso extra-Terrenal donde poder ir desnudo por la vida, y despistado por las calles, sin postureos, sin vergüenzas, indiferentes todos a los fenotipos y a los errores del pasado.
Minority Report
🌟🌟🌟🌟🌟
Los precog de Minority Report son unos genios de la
adivinación, unos mutantes de la neurona. Nada que ver con Rappel y su escuela de
nigromantes. Pero los precog también son -vamos a decirlo todo- bastante
limitados. Lo único que pueden ver en el futuro son los asesinatos. No sirven
para acertar un quiniela, para adivinar si lloverá, para saber si finalmente
fulanita me amará. No cuentes con ellos para saber si el gobierno agotará la
legislatura, si la luz seguirá subiendo de precio, si la novela encontrará
después de todo un editor... Para todo lo que no sea adivinar una muerte
violenta, Ágatha y sus hermanos sólo son un adorno, una curiosidad científica.
Y puede que también unos rehenes del Estado. Ellos mismos, las víctimas de un
delito.
Sucede, además, que hay muchas formas de matar, diferentes al
disparo o al apuñalamiento, y que ellos tampoco las sueñan en su piscina de los
iones. Se puede matar de hambre, o cerrando un hospital, o reduciendo un presupuesto
primordial. Se puede matar a disgustos, a insultos, a vejaciones. Se puede
matar, simplemente, olvidando al pre-muerto. Y para toda esta panoplia de
crímenes incruentos, ellos, los precog, están ahí como si oyesen llover.
Quiero decir que, después de todo, yo no soy tan distinto de
los precog de la película. Yo también tengo una parcela de futuro donde las
clavo casi todas, sin apenas equivocarme. Es la marcha del Real Madrid,
concretamente su sección de fútbol masculina, donde quizá más por viejo que por
perro, me las huelo todas con meses e incluso años de anticipación. No alcanzo,
en mis profecías, el refinamiento de estos precog de Philip K. Dick,, que
aciertan la hora exacta, y el lugar, y hasta concretan la escena con todo lujo
de detalles. Lo mío, al no ser yo mutante, es mucho más modesto, más de
aproximación en el diagnóstico, pero vamos: que si digo que fulano es una estafa
de jugador, o se cae en el invierno de las alineaciones o en el verano a más
tardar; y si digo que mengano es un pufo de entrenador, indigno de nuestro
club, tarde o temprano lo acaban largando por la puerta chica. Y todo así. Y
sin cables en la cabeza, ya ves tú.
La terminal
🌟🌟🌟
En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de
aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por
un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas,
quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el
portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales,
la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo;
poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina
de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que
vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras
a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto
donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de
pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o
veinte páginas de corrido.
Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que
al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado
de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.
El drama de la película surge al principio, porque el encierro
de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir
allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego,
una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal,
aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui
camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa
única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo
que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no
el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o
como los sonidos del viento.
War horse
E.T.
🌟🌟🌟🌟🌟
En las madrugadas de mi adolescencia, Carlos Pumares, al que
le debo gran parte de esta cinefilia, decía en su programa de radio que E.T.
le parecía una buena película, sin más, mientras que Casablanca, por poner
un ejemplo, le parecía una obra maestra (“¡¡Obra maestra!!”, gritaba como un
maníaco, desgañitándose en las ondas) porque al final, por muchas veces que la
viera, siempre había un momento en el que él pensaba: “Ilsa se va a quedar con
Rick...”. Pumares distinguía las películas especiales gracias a esos momentos
mágicos en los que puede suceder cualquier cosa, aunque ya sepamos lo que
va a suceder (y lo que sucede, casi siempre, es que ellas se van con el aventurero,
con el gran hombre, el mismo tipo que, por pura lógica, por pura inercia de su
atractivo, las dejará tarde o temprano por otra más guapa o más joven. Es ley de
vida).
Yo, la verdad, estoy con el señor Pumares en esa apreciación, en esa sutileza del buen gourmet. Pero como soy más joven, y estoy educado en otra cinefilia, me pasa justamente al revés: cuando veo Casablanca sé que Ilsa va a subirse al avión de Lisboa y no va a regresar, y la pena por Rick me dura, como mucho, lo que tardo en cambiar de canal. Está bien, la película, pero no me conmueve. Sin embargo, cada vez que veo el final de E.T. se me parte el corazón, y se me escapa la lágrima viva, que aflora cada vez menos por culpa de este callo que me ha salido en el lagrimal. Hasta que no cesa la música de John Williams y salen los títulos de crédito sobre un negro de firmamento, yo estoy convencido -pero vamos, convencido hasta las cachas- de que al final E.T. va a quedarse con Elliott, escondido en su casa como Alf se escondió en casa de los Tanner cuatro manzanas más allá. O eso, o que Elliott, en un arranque de amor y pena, echa a correr, pega un brinco sobre la rampa de la nave y decide irse a un planeta lejano donde los niños como él -demasiado sensibles, condenados a sufrir toda la vida- encuentran un lugar en el que no existen los desengaños.
Munich
🌟🌟🌟🌟
Múnich, en los años de mi infancia, era una ciudad de cuento
de terror. Salía Múnich en cualquier telediario, o en cualquier enciclopedia, o
en la conversación de una paisana en la cola del pan, que afirmaba tener allí a
un pariente trabajando en la Volkswagen, y a mí me entraba como
una temblequera de miedo y de frío. Una psicosomatización en toda regla, de los
fracasos deportivos, antes de que la patentaran los funcionarios para escaquearse
del trabajo.
Al estadio Olímpico de Múnich -donde arranca, curiosamente, la
trama de esta película- iba el Madrid de los García y luego el de la Quinta del
Buitre a palmar un invierno sí y otro también, casi siempre de goleada, bajo la
nieve, con los nuestros tiritando ya de salida, que los veías saltar al campo
con los guantes puestos y ya te tapabas los ojos para no ver la masacre. Nada
más terminar el Te Deum de Purcell que ponía música a la conexión de
Eurovisión, salían los equipos a formar en el medio campo y comprobabas,
nuevamente, como una maldición cíclica, que los alemanes -manga corta, mentón
recio, delantero rompedor- iban a destrozarnos en aquel campo en el que nunca
se veía el público por la tele, alejado tras la pista de atletismo, pero
rugiente y teutónico como si se estuvieran dirimiendo una guerra de conquista.
Luego, en los estudios de Historia, aprendí que en Múnich hizo sus pinitos políticos Adolf Hitler, yendo de cervecería en cervecería para convencer a los obreros de que el peligro no estaba en el socialismo -que después de todo sólo les ofrecía una vida mejor y más digna- sino en el judío, y en el negro, y en los francmasones de Nueva York. Como hacen los fascistas de ahora, vamos... Quiero decir con todo esto que Múnich siempre fue una ciudad antipática para mí, de resonancias oscuras, hasta que un buen día, viendo la película de Spielberg, apareció Marie-Josée Croze en la barra de un bar, seduciendo al tío bueno que trabaja para el Mossad. Una barra de bar que en la trama no estaba en Múnich, sino en Londres, pero bueno, lo mismo me da. La belleza deslumbrante de Marie-Josée -nunca igualada en una pantalla de cine, y mira que he visto cine, que es lo único que hago- redimió para siempre el buen nombre de la capital de Baviera. Una sonrisa suya evaporó todos los miedos, y todos los malos recuerdos, como si nunca hubieran existido.
Salvar al soldado Ryan
🌟🌟🌟🌟🌟
La gran suerte de mi generación es no haber tenido que
desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por
muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el
desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de
la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico,
no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora
de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante
una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero
de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado.
Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones
engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace
tiempo que quedaron desactivadas.
En caso de guerra me destinarían a la
retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como
un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente:
de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras....
Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera
nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que
voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror,
cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos
por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier
hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión.
Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes
se curtían peleando en una trinchera. Era
su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del
paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron,
los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos
ante la majadería.
He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él
ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en
Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un
fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la
patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de
lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.
La lista de Schindler
Hay espectadores que terminan de ver La lista de Schindler con una lágrima en el ojo y un improperio en la boca -qué hijos de puta y tal, los nazis- pero al final suspiran aliviados porque creen que aquellos asesinos jamás volverán. Que fueron una excepción de la moral, una aberración irrepetible de la humanidad. Cuatro psicópatas que coincidieron en una cervecería de Münich para urdir un plan genocida que luego vendieron con malas artes a un pueblo civilizado que leía a Goethe, y a Rilke, y escuchaba cuartetos de Beethoven. Una especie de locura colectiva, de virus mental ya erradicado. Estos espectadores quizá no recuerdan la guerra de Yugoslavia que abría los telediarios hace treinta años, a tres horas de vuelo en Ryanair, con grupos armados que sólo se diferenciaban de las SS en que no hablaban alemán y no llevaban la calavera en el cuello de la guerrera…
Ready Player One
Últimamente no presto mucha atención cuando leo las informaciones o me recomiendan las películas, porque los asuntos personales interfieren en la concentración. Quizá por eso, porque cogí cuatro datos al vuelo sin profundizar demasiado, pensé que Ready Player One era una película de acción frenética pero con gente real, al estilo clásico de don Steven. Algo así como una aventura de Indiana Jones pero en plan futurista, para los chavales de ahora, con héroes adolescentes, bichos a mansalva, malotes de pacotilla, efectos especiales de mucho ruido y mucho fuego para que en las salas de cine no se oiga el pitido de los teléfonos ni el masticar de las palomitas.
Los archivos del Pentágono
Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.
Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más...