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Solaris

🌟🌟🌟🌟 


La Luna, como es un satélite, sólo tiene un poder limitado sobre nuestros deseos. Hay quien dice -astrónomos de la nueva escuela- que la Tierra y la Luna son en realidad un planeta doble, dado el tamaño inusual de nuestra compañera. Pero no nos enredemos con estos pleitos, que bastante enredosa es ya la película con su mística, y sus resurrecciones, y sus bosones de Higgs haciéndose los graciosos. En el planeta Solaris, por ejemplo, no hay museos de cera con figuras que se parecen más bien nada a las originales, sino reproducciones exactas de los famosos, y de los no famosos, hechas de antimateria, o de fermiones, cosas así, que la verdad es que nos clavan.

Decía que la Luna, siendo un satélite, sólo nos concede soñar con la gente que se nos fue, y que querríamos que volviese. Apagamos la luz, conciliamos el primer sueño, y ella, en su modestia sideral, filtra su poder por la persiana para que podamos convocar a la persona amada. Allí, en la noche, si la Luna anda inspirada y nosotros dormimos con energía, conseguimos réplicas muy logradas de la realidad, y volvemos a sentir la emoción de un beso, y la perplejidad de una erección, y la sensación a flor de piel de ser otra vez felices, en una segunda y mágica oportunidad.

Pero como todos sabemos, los sueños sueños son, y al despertar se convierten en vapor de agua, en recuerdo inasible. Además, los sueños felices tardan mucho en regresar, a veces meses, o años, y en su lugar, por un desfase elíptico de la Luna, vienen a sustituirlos las pesadillas que son su reverso oscuro, justo lo que queríamos no recordar y emerge como la lava que nos abrasa.

Pero Solaris, al contrario que la Luna, es un planeta de la hostia, enorme, con magnetismos extraños, y cuando te duermes no fabrica humo a tu alrededor, sino carne y hueso que te abraza al despertar. En realidad no es carne ni hueso, sino un sustituto vegetariano que da el pego de narices, y te vuelve loco de contento, y de deseo, hasta que alguien te jura y te perjura que ella, Natascha McElhone, no es real, ni viene del planeta Tierra.

-          ¡Pero eso ya lo sabemos todos! -decía George Clooney en una línea de diálogo que luego tuvieron que suprimir.





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Contagio

🌟🌟🌟🌟


Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



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Sexo, mentiras y cintas de vídeo

🌟🌟🌟🌟

El sexo nunca pasa de moda. Se nos va la vida en buscarlo, en perderlo, en disfrutarlo si llega y en añorarlo si se va. En desdeñarlo incluso. De sexo somos y al sexo venimos. En el sexo encontramos la gloria efímera de no morirnos del todo. Quienes lo desprecian encuentran en ello la soberbia de la espiritualidad. Sirve para todo. Es el arma definitiva.

El abuelo Sigmund enseñaba que el sexo -su déficit, su incoveniencia, su mala praxis- es la fuente de toda neurosis contemporánea. Somos bonobos atrapados en la cultura. Lo primero que se le dice a un psiquiatra es que uno no duerme bien, que siente angustia, que lo ve todo de color marrón oscuro. Pero bastan dos charlas bien dirigidas para descubrir que el problema de fondo siempre es un polvo mal resuelto. El sexo es el elefante que está presente en todas las habitaciones. Incluso cuando no hablamos de él y nos decantamos por el fútbol o por los aerolitos, sabemos exactamente de qué no estamos hablando. El sexo es el alfa y el omega, y casi todas la letras intermedias. Cuando no pecamos de obra sexual lo hacemos de pensamiento o de omisión. Y, por supuesto, de palabra. El sexo oral es la práctica sexual más extendida entre los seres humanos. El sexo bucogenital ya no sé. Todo el mundo miente, negando o exagerando, como en las encuestas electorales.


    Hace treinta años, cuando Steven Soderbergh comentó entre sus amistades que estaba rodando una película sobre sexo oral, muchos pensaron que se había embarcado en un remake de Garganta Profunda quizá menos cachondo y algo más filosófico. Pero lo que salió de aquella ocurrencia se ha convertido en un clásico intemporal que ya forma parte del catálogo canónico de TCM. Porque más allá del atraso tecnológico de la videocámara de James Spader y de sus cintas en VHS, lo de entrar en confianza con alguien y soltarle las cuitas sexuales es una práctica que los humanos venimos practicando desde tiempos inmemoriales, desde la invención misma del lenguaje. Dándole vueltas, además, a los mismos viejos conflictos de pareja o de amante. Un romano del siglo II y un humano del siglo XXI podrían juntarse en un sofá contemporáneo de IKEA a ver Sexo, mentiras y cintas de vídeo y la entenderían perfectamente, y podrían entrar en animada charla sobre las insatisfacciones eternas y las satisfacciones esporádicas. Es un tema universal, que nunca pasa de moda. Por eso la pelicula es un clásico.


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The Girlfriend Experience (serie TV)

🌟🌟🌟🌟

Para quien no lo conozca todavía, Max, mi antropoide, es un simpático mono que vive realquilado en mis entrañas. Él nunca ha conocido la vida en libertad, y todo lo que sabe del mundo lo ha visto a través de mis ojos. Durante el día se entretiene con su neumático, y con su caja de plátanos, allá en las cavernas de mis digestiones. Pero luego, por la noche, Max sube a mi azotea para ver juntos la película del día. Max suele aburrirse con mis ficciones, que están un peldaño por encima de su escalón evolutivo, y protesta por lo bajini, y bosteza con su bocaza de mico. A él le gusta el trazo grueso, la simpleza adolescente. El desnudo de una bella señorita, si hay un poco de suerte con el guión. Y es por eso que a veces, conmovido por su soledad, yo le concedo pequeños caprichos para tenerlo feliz, y ponemos en el vídeo cosas como Supersalidos, o una película de los hermanos Farrelly, o un sainete de Pajares y Esteso con destapes ochenteros de mucho reírse, que nos reconcilian para una larga temporada.

    Max se las prometía muy felices con The Girlfriend Experience, que es una serie de alto voltaje sexual inspirada en la película que dirigiera Steven Soderbergh, y que protagonizara, casi todo el rato vestida, porque buscaba un cambio de registro, y un reconocimiento profesional, Sasha Grey, la porno star más famosa de nuestros ordenadores. En la serie ya no es Sasha la que proporciona este servicio de alto standing que incluye conversación intelectual, cena con champán y polvos apolíneos en apartamentos muy modernos con vistas al skyline. Ahora la protagonista es Riley Keough, la nieta del mismísimo Elvis Presley, que es una chica guapísima que en los reclamos publicitarios aparecía más desnuda que vestida, de tal modo que Max ya estaba que se subía por las paredes gastrointestinales, y daba pequeños gritos de pre-excitado horas antes del estreno.

    En The Girlfriend Experience hay mucho sexo, sí, pero no es del que caldea las habitaciones, ni deforma los pantalones, para desilusión mayúscula de Max. Lo que acontece en esas camas de altos vueltas es una transacción económica muy educada y también muy gélida. Los hombres se afanan, sudan, tratan de amortizar los mil dólares que han pagado por cada hora de compañía, pero la señorita Christine, que es una profesional como la copa de un pino, presta su cuerpo y jalea las intentonas, mientras repasa mentalmen te las lecciones de su carrera de Derecho, que ahora tiene algo abandonadas. The Girlfriend Experience es una serie de diálogo escaso, de ambientes desangelados, de planos abiertos donde los personajes van y vienen como criaturas en un zoo de cristal. El trato es exquisito porque aquí todo el mundo es universitario como poco, y hay mucha tolerancia y mucha sofisticación en los ambientes. Pero aquí cada uno va a lo suyo. Soledades que se cruzan y se descruzan. Una serie de poso amargo que yo he disfrutado como ser humano algo misántropo, mientras que Max, aburrido como un simio defraudado, se quedaba dormidito en mi regazo. 




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Hayware

🌟🌟🌟

Yo juraría que hace unos años, en alguna revista de cine, leí una entrevista con Steven Soderbergh en la que éste anunciaba su pronto retiro del oficio. En la que decía estar cansado de recorrer los despachos y los platós. Los engranajes de la gran maquinaria -aseguraba él- le habían dejado magulladuras y lesiones en el ánimo. Quería tomar distancia, repensar su carrera, dedicarle tiempo a otras artes en las que andaba interesado. Pero al final se arrepintió, o las circunstancias económicas le obligaron. O yo, quizá, interpreté muy mal la intención final de sus palabras. Porque desde ese momento, el hombre de las gafas de pasta nos regala -o nos endilga, según le salga- una película cada año. A veces dos, incluso, como si las cultivara en un invernadero muy fructífero de California. El mismo virus de la hiperactividad que fundó una colonia en Woody Allen, ha encontrado asiento en este director por el que tan pronto siento admiración como distanciamiento.

            Haywire pertenece a la categoría de sus películas que no pasarán precisamente a la historia. No es ni mala ni buena: es tan previsible como entretenida, tan digerible como olvidable. Una gominola sin nutrientes. Una seta no venenosa con escaso valor culinario. Entre mamporro y mamporro, uno repasa mentalmente lo estudiado durante la tarde, el menú que habrá de cocinar para mañana, los días que restan para el inicio de las vacaciones. Cuando vuelven las hostiazas, uno regresa a Haywire llevado por un resorte de la adolescencia que no conoce oxidación ni mal funcionamiento. Es un condicionamiento pavloviano, éste de fijar la mirada allí donde nace una pelea, o discurre una persecución de coches. Mientras uno discute con su chaval interior, Gina Carraro recorre medio mundo huyendo de sus antiguos compañeros del FBI, o de la CIA, que no se entiende muy bien la cosa. Rompe los cercos a patadas, los acosos a cuchilladas, las emboscadas a hostia limpia. Es una versión en femenino de las andanzas de Jason Bourne. Pero mucho más aburrida.



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Magic Mike

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Hace cuatro años que Steven Soderbergh retrató la vida cotidiana de una prostituta de lujo en The girlfriend experience: película modesta, cortísima, sin apenas recorrido, que en este blog perdido en la galaxia sí recibió sonoros aplausos. Sasha Grey, ahora reconvertida en actriz seria, bordaba su papel de mujer vestida, y sin una polla clavada en la boca y otra en el ojete, Sasha salía en pantalla de lo más natural y convincente. Una gran actriz, después de todo. 

Ahora, en Magic Mike, en el reverso masculino del morbo, Soderbergh nos cuenta las andanzas de un striper que menea el rabo en un local nocturno de Florida. El actor en cuestión es Channing Tatum, ídolo de las mujeres y de los homosexuales que se pirran por los cuerpazos esculpidos. Para el heterosexual que esto escribe, Magic Mike es el recordatorio hiriente de que hace muchos años abandoné mi cuerpo para dedicarme al cultivo del alma. Contemplo esos músculos del señor Tatum que se contonean ante las mujeres, y no puedo evitar, de reojo, con algo de asco, echar una mirada a esa barriga donde reposo el plato de la cena, a esa pantorrilla extendida sobre el puff que ya es más lípida que proteica. A ese dibujo de mi cuerpo que es en general curvilíneo y flácido, como un muñeco de Michelín que no hubiese pegado una carrera en su puta vida. Ningún extraterrestre recién llegado a la Tierra apostaría cuatro euros galácticos a que Channing Tatum y yo pertenecemos a la misma especie animal.

Al terminar de ver Magic Mike -como si uno viajara a la dimensión oscura de lo masculino, donde habitan los tipos fofos y decadentes, encuentro en Canal + a Louis C. K. monologando sobre los achaques que le asaltan a sus cuarenta y cinco años:

"Y otra cosa sobre mi edad. Pongamos que estoy sentado en cualquier lado, algo que..., ja, ja. Me encanta estar sentado. Prefiero estar sentado sin hacer nada que estar de pie follando. Es muchísimo mejor que correrse. Muchísimo mejor. A mi edad, si estoy sentado, y alguien me pide que me levante y que vaya a otra habitación, primero me tiene que dar toda la información. Tiene que explicarme todo el rollo: "¿Cómo? ¿Por qué? No, pero ¿por qué?" "¡La grúa se te lleva el coche!" "Pues será mi destino". Porque levantarse es todo un tema. Antes debo decidir si de verdad quiero seguir vivo. Empecemos por ahí".




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Behind the Candelabra

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La época actual de la televisión es tan dorada, tan fructífera, tan inagotable en su talento, que ahora recalan allí los grandes genios del largometraje cuando no encuentran financiación. 

Steven Soderbergh ha recurrido a los dineros de la HBO para  rodar Behind the Candelabra, el excesivo biopic del pianista Liberace, reinona de Las Vegas que sustituía a sus amantes con la misma velocidad con la que tocaba el piano en los escenarios. En esta película mariconísima y torrencial, Michael Douglas y Matt Damon se acarician el torso desnudo, se besan cálidamente en la boca, fingen que se dan por el culo en camas barrocas mientras los caniches entran y salen del dormitorio. Behind the Candelabra es la eterna historia del amante y del amado, de quien lo pone todo en una relación y del que sólo juguetea y se mantiene a la espera de una mejor oportunidad. En el fondo un drama muy clásico, aunque decorado con el exceso perfumado de plumas y satenes. Un veneno para la taquilla, que se dice. Dos ídolos de las mujeres lacándose el pelo y amándose la carne con voz aflautada. Un peliculón que de momento, en nuestra machérrima piel de toro, sólo puede verse en la tele, y pasando por taquilla.




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El rey de la colina

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Meses después de haber visto Bubble y The Girlfriend Experience, completo este miniciclo errático por las rarezas de Steven Soderbergh con El rey de la colina. Había leído en algún sitio que las desventuras de este niño en la América deprimida de los años treinta componían la mejor película de Soderbergh. Supongo que quien esto escribió no había visto Sexo, mentiras y cintas de vídeo, o Traffic, o que simplemente, como tantas otras veces, sólo tenía ganas de darse pisto declarando genial una película que el populacho debía de desconocer. He vuelto a caer, una vez más, en la trampa de estos tipejos. No es mala película, El rey de la colina, que tiene un pase como fábula de superación personal, pero que no pasa de ser eso, un cuento con moraleja, un pasatiempo con mensaje, una historia que mi recuerdo difuminará, fraccionará y perderá en el plazo de unos meses.

Habría que establecer ahora, si esto fuese un diario serio, un paralelismo documentado y esclarecedor entre la Gran Depresión del 29 -tema de fondo de El rey de la colina- y la Super Depresión que ahora mismo se está llevando nuestros dineros. Pero esto, como ya habrán deducido los lectores más inteligentes, no es un diario serio. Sólo un manojo de ocurrencias soltadas al capricho de mis cortas entendederas.




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The Girlfriend Experience

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The Girlfriend Experience es la curiosa indagación de Steven Soderbergh en la vida cotidiana de una prostituta de lujo en Nueva York. Una prostituta que no vende sexo exactamente, o no sólo, sino una girlfriend experience completa, global, cuerpo y espíritu, la ilusión masculina de que esta mujer guapísima y sofisticada, previo pago de 10.000 pavos la noche, es tu novia solícita y enamorada. Un subidón de autoestima artificial que sólo pueden pagar, curiosamente, los que ya tienen la autoestima por las nubes. Es una gran contradicción, sí. El contrato incluye cine con palomitas, cena en restaurante chic, y confesiones muy íntimas en la almohada cuando llega el cigarrillo de después... Un servicio, ya digo, muy exclusivo, que sólo pueden permitirse los tiburones de las finanzas y los cachalotes de la política, estresados por el trabajo de tener que robar a tantos pringados.



            La chica que encarna a la girlfriend en cuestión es Sasha Grey, la actriz porno más famosa de nuestros pecados inconfesables. Sasha no es una mujer mayor, ni mucho menos, y conserva sus atractivos como si hubiera pactado su edad con el diablo. Pero se ve que necesita cambiar de aires profesionales: abandonar las camas, las piscinas, los asientos traseros de los coches, y hacer cine del que se desarrolla en otros ambientes más normalizados, con conversaciones que no se dirigen siempre hacia el mismo y húmedo tema. Sasha también se ha tomado la película como una personal experience, como un desafío novedoso a su carrera de actriz, y nosotros, por supuesto, sus fans más o menos entusiastas, aplaudimos y respaldamos sus inquietudes.


           De cualquier modo, el personaje más fascinante de la película es ese tipo que se presenta a sí mismo como Probador de Prostitutas de Lujo, un fulano que a modo de inspector de la guía Michelin pide permiso para catar el producto, y a cambio te regala una crítica laudatoria –o no- en su blog especializado. Es un hombre mayor, veterano, que con el cuento de su sacrosanta palabra ha vivido miles de experiences así por la cara. Un tipo muy listo, o un jeta de cuidado, o un viejo rijoso lamentable, lo que ustedes prefieran. 





            
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Bubble

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Por la noche, porque hoy había Copa de Europa, y el tiempo dedicado al cine se estrecha en la franja nocturna, veo Bubble, otro personalísimo divertimento de Soderbergh que apenas sobrepasa la hora y poco de metraje. Era la pieza exacta que necesitaba para completar el puzzle milimétrico del día. Aunque ya puestos, habría sido de agradecer que Bubble durase incluso menos, porque si en The girlfriend experience, la película de ayerhabía una intención clara de contar una historia original con un estilo resultón, aquí, en un pretendido ejercicio de estilo, nos adentramos en un thriller casposo y sin chicha, con personajes que desprenden un nivel de empatía cero en la escala Richter de las emociones.

            - Hemos encontrado a tu novia asesinada…
            - Pues vaya. ¿Qué pena, no? La quería tanto…

            Y cosas así, de diálogos de editorial Bruguera. Y si a los mismos personajes les importa un bledo el crimen, y su resolución, qué nos va a importar a nosotros, espectadores al otro lado del Atlántico, que sentimos porque los personajes sienten y nos quedamos chafados y aburridos si ellos dimiten de sus obligaciones, bostezando nuestra indolencia sobre los muelles ya quejosos del sofá.





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