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Steve Jobs

🌟🌟🌟🌟


Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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Steve Jobs: Man in the Machine

🌟🌟🌟

Al sentarme a ver Steve Jobs: Man in the Machine, uno tenía la esperanza de no encontrar el retrato habitual del personaje: es decir, el fulano insoportable que maltrataba a sus empleados y mafioseaba a sus rivales, pero que al final, cada cierto tiempo, sorprendía al mundo con un producto maravilloso que había sudado la gota gorda de la creatividad, y el trabajo esclavo de los chinos en sus talleres. Yo mismo poseo un ipod nano con el que recorro los campos del villorrio, alternando los podcasts de la radio con las músicas de la vida, y siempre que lo enciendo creo tener en mis manos el monolito de 2001: un paralelepípedo mágico de diseño futurista del que surgen canciones que me elevan el espíritu, o sabidurías que me hacen menos simio cada vez que lo toco.

    Pero Steve Jobs: Man in the Machine, para mi mal,  recorre durante muchos minutos esos caminos trillados que yo temía. Y aunque uno asiste interesado a la función, teme que al final no le quede nada de provecho, ninguna reflexión que llevarse a la cama, con tanta dualidad  resobada entre el prohombre y el mezquino, entre el angelito y el diablillo. Una dualidad que es falsa, además, porque Steve Jobs viene en un pack indivisible donde no pueden separarse el carácter de la soberbia, la diligencia de la obsesión. Los genios son tales porque su configuración mental es única, extraordinaria, y su creatividad es como un juego de construcciones donde quitas una pieza, una sola, incluso la más roñosa o despreciable, y el edificio entero se viene abajo. Esto, por supuesto, se lo cuentas a uno de los muchos empleados que padeció a Steve Jobs en sus neurosis, y te dirá que te vayas un poquitín a tomar por el culo. Comprensible.

    Al final, sin embargo, cuando ya todo parecía perdido en el documental, hay un entrevistado que desliza una idea original, y también terrible, sobre el legado que Steve Jobs nos dejó: tantos años hablando de la red global, de la revolución tecnológica, de los gadgets maravillosos que servían para intercomunicar a la gente, y si uno los mira bien, ahora que ya todos somos usuarios avanzados, descubre que los cacharros mágicos de Steve Jobs nos han aislado un poco más. El iPhone, el iPad, el iPod que yo mismo antes glosaba...: todos tienen en común que uno los coge y se queda embobado, tan a gustito en su universo de luces y colores, de imágenes y sonidos. La idea, pavorosa, es que gracias a estos monolitos del futuro nos hemos vuelto menos monos, pero también más autistas. Un poco como él, el fundador.





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