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Extras. Temporada 1

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La vida es como una caja de bombones, o como un vaso de whisky en la madrugada. Lo aprendimos viendo películas. También aprendimos que la vida es como un plató de rodaje: los protagonistas chupan cámara y los extras pasan desapercibidos al fondo de las escenas. En la vida, como en las películas, unos ganan dinero y otros no; algunos follan mucho y otros nada; unos son amados y otros simplemente queridos, o tolerados. Hay quien siempre está donde toca la lotería y quien siempre llega tarde al lugar equivocado, como cantaba Serrat. Vistos de lejos, desde las alturas de un globo o de un décimo piso, todos actuamos en la misma película cotidiana. Pero jodó, qué diferencia, de sueldos y de fortunas.  

Muchas veces me quedo mirando a los extras cuando la ficción es aburrida, o cuando ya conozco los diálogos de memoria, y me da por pensar quién es esta gente: si meritorios del séptimo arte o si gente recogida por la calle. Si, quizá, familiares o amigos que vienen a echar una mano o a hacer bulto en las escenas. Algunos actúan con toda naturalidad, como si de verdad estuvieran tomándose un café o paseando el cochecito por la ciudad. Son verdaderos profesionales del segundo y del tercer plano. Pero a otros se les nota que no saben qué hacer con las manos, ni cómo disimular con la boca, y quedan muy poco convincentes en el margen de la tele. A veces rompen la cuarta pared con una mirada fugaz que pasó desapercibida para el director. Quizá esperaban una indicación, o su segundo de gloria, su saludo a la gente del pueblo o del barrio: estoy aquí, mamá, o mirad, colegas, salgo en la tele...

En realidad, en mi caso, esto de haber publicado un libro y de tener otros dos rulando por ahí, a la espera de una oportunidad, no es más que el esfuerzo orgulloso de querer pasar de extra a protagonista. Un ruego al director para recitar, al menos, una línea de diálogo. O para posar unos segundos de más junto a los protas de verdad.


                                




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Jojo Rabbit

🌟🌟🌟🌟

Hay que tener muchos huevos para hacer una película como "Jojo Rabbit" en los tiempos que corren. Y luego tener mucho talento para resolverla sin pisar demasiados callos, sólo los consabidos, los que crecen en los pies de los hipersensibles sin remedio. Hay que arriesgar mucho, de narices, para cerrar la película con los dos chavales bailando “Heroes”, la canción de David Bowie, que se compuso 32 años después de que Hitler asesinara a Blondie en el búnker de Berlín.

Un pasote, desde luego, soltar este anacronismo que podría haber quedado ridículo, metedúrico de pata, pero que sólo dura un segundo en la perplejidad del espectador. Al principio no sabes cómo reaccionar, pero luego, recompuesto de la sorpresa, ya no puedes evitar la sonrisa, ni la lágrima de emoción, porque mira que es bonita la canción, y mira que viene a cuento su letra, que trata de dos seres desangelados que necesitan creerse eso mismo: héroes, reyes por un día de su ciudad hecha pedazos. De sus vidas colgadas de una interrogación.

 Hay que medir mucho el chiste, la caricatura, para que Adolf Hitler haga de amigo imaginario del pobre Jojo y su presencia no provoque la náusea ni la indignación. En otros tiempos, Taika Waititi -que es el artífice de estos saltos al vacío- podría haber ido incluso más lejos: se nota que en algunos momentos de la película se contiene, que el cuerpo le pide más marcha… Pero son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y también para el sentido del humor. Taika Waititi podría haber sido el séptimo Monty Python si hubiera nacido en otro tiempo, y en otro lugar. Ahora los Monty Python posiblemente no podrían ni existir.

Internet, que parecía el logro definitivo, el universo expandido del humor sin limitaciones se volvió en nuestra contra. Dio altavoz a los listos, pero también a los tontos, que son más propensos a expresarse.



   

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The Office (BBC). Extras del DVD

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Lo dicen Stephen Merchant y Ricky Gervais en los extras de “The Office”: los que ven los extras de los DVD son unos frikis y unos perdedores. Y yo, que me doy por aludido, y que me parto el culo de la risa, no tengo otro remedio que darles la razón.

Si su serie ya es de por sí un producto para frikis -sobre todo si no eres un espectador habitual de la BBC- adentrarte en el tercer disco ya es como estar más allá de la comedia y de los seres humanos. Vivir en un frikismo apenas disimulado por las canas y las gafas de intelectual. A veces, ay, cuando me sorprenden así, con las manos en la masa, o en el mando a distancia, siento que soy un homínido a medio camino de una evolución todavía por determinar. El homo sillonensis, o el tonto del culo quizá.

Ellos, claro está, solo querían hacer la gracia. Un metachiste. Obsequiar a sus seguidores con otra broma del repertorio. O puedo que no, quién sabe, porque estos tipos son muy peculiares y muy cínicos. Quizá pensaron:  “Vamos a lanzarles un zasca a estos cotillas que quieren profundizar en nuestro oficio...” Yo, ante la duda, prefiero tomarme su chanza como una exhortación a la vida. Como una paulo-coellada pasada por su tamiz de verduleros: “Despierta, idiota. Sal a la calle y déjanos en paz. Qué más te da todo esto. ¿Te has reído con la serie? Pues ya está. Olvídanos. No quieras saber más. Conocer el truco estropea la magia. La vida es muy corta y transcurre más allá de tu ventana. Túmbate al sol antes de que llegue el invierno y el sofá ya sea -entonces sí- tu último refugio”.

Y tienen razón, sí, pero no del todo. Porque allí, en el tercer disco, el que solo miramos los maniáticos y los aburridos, ellos habían escondido dos joyas como premio a nuestro tesón. Dos especiales de Navidad -si es que es en “The Office” puede ser Navidad alguna vez- en los que se cuenta qué fue de David Brent tras ser despedido de su empleo. Y lo a gusto se quedaron en la oficina con su ausencia. ¿Ausencia, he dicho..?





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The Office (BBC). Temporada 2

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Dice la Wikipedia: “El efecto Dunning-Kruger es el sesgo cognitivo por el cual las personas con baja habilidad en una tarea sobrestiman su habilidad”. O sea: que quienes tienen menos inteligencia no solo están por debajo en las escalas, sino que además no saben reconocer esa situación de inferioridad. O sea: un desastre. Un naufragio cognitivo y metacognitivo. El argumento de Sócrates tirado a la papelera. Ellos, los afectados por el efecto Dunning- Kruger, se creen más inteligentes de lo que son y transforman el axioma socrático en “Solo sé que lo sé todo”.

David Brent, el jefe de la oficina en “The Office” es un Dunning-Kruger de libro. Puede que Ricky Gervais y Stephen Merchant supieran de esto sesgo antes de escribir el personaje. O puede, simplemente, que se hayan cruzado con varios de estos tipejos a lo largo de la vida. Gente inmune al ridículo cuando fracasa en lo que no sabe, o en lo que no debe, porque van por el carril contrario de la autopista y piensan que son los demás los equivocados. Los inferiores en capacidad. Es muy difícil tratar con estos memos y estas memas carentes de autocrítica, y por tanto ufanos y petulantes. Sobre todo si padeces el otro sesgo estudiado por el señor Dunning y el señor Kruger, que describe el hecho psicológico contrario: ser inteligente y no darse cuenta de ello, y subestimar continuamente las propias habilidades.

Los David Brent de la vida son seres odiosos y contumaces. No puedes razonar con ellos porque viven en otra dimensión de la realidad. No tienen por qué ser mala gente: simplemente viven desconectados del mundo. Les falta un tornillo, una neurona, un aminoácido fundamental. No son memos, sino metamemos, ignorantes de su propia memez. Te puedes reír un rato con ellos, pero al final cansan. 

Yo también me he cruzado con alguno y con alguna por la vida. Todo va bien mientras no tienes que medirte la polla o el intelecto. Ahí siempre pierdes, aunque ganes. Es una competición absurda. Es mejor cambiar de acera, o limitarse al compadreo.








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The Office (BBC). Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un amigo que se parecía mucho a David Brent: un tipo más bien bajo, rechoncho, con un ego tan grande que no podría explicarse ni en una telecomedia de 400 temporadas. 

Si existe un “The Office” de la BBC y otro “The Office” de la NBC, aún queda por rodar otro reboot para la Televisión de León titulado “La Oficina”. Porque mi amigo también era un comercial con traje y corbata, aunque no del papel, sino del sector de la cerámica. Un comercial al que además, para presumir de ser el sostén de la economía local, le pilló de lleno la locura de la construcción, cuando los azulejos y las baldosas se compraban casi a granel como las lentejas en el mercado.

Mi amigo -muy a lo David Brent- afirmaba que cuando él se ponía enfermo, y su despacho de vendedor quedaba vacío durante tres días- toda la construcción del Noroeste peninsular quedaba paralizada, y nos narraba, con todo lujo de detalles, siempre con un copazo en la mano o con una comilona sobre la mesa, que la Federación de Empresarios acudía en procesión a la Catedral para encender dos velas rogativas y pedirle la Virgen Blanca una pronta recuperación de sus anginas como tomates o de sus resacas como cetáceos.

Es que joder... Son casi idénticos, mi ex amigo y David Brent. La misma gomina, y las mismas gansadas, y los mismos pavoneos irrefrenables cada vez que una gachí se ponía a tiro de lengua o de lengüetazo. El mismo afán de protagonismo, el mismo acaparamiento de la escena como vedettes bajando por la escalinata del “Moulin Rouge”. Las mismas bromas, los mismos chistes, los mismos comentarios socarrones en los que él siempre quedaba como el “enterado” y los demás quedábamos como “pardillos”, hombres sin mundo atrapados en las trampas de la ética o de la simplicidad.

Y, también -hay que joderse- el mismo éxito sexual, inexplicable y envidiable, aunque en verdad solo momentáneo, hasta que la gachí de turno descubría que tras las risas solo había una soberbia más bien inane y vacía.

Pero mira: que le quiten lo bailado, como a David Brent en “The Office”, que mientras tú te ríes de él, él se va descojonando de todos los demás.





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Un idiota de viaje. Temporada 1

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Yo pensaba que Karl Pilkington era un idiota de verdad. No un idiota en el sentido técnico de la palabra, claro, que sería una crueldad muy poco presentable para un programa de la tele. Pero sí un amigo de Ricky Gervais al que le faltan un par de sementeras. Un simplón al que envían por el mundo para que conozca las Siete Maravillas y luego descojonarse con sus respuestas de paleto que jamás salió de su barrio. 

La idea, desde luego, es cojonuda, y se le pudo haber ocurrido a cualquiera. Pero, mira tú por dónde, se les ocurrió a Ricky Gervais y a Stephen Merchant, que miran el mundo de una manera muy cínica y particular. Y además tienen el dinero necesario para producir sus propias pedradas y traer la carcajada y el solaz a nuestros hogares.           

Karl Pilkington, al contrario que otros viajeros de la tele, no dice que un monumento le ha conmovido si en realidad le ha dejado indiferente. No finge desmayos ni catarsis si en su interior no resuena el misterio de las Pirámides o la longitud de la Gran Muralla China. Pilkington lo mira todo con ojos de niño, asombrado por la idea de estar tan lejos de casa, pero no siempre responde como un turista que alardea de un gusto exquisito o de una cultura irrefutable. Pilkington no hace halago de la gastronomía si no le gusta, de la cultura si no la entiende. Con él no van los postureos. Pilkington, desde su tierna simpleza, dice exactamente lo que piensa, y en eso consiste la gracia del programa y el meollo de la cuestión. Lo suyo es de una honradez intelectual que conmueve, aparte de hacernos reír como micos.

Luego resultó que no, que Karl Pilkington -como T. había predicho desde el principio- no era un idiota de verdad, sino un idiota fake, un actor metido en la faena. Un compinche de Gervais y Merchant que asume el papel de clown en la pantalla. Pero eso no resta valor a las cosas que dice. Pilkington, hablando como un niño, reduce las cosas a la esencia de lo evidente, y suelta verdades que sólo un borracho podría igualar en agudeza.



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Life's too short

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La vida es, en efecto, demasiado corta, sí hablamos de años y de expectativas que cumplir. Pero podría serlo aún más, escasa en centímetros, si hubiéramos nacido con la enfermedad de Warwick Davis, el enano más famoso del mundo actoral hasta que Peter Dinklage encarnara al hijo decente de Tywin Lannister en Juego de Tronos.


    Si hacemos caso de lo que cuentan por internet, Warwick Davis es un tipo felizmente casado, padre de familia, un profesional de éxito que sigue trabajando en las grandes producciones de la ciencia ficción y de la fantasía. No ha parado de maquillarse y de ponerse disfraces desde que en El retorno del Jedi le embutieron en aquel felpudo con patas llamado Wicket. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, y quizá por eso, en Life's too short, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, el pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de su fuerza, interpretando a un alter ego en decadencia, mezquino, sin grandes expectativas en el trabajo ni en el amor. 



    El Warwick Davis virtual regenta una agencia de colocación para actores enanos que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Este show business de Tercera División no es muy distinto al que rige las grandes ligas del espectáculo, y como sucede con todas las ocurrencias de Gervais y Merchant, Life's too short resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, y los personajes reales, que se prestan al mismo juego de Warwick Davis, se ríen de sí mismos mostrando la caricatura de sus bajos instintos. 

    En la serie no queda títere con cabeza: todo el mundo va a lo suyo, a rascar el contrato, la inversión, la distinción en un cartel promocional, y la amistad suele ser una molestia para alcanzar tales objetivos. Y cuando por fin, en algún oasis de esta misantropía, aparece alguien que no se deja guiar por el egoísmo, resulta ser un gilipollas de remate, o un incompetente de campeonato, y el humor negro toma otros derroteros, y la gran broma de Warwick Davis y su mundo inventado -o no, o a medias- sigue su curso...





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Hello Ladies, la película

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Como Hello Ladies, la seriesólo la vimos cuatro frikis repartidos por el mundo, cuatro desnortados de la vida, la HBO decidió cancelarla tras su primera temporada, y le concedió, al bueno de Stephen Merchant, la posibilidad de cerrar las tramas pendientes en una TV movie, que es como el premio de consolación para el tonto de la clase. Una película tragicómica, y divertida, pero un final indigno, en cualquier caso, para una serie memorable.


         En Hello Ladies, la película, Stuart Pritchard sigue siendo el mismo clown que trata de ligar con las supermodelos de Hollywood, y sale trasquilado en cada empeño. Uno se ha reído mucho con sus infortunios románticos, pero a veces, cuando Stuart volvía a casa, y se recalentaba la cena en el microondas, y veía la televisión en el sofá solitario, a uno se le congelaba la sonrisa, porque recordaba, súbitamente, como recién devuelto a la realidad, que uno anda como él desde hace varios meses, solitario y mustio, refugiado del mundo en esta habitación. Uno, además, por esas casualidades de la vida, guarda un cierto parecido físico con el tal Stuart, también alto y con gafas, también torpe y con pinta de lelo. Quiero decir que uno se ha identificado con el personaje, y que riéndose de él se ha reído también de sí mismo. De todas las taras que asolan el cuerpo cuando una mujer atractiva se acerca para preguntar la hora o la dirección del centro comercial. 

Viendo Hello Ladies me he reído de mi lengua, que se traba, de mi ocurrencia, que se atranca, de mi gesto, que no se acomoda. Del puto plexo solar, que tiembla como un pajarillo, y del corazón, que late desbocado, y del cerebro, que se vuelve loco con las conexiones, como una telefonista inútil de los tiempos antiguos. De la neurosis, que a los hombres sin prestancia siempre nos causan las mujeres interesantes. Desde los tiempos del instituto a los tiempos de ahora, sin que ningún aplomo se haya depositado con los años. 






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Hello Ladies

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Hello Ladies es una sitcom que sólo vimos el Tato y yo. El Tato, por cierto, era un torero del siglo XIX que jamás faltaba a una feria o a una corrida benéfica. De ahí viene aquello de "no vino ni el Tato", cuando nos referimos a un evento vacío de gente. Pero yo, por supuesto, no me refiero a este Tato, el torturador de toros, sino a otro tipo, contemporáneo mío, que imagino de la misma guisa por las noches, hastiado de la vida, derrumbado en su sofá, viendo las mismas ficciones que yo en una simetría que es al mismo tiempo perturbadora y reconfortante.

       Supongo que fue él, el Tato, el que vio la comedia de Stephen Merchant cuando la pasaron por Canal +, hace dos años. Alguien en la sala de mandos descubrió la verdad de tan magra audiencia y decidió desterrarla para siempre de la parrilla. Ni multidifusiones ni segundas oportunidades. Y ahora que he querido rescatarla para echar unas risas, no la tienen ni en el Yomvi, donde presumen de tenerlo todo. Hello Ladies no está editada en DVD, ni está disponible en los caladeros del pirateo. Es una serie maldita, olvidada, que he tenido que buscar en la lejana web de unos amigos argentinos, gentes de buen gusto que la tenían subtituladita y todo. Una maravilla.

         Hello Ladies cuenta la odisea sexual de Stuart Pritchard, un informático de las Islas Británicas que tiene el valor de hacer lo que yo nunca haré: dejar de amar los hologramas de las actrices guapísimas y plantarse allí, en el ojo del huracán, en el mismísimo Hollywood de las estrellas, a intentar conquistarlas con la carne y el hueso de su body, y no con escrituras románticas al otro lado del océano. Stuart es un tipo longilíneo, gafudo, de movimientos torpes y lengua traicionera. Pero es decidido, valiente, inasequible al desaliento. Da igual: en los momentos supremos del ligoteo siempre tiene un resbalón, un mal apoyo, un comentario en la boca que debería haberse pensado dos veces. Y las chicas de Hollywood, claro está, no le perdonan ni un sólo error. 

    Hello Ladies parece una comedia, y es verdad que te ríes mucho con las trapisondas, pero por debajo de la superficie late un drama de los que hacen mella en el corazón: la distancia insalvable que nos separa de las mujeres hermosas. Un abismo genético, evolutivo, que como decía el personaje de Neal en Freaks and Geeks, “es La Ley”.



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Cruce de destinos

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Cruce de destinos es el intento fallido de Ricky Gervais y Stephen Merchant por demostrar que también pueden hacer películas "dramáticas". Ellos, que son dos humoristas geniales, dos santos con altar propio en este blog, se nos han puesto muy ñoños, muy blanditos, con una historia que no resiste media hora en el sofá sin que nazca la tentación de darle al stop. 

   En este resbalón fílmico, tres chavales crecidos en el proletariado británico se abren como polluelos a la vida, al amor, a las primeras esclavitudes del trabajo. Así contada, Cruce de destinos parece una película de Ken Loach, con sus izquierdistas y sus juventudes rebeldes afiliándose al sindicato laborista. Pero estamos en otra aventura, en otra dimensión de la realidad. Cruce de destinos es más bien un british western que hubiese firmado Sergio Leone: “El responsable, el pendenciero, y el tonto del culo”. Un trío de muchachos que en estas películas de la juventud rebelde ya se han convertido en tópico, en recurso facilón, como los threesomes de las páginas pornográficas. Uno que filosofa, otro que pega las hostias, y el tercero que cuenta los chistes de coños y pollas. Los diálogos son sonrojantes, los colores pastelosos, la música para asesinar a quien decidió subrayar con ella los sentimientos. Cruce de destinos sería una TV movie de Antena 3 si no fuera porque de vez en cuando, para bajar un poco las importancias, Gervais y Merchant introducen momentos de humor que rompen la gazmoñería. Pero es un humor zafio, impropio de ellos, como inspirados en el Supersalidos de Greg Mottola, pero sin actores como Jonah Hill ni Michael Cera dándose la réplica. Ni descubrimientos como McLovin, comprándose los whiskies.


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Extras

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En Extras, Ricky Gervais es un actor de reparto que se codea con las grandes estrellas en producciones importantes. Lo que pasa es que a él  -porque ya es cuarentón, y bajito, y gordito, y ciertamente no muy espabilado- nunca le conceden la responsabilidad de recitar una simple línea de diálogo. Él, sin embargo, nunca se rinde. A pesar de las chanzas y ninguneos que sufre de continuo, su confianza en llegar a ser un actor de tronío permanecen intactas. 

Andy Millman viene a ser el mismo personaje que Ricky Gervais ya interpretara en The Office, el David Brent inmune a las críticas de los demás, embelesado de sí mismo hasta el punto de confundir su propia realidad con la realidad misma. Un poco como todos, ciertamente, pero de un modo más exagerado, y por tanto muy cómico. Es una veta  que Ricky Gervais está explotando con mucho acierto, ésta de la subjetividad quimérica en la propia valía, y los misántropos que buscamos pruebas de la estupidez humana aplaudimos con las orejas.

Releo varias veces el párrafo anterior buscando un estilo más depurado y literario, y me encuentro, para mi sorpresa, con un retrato involuntario y muy gráfico sobre mí mismo: cuarentón, gordito, no muy espabilado... Hablando de Ricky Gervais me ha salido, sin yo quererlo, un autorretrato patético. Mis dedos han sido secuestrados por el inconsciente del que tanto habla Slavoj Zizek en La guía del cine para pervertidos. Se ve que me están influyendo mucho sus enseñanzas. Los muertos de mi cementerio mental -que yo tenía muy calladitos a dos metros bajo tierra- están oyendo sus clases magistrales y aprovechan la confusión para salir de sus tumbas y recordarme cuatro verdades muy amargas, ululándome al oído. Son unos hijos de puta muy sinceros y muy puñeteros. 

Es por eso, quizá, que me está gustando mucho Extras. En ella he encontrado otro personaje en el que me veo reflejado, como un espejo que me deformara sólo lo justito, apenas unos centímetros por aquí, y unos pecadillos por allá. Otro álter ego de mis miserias y de mis fracasos. Uno que se arrastra por los rodajes a cambio de un bocadillo de mortadela y de una promesa siempre incumplida de participar en una conversación intrascendente. De hacerse inmortal, por fin, a través de la palabra, como William Shakespeare, o como los locutores del fútbol.





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