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El sol del futuro

🌟🌟🌟🌟


“El sol del futuro” me recuerda mucho a “Abril” pero sin llegar a su ligereza entrañable. Una vez amé mucho a una mujer porque le puse “Abril” en el DVD y se emocionó casi tanto como yo. Mi vida sexual está construida con estas tonterías... Para mí son como la prueba del nueve, aunque luego el nueve se gire y se convierta en seis, que es el número de la Bestia.

 “El sol del futuro” ya es decadencia evidente de Nanni Moretti, que repite gags y situaciones como el ajo de los spaguetti: su escena con el balón de fútbol, y su parar la acción para poner una canción, y su no tener ni puta idea de bailar que exhibe con mucho gracejo. Moretti se parece mucho a mí en algunas cosas: en su pesadez, en su descoordinación, en su pasión casi infantil por algunas certezas. En que es un comunistorro muy tenaz. Es por eso que le podría poner varios peros a su película, pero no puedo porque me ha tocado por dentro y me ha dejado pensativo. 

“El sol del futuro”, aunque parezca una comedia, habla de que apenas nos queda futuro, y de que todo lo valioso está en decadencia: el amor, el cine, la izquierda y la dignidad profesional. Porque a mis casi 52 años ya empiezo a sospechar -como Moretti a sus 70- que el amor es puramente glandular, y que una vez envejecido el sistema endocrino, a tomar por el culo -paradójicamente- el romanticismo. También sospecho que la izquierda ya no existe, y que nos estamos calentando con los rescoldos. Moretti sitúa el final del sueño en la invasión soviética de Hungría; yo, en la transformación de Pablo Iglesias en el marido de Irene Montero. 

¿Y el cine?: hombre, de momento no parece herido de muerte, pero sí el cine de autor, experimental, particular e idiosincrático, del que Moretti ya es uno de sus últimos gladiadores. ¿Dentro de diez años quién coño verá ya sus películas en una plataforma posmoderna? 

Y sobre la dignidad profesional, qué quieren que les diga: para que haya ética primero tiene que haber trabajo, y yo milito en un colegio público donde el personal está siempre de baja, o enfermo, o ausente, o de moscoso. Aquí yo soy como el Nanni Moretti de la bandera roja y la cara de gilipollas.




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The New Pope

🌟🌟🌟🌟🌟

El dinero y el sexo mueven el mundo. Todo lo demás es un matarratos, un viaje por carreteras secundarias.  Una paja mental de los filósofos. Literatura para consolar a los que no tiene pasta, o a los que no tienen el amor que desean. “Dame un atractivo irresistible o una cuenta millonaria y moveré el mundo”, dicen que dijo Arquímedes después de afirmar lo de la palanca y la Tierra. Pero ningún historiador, al parecer, registró aquellas palabras tan sabias, que Arquímedes tal vez solo musitó por temor al ostracismo, que en la Grecia Antigua era una cosa muy seria. Dos mil años más tarde, en el Berlín del protofascismo, Liza Minnelli cantaba “Money makes the world go round” en el cabaret, mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua.  Bob Fosse, como el Arquímedes de mi imaginación calenturienta, no era ningún tonto cuando se ponía a hacer películas, tan didácticas, y tan poco complacientes…



    En el Vaticano puede que haya gente muy poco recomendable: consentidores de la pederastia, nostálgicos del fascismo, manipuladores del Espíritu Santo, pero tontos, a esas alturas del cardenalato, no creo que llegue ninguno. En la carrera eclesiástica, que es la más exigente de todas las profesiones, los que no entienden de qué va la vaina se quedan en los primeras vallas, a predicar entre los pobres y entre las ancianas: la renuncia a las riquezas y el valor de la castidad. Mientras los curas de tropa -los Stormtroopers del Imperio Papal- cuentan estas martingalas a los creyentes más crédulos, allá, en la Ciudad del Vaticano, en el Coruscant de la Galaxia Católica, los cardenales imaginados por Paolo Sorrentino en The New Pope -que a buen seguro no son muy diferentes de los verdaderos- viven abrumados por sus pecados sexuales, que son muchos y variados, y angustiados por la idea de que el Gobierno italiano, finalmente, les haga pagar impuestos y les cobre el IBI, y termine con sus días de vino consagrado y de rosas en el jardín.

     Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres, y en las mujeres, tan resabiados ya, y tan cínicos.Tan espirituales como se creían, cuando escucharon la voz de Dios, y en realidad tan atados al instinto, y a la imperfección de la carne.



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The Young Pope

🌟🌟🌟🌟

The Young Pope no es una serie de televisión. Son dos. La primera consta de seis episodios y basta con ver sus primeros minutos para ya quedar enganchado y recomendársela a todo el mundo. Es como si Paolo Sorrentino no hubiera dejado de rodar La gran belleza, solo que ahora, en vez de seguir las andanzas de Jep Gambardella, traspasa los muros del Vaticano para seguir las aventuras de Lenny Belardo, el cardenal norteamericano que es elegido contra todo pronóstico por el Espíritu Santo. Porque ha sido Él, sin duda, y no el cardenal Voiello, el hacedor de papas que se ha quedado pasmado, quien ha designado a un tipo tan inesperado como contradictorio: guapo, joven, atlético, fumador..., y ultraconservador hasta meter miedo.

    Pío XIII -y la elección de este nombre no es, por supuesto, casual- recoge el testigo de San Pedro para cercenar cualquier afán aperturista o reformador. La Iglesia, bajo su mandato, regresará a las posturas beligerantes e intransigentes. Poco a poco irá desandando el camino hasta perderse en los tiempos decimonónicos, cuando la Iglesia todavía era una institución poderosa, de extensos territorios, que acojonaba a sus feligreses con solo levantar un dedo. Belardo ha optado por el camino oscuro para salvar a la Iglesia como un Darth Vader vestido de blanco. Si la gloria estaba en el pasado -piensa Belardo- volvamos a él. A la misa en latín, al papa que no viaja, a las amenazas del infierno.

    La segunda parte de The Young Pope tiene cuatro episodios y ya es como si a Sorrentino le hubiera dado un telele, o un aburrimiento. Lo que antes era intriga política y debate teológico, ahora se convierte en torrente de sentimientos, y en pulsión de los corazones. La serie embarranca y nos confunde. Hay lágrimas, pudores, confesiones, arrepentimientos. Padres ausentes que parecen sacados de una película ñoña de Steven Spielberg. Si la serie nos tenía fascinados porque el Vaticano es tenebroso en los fondos pero bellísimo en las formas, de pronto, como en la película de Manuel Summers, aquí to er mundo é güeno y encuentra su redención, y su camino, y su perdón. Y el  Vaticano, para nuestro asombro, vuelve a ser ese lugar de gentes buenas y afables que nos narraban los curas de nuestra infancia. El País Encantado de los Hombres sin Sexo. 

Sólo faltan las campanas tocando en el cielo, como en el final de Rompiendo las olas.


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Palombella Rossa

🌟🌟🌟🌟

Nunca he vuelto a encontrar al Nanni Moretti de Caro Diario, o de Abril, que son dos películas maravillosas que guardo como tesoros en mi estantería. El cineasta que vino después se perdió en el humor bufo y tontorrón, o se volvió un dramaturgo trascendente como hay otros cuarenta mil rondando por los festivales. 

    El Nanni Moretti anterior a todos, como éste de Palombella Rossa, es un tipo simpático que sin embargo cuenta historias muy apegadas a su biografía personal, con simbolismos, onirismos, pelusillas indescifrables de su ombligo, o argumentos muy relacionados con la política italiana del momento, que para un españolito del montón es el asunto esquemático de un Partido Comunista que siempre perdía y una Democracia Cristiana que siempre ganaba bendecida por el Papa.

    Palombella Rossa es el relato felliniano, o buñuelesco, de un partido de waterpolo que enfrenta a la izquierda con la derecha política. Moretti, que es el delantero boya que recibe las hostias más cruentas de los democristianos, marca unos bonitos goles de vaselina (palombella) que son la delicia del público, y la alegría de sus compañeros. Unos goles muy rossos que luego, como en la vida real, no sirven para nada, porque la derecha -siempre favorecida por el árbitro, y siempre unida ante la adversidad- se las acaba arreglando para ganar las competiciones de largo aliento. 

    En Palombella Rossa, Nanni Moretti hace examen de conciencia de su activismo juvenil, y se coloca en una postura incómoda de izquierdismo crítico y solitario. Allá en la piscina del waterpolo, Moretti monologa, dialoga, hace cruces de sus errores o planea propósitos de enmienda. Es una pura verborrea, un puro dolor de cabeza, que él mismo rompe en un par de ocasiones harto ya de no llegar a ninguna parte. Es entonces cuando la película se vuelve poética, hermosa, y nos recuerda, como dijo Truffaut, que siempre es preferible el reflejo de la vida a la vida misma. Qué nos importan ya las políticas, las reyertas, las discusiones bizantinas, cuando el doctor Zhivago cae fulminado por un infarto persiguiendo a Lara por las calles de Moscú. La realidad queda suspendida, ante tamaño drama, y se vuelve pedestre e insignificante. Qué nos importa ya el circo, la cháchara, el festival de los gobiernos y los telediarios, si en la megafonía del estadio suena la canción más hermosa de todos los tiempos, el  I'm on fire de Bruce Springsteen, y ya desprendidos de todo, y de todos, sólo somos ese hombre muerto de deseo que le canta maldades a su chica. 



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Abril

🌟🌟🌟🌟🌟

Abril es una película maravillosa de Nanni Moretti. La veo con mucha frecuencia, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad... Quizá porque es corta -apenas hora y cuarto- y casi me cabe en cualquier agujero de la agenda, cuando ya es muy tarde para ver los grandes largometrajes.

     Abril me pone contento, me levanta el ánimo. De algún modo que no acierto a adivinar -porque los autorretratos de Moretti y lo autorretratos de mi vida no se parecen en nada- Abril me pinta una sonrisa en la cara y me reconcilia con la vida. Es una película irregular, dubitativa, a veces tontorrona. Moretti lo mismo se pone a filosofar con enjundia que a hacer el ganso con la gracia de un mal payaso. Es un tipo peculiar cuyo alter ego  vive a medio camino entre la sabiduría y la bufonada. Pero yo entiendo a Moretti, o creo entenderlo. De algún modo misterioso me reconozco en sus neuras, en sus dudas, en sus exclamaciones sobre la vida. Le veo en pantalla y entro en sintonía con él. Me río cuando él se ríe, me emociono cuando él se emociona. Me sale la misma vena corrosiva que a él se le enciende en el entrecejo cuando dispara contra la derecha política, contra la vacuidad de la izquierda, contra la estupidez imperante. Moretti es como un amigo lejano que tengo en Italia, al que de vez en cuando visito en las películas para repasar los viejos temas, y darnos un paseo en su moto por las calles de Roma.




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