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Snowden

🌟🌟🌟🌟

Si algo aprendimos en 2001: Una odisea del espacio es que las herramientas del hombre sirven primero para matar, y luego, si se muestran útiles y versátiles, se aprovechan para la vida doméstica. Cuando el mono empieza a jugar con el fémur cachiporril bajo la sombra del Monolito, lo primero que pasa por su cabeza es matar al fulano que le arrebató la charca. No piensa en partir nueces, en cascar cocos, en ablandar pulpos. Ni siquiera en inventar el béisbol aprovechando un pedrusco cuasiesférico de las cercanías. Todo eso vendrá después, en un estadio posterior de la evolución. Lo primordial es partirle el cráneo a ese hijo de puta, y recuperar la fuente de agua, y una vez culminada la venganza, en el rapto de alegría, lanzar el fémur al aire para que empiece a sonar el Danubio Azul de Johann Strauss.



    Y así, en una elipsis temporal de cuatro millones de años, descubrimos a su retataranieto sentado ante un ordenador, aporreando las teclas. Nuestro simio contemporáneo busca porno en internet, chatea en un foro de cinéfilos, whatsappea mensajes con su enamorada y participa en un crowfunding para salvar las focas del Ártico. El descendiente de aquel mono es un tipo maravillado ante la ciencia moderna, y cree sinceramente que internet es la proa de un progreso imparable y benefactor. No sabe, quizá, que el origen de la gran telaraña es un asunto militar, una necesidad tecnológica que nació en los despachos guerreros del Pentágono. Quizá no sabe, tampoco, que su ordenador, su móvil, su tablet, su reloj de muñeca con ciento una sofisticaciones, no son aparatos inventados por un alma generosa para hacerle la vida más fácil, abrirle una ventana al mundo, facilitarle la comunicación fraternal con el resto del planeta. Sus cachivaches con chip incorporado se han inventado para tenerle controlado, para saber qué dice, qué urde, qué malas compañías suele frecuentar. Como el fémur de 2001, los gadgets de la modernidad se han creado en primer lugar para hacer la guerra. Una que es silenciosa, soterrada, sin tiros de por medio. Lo otro, nuestro día a día en internet, o en las redes sociales, es un asunto secundario. La derivada doméstica de un armamento muy secreto y muy sofisticado. 

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Los descendientes

🌟🌟🌟🌟

Hacía más de cinco meses que no entraba en un cine, desde aquella ocasión en que Pitufo y yo fuimos a ver Super 8. Todo un récord de absentismo para mí, que antes era el okupa de las salas. En mis tiempos mozos me dejé sueldos enteros por las taquillas de media España, cuando vivía en las ciudades, cuando estaba de vacaciones, cuando visitaba a un familiar de las Chimbambas. Veía casi todo lo potable, casi todo lo premiado, casi todo lo recomendado.

Pero esa época ya pasó. Ahora parezco uno más de esos carrozas que se casaron, tuvieron hijos y abandonaron la costumbre sin nostalgia ni remordimientos. Vivo rodeado de ellos, pero no soy uno de ellos. Yo no abandoné las salas de cine: a mí me echaron de ellas. Los que no paraban de hablar, los que no paraban de masticar, los que no paraban de hacer ruido con las bolsas. Los que no paraban de soltar gracietas, de ir al servicio,  de consultar sus teléfonos móviles. Los que iban con los niños y los dejaban corretear por los pasillos; los que iban con la abuela sorda y le iban gritando la trama; los que iban en pandilla y confundían el espacio público con el salón de su casa. Los que trabajaban allí y consentían el lamentable espectáculo. Los que estaban a mi lado y jamás secundaron mis airadas protestas. Los que luego escuchaban mis razonamientos en las tertulias y decían que yo era el malo de la película, intransigente y maniático. Me echaron todos ellos, sí.

 A toda esta gente le importaba una mierda el cine, y sin embargo, fui yo, que era el que más lo amaba, quien tuvo que desistir. Me echaron, como quien dice, de mi propia casa. Porque los cines eran eso, mi hogar, mi segunda residencia, el lugar donde yo pasaba las vacaciones de mí mismo. Los cines eran mi fumadero de opio, mi refugio en las montañas, mi velero alejado de la tierra firme y de los humanos insoportables. Los cines eran algo más que mi propia casa, porque yo, en mi casa, me limitaba a vivir, pero en ellos soñaba. Era feliz.

Hoy he tenido suerte. En la sesión de las cinco sólo éramos seis personas: tres loros acartonados que iban a ver a Clus (sic) Clooney, una pareja de mujeres de mediana edad con pinta de maestras de primaria, un pobre hombre sentado al fondo de la sala, y yo mismo, a dos filas de distancia del cogollo central, temeroso de que en cualquier momento comenzara el parloteo y se desencadenara la tormenta. No ha sido así. Apenas unos murmullos educados en los títulos de crédito inciales, y luego, el silencio. Supongo que Clus les parece tan guapo a las mujeres que las deja boquiabiertas, incapacitadas transitoriamente para articular sonidos. Bendito seas, Yors.



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