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El nombre de la rosa

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El nombre de mi rosa, de mi primera rosa, fue curiosamente Rosa. Yo también la recuerdo -como Adso de Melk- entre las brumas de la edad, y los garabatos de mi pluma. 

A diferencia de él, yo no yací con ella en el refectorio de ninguna abadía. No yací con ella, simplemente. Luego es verdad que he yacido algo más que Adso de Melk -si nos atenemos a su propio testimonio, claro- pero tampoco nada del otro mundo, para qué andar con presunciones... Para nada la Babilonia de los grandes pecadores, ni la Gomorra que habitamos los vecinos de Sodoma. Para esto casi mejor haberme metido a monje, o a cura, como me aconsejaba mi madre, y haber desahogado las apetencias con el ama de llaves o con la señora que trae los pollos al monasterio. Fray Álvaro de León, además, hubiera sido un nombre de reminiscencias medievales muy digno de Umberto Eco y sus ocurrencias.

Qué más hubiera querido yo, ay, que yacer con el nombre de mi rosa. Pero ella -Rosa, ya digo-, mi Rosa intocada, mi Rosa de Iberia, no me hizo ni puto caso. Ella fue acaso mi primera rosa con espinas... Tampoco sé si estábamos los dos maduros para yacer, en caso de correspondencia por su parte. No es como ahora, que los chavales ya nacen aprendidos y siempre encuentran un escondrijo para relacionarse, y comprobar que las lecciones de anatomía que imparte el PornHub se ajustan a la verdad. Corría el año del Señor de 1985 y no estaban los hornos para bollos, ni las habitaciones para polvos. Yo sólo tenía trece años, y ella apenas quince, aunque fuera yo el que aparentara los quince, y ella los trece. Pero da igual: la inversión física no me salvaba de ser más joven que ella, apenas un chiquillo medio tonto con pantalones cortos, y por tanto insignificante, escarabajo de la patata, o escarabajo pelotero, yo que tanto le hice la pelota sin recibir el premio de su sonrisa. 

Rosa bailaba en la pista de la baby-disco y en cada uno de sus escorzos me clavaba su espina involuntaria. O voluntaria, a saber, porque siempre me pareció que su mirada, al no mirarme, estaba llena de desdén.






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Indiana Jones y la última cruzada

🌟🌟🌟🌟🌟


Escribo estos recuerdos en el año del Señor de 2021, tiempos oscuros en los que el Real Madrid, otrora espejo de virtudes, se arrastra por los campos del reino y los estadios de Europa como un ejército de espada roma y blasones con agujeros. Escribo estos recuerdos antes del próximo advenimiento del Mesías, que ya no se llamará Alfredo, ni Iker, ni Cristiano Ronaldo, sino Kylian, un semidios nacido en tierra de los francos que vendrá acompañado por un escudero de apellido Haaland, nacido en las tierras del norte, donde el sol apenas reluce y todo es lenguaje de bárbaros, y belleza de las mujeres.

Son tiempos propicios para los equipos plebeyos, los segundones de la historia, y quizá por eso, ahora que vuelvo a ver las películas de Indiana Jones, todo lo analizo en clave madridista, a ver si en esas reliquias que Indy quiere encerrar en un museo se encuentra la solución a nuestros males. En “Indiana Jones y la última cruzada” -que es, sin duda, la mejor película de las cuatro- se dice que el ejército que avance con el santo Grial será invencible porque sus soldados nunca perecerán en la batalla, y serán inmortales hasta que llegue el Fin de los Tiempos. Lo mismo decían del ejército que poseyera el Arca de la Alianza en la primera película (que es la mítica), y también de aquél que reuniera las cinco piedras de Sankara en la segunda (que es la tontería).

Yo ya propuse robar el Arca y enterrarla bajo el césped del Bernabéu, ahora que andamos de obras, o enviar una expedición a la India para indagar el paradero de las cinco piedras luminosas. Hoy, en las nostalgias de Sean Connery, imaginaba a Florentino Pérez haciendo prospecciones en Alejandreta con la excusa del gas natural, pero en realidad buscando el cáliz que se perdió por la grieta de la avaricia. Ya soñaba con futbolistas eternamente jóvenes y esbeltos, ajenos a toda lesión y a todo cansancio -y que se jodan, los que protesten- cuando salió el Caballero del Grial para anunciar que sólo se puede ser inmortal dentro de las ruinas de Alejandreta. Pues nada, Floren: tendremos que reconstruir allí el estadio, y apuntarnos a la liga de Jordania.





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La caza del Octubre Rojo

🌟🌟🌟🌟


En la ficción bélica de 1990, el Octubre Rojo era el último grito en cuanto a submarinos nucleares se refiere. Y era, por supuesto, con ese nombre tan bolchevique, un submarino soviético. Un cachalote gigantesco, pero silencioso, y muy cabroncete, capaz de salir de Múrmansk, cruzar todo el Atlántico con el sigilo de un fantasma y emerger delante de las Torres Gemelas para derribarlas de un pepinazo, antes de que el siguiente enemigo de la democracia copiara la idea y copara las portadas de los periódicos.

Mientras veía la película en la siesta canicular -bueno, es un decir, porque ahora mismo en la Meseta se está la mar de bien- me acordé de aquel otro ingenio soviético que también era la pera limonensky, el Firefox, el caza a prueba de radares que Clint Eastwood les robaba a los soviéticos dejándolos con un palmo de narices. Y me dio por pensar que los americanos, en el fondo, son como esa mujer guapísima que no deja de envidiar a todas las demás, cuando es ella la inalcanzable, la pluscuamperfecta. Un complejo de inferioridad que en las películas siempre atribuía a los rusos la última tecnología, la más letal, la que era casi alienígena, aunque luego -porque los del politburó eran unos carcas, y los subsecretarios unos arrogantes, y los ejecutores unos psicópatas chapuceros- los americanos siempre salieran triunfantes de todos los enredos.

No había más que ver los Ladas que circulaban por nuestras carreteras comarcales, en los tiempos de la Guerra Fría, para sospechar que los soviéticos, de tecnología, iban más bien justitos, y que su apuesta estratégica era ganar la guerra por aplastamiento, y no por refinamiento, produciendo más misiles y más artefactos que nadie. Y así fue como se arruinaron, claro... Quiero decir que yo mismo, de adolescente, sin ser analista político ni sovietólogo de carrera, podría haber predicho el colapso de la URSS con sólo observar aquellos Ladas que eran como tanquetas cuadriculadas, hostia proof, eso sí, pero lentos, y poco estilosos, nada que ver con los coches americanos, y a siglos-luz de los automóviles alemanes, tan fiables y comodísimos.



 



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Robin y Marian

🌟🌟🌟🌟


El sueño de Robin es el mismo que tenía Sean Thornton en El hombre tranquilo: regresar a su tierra después de haber dado ya todos los tumbos. Renunciar para siempre a las peleas y a los guantazos. No volver a matar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Olvidar la vanidad, aparcar la gloria, quemar la codicia. Levantar la choza, cultivar la huerta y respirar el aire verde de cada mañana. Llegar noblemente cansado al final de la jornada. Compadrear con los amigos en la taberna. Sentirse, por primera vez en muchos años, libres y sonrientes. Y hacer todo esto en compañía de la mujer amada: Robin con su querida Marian, y Thornton con su pastora pelirroja. Follar mucho, y reírse aún más. Sostenerse con fuerza y aguantarse con humor. No tener que explicar ya nada, ni que reprochar gran cosa. Quizá ni hablar: sólo entenderse con las miradas. Ése es el amor en los tiempos del reposo. Quizá el único verdadero.

    Quizá por eso me gusta tanto Robin y Marian. Porque se parece mucho a El hombre tranquilo. También porque contiene la declaración de amor más hermosa de la historia del cine, claro, y porque trabajan en ella Sean Connery y Audrey Hepburn, que iluminan la pantalla. Y porque la Edad Media, en esta película, aparece como falta de medios, como poco lustrosa y sanguinaria, que es lo que uno siempre pensó de aquellos tiempos, y no esa mierda folclórica que nos llevan vendiendo desde que se inventó el cine: la vajilla reluciente, y los castillos impolutos, y la gente recién salida de la ducha...

    Robin y Marian podría ser algo así como “un romance crepuscular”, y yo estoy ahora muy en el ajo de los romances crepusculares. Es lo que toca, cuando uno lleva casi medio siglo dando tumbos por el mundo. Tumbos modestos, de andar por las pedanías, nada de la gloria en las Cruzadas, ni de colegueos con los reyes, pero tumbos. Yo también tengo ese sueño de Sean Thornton y de Robin de los Bosques. Pero tengo que empezar por el principio. Buscar mi patria. Mi último lugar en el mundo. La Pedanía es una buena candidata. Mi Innisfree, o mi bosque de Sherwood.



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El viento y el león

 🌟🌟🌟


La película está bien. Demasiado espectáculo, quizá, para tan poco guion. Pero es que es cine majestuoso, de pantalla grande, para espectadores de otra época. Justo lo contrario de lo que se hace ahora, cine enrevesado de paisajes muy modestos para que quepan en las pantallas de nuestro salón.

    Ojalá pudiera haber visto El viento y el león de pequeño, en el cine Pasaje, con esos paisajes abrumadores que al final eran todos de aquí -Almería por el Rif, y la Sierra de Madrid por el Parque de Yellowstone- y esas batallas a campo abierto que de niño, mucho antes de la objeción de conciencia, y del antibelicismo de la Internacional Socialista, me dejaban turulato. Pero John Milius, ay, rodó su película demasiado pronto, o yo nací demasiado tarde, y no pudo darse la coincidencia. En El viento y el león sale Sean Connery desatado, y Candice Bergen como una flor, y no me arrepiento de haber asomado el morro por curiosidad cuando recomendaban la película en los panegíricos de hace un mes. La de Connery que me faltaba, realmente.

    Habría estado bien, de todos modos, que John Milius hubiera rodado una segunda parte de las andanzas del sultán Raisuli ya entrado en años. Una en la que tuviera que enfrentarse al nuevo ejército colonial que desembarcaba en sus costas del Rif. Ya no el americano, ni el alemán, como en la primera entrega, tan organizados y tan primorosos, sino el español, el desharrapado, el reclutado a punta de amenaza en las levas de la Península. ¡El desembarco de la bahía de Alhucemas!, que estudiábamos en clase de Historia antes de la LOGSE, comandado por  el general Primo de Rivera, y subcomandado por los generales Franco y Sanjurjo, que se apuntaron a la excursión para probar nuevos métodos de masacrar cabilas antes de emprender la guerra contra el comunismo. Qué película se perdió ahí... El viento y el león 2: Raisuli contra Franco. Sean Connery retando a duelo a Juan Echanove, o a Santi Prego, ese actor que clavaba al asesino en la última de Amenábar. El vozarrón contra la voz aflautada. La nobleza contra la psicopatía. 007, contra Miniyó.




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El hombre que pudo reinar

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Ya no quedan reinos perdidos a los que huir, como Kafiristán. En el siglo XIX todo era más fácil para los aventureros que buscaban la felicidad. Liabas a un amigo, te liabas la manta a la cabeza, te pertrechabas con la ayuda de unas mulas y medio mundo estaba ahí, a tus pies, casi sin descubrir, tras el puerto de montaña. Con un poco de suerte, las tribus del valle podían confundirte con un semidios -el descendiente de Alejandro Magno, o el hijo perdido de los atlantes-,  y gracias al malentendido te tumbabas a la bartola en el palacio de las montañas, a vivir a cuerpo de rey. A disfrutar del ocio de no hacer nada, del privilegio de acostarte con las mujeres más bellas. De soñar con la vuelta a la civilización chapado en oro, para ser la envidia de tu cuñado, y de la bruja que vive en el 5º derecha.  Y luego, a comienzos de septiembre, si la policía no lo impide, regresar a esa segunda residencia palaciega, que ya se habrá convertido en tu patria verdadera. En tu lugar en el mundo.



    Las probabilidades de encontrar un paraíso eran más altas en los tiempos de Rudyard Kipling, y no como ahora, que ya está todo descubierto, y también emponzoñado por la televisión. Hasta los indios yanomami ya saben que los hombres blancos no son dioses que traen cristales de colores, sino demonios que vienen a talarles los árboles. Los aventureros de ahora, cuando creen que han encontrado el este del Edén, se decepcionan al ver que hasta los estedénicos visten la camiseta de Messi o de Cristiano Ronaldo cuando salen a recibirles, e incluso saben imitar el grito del portugués cuando mete los goles con la Juventus: “Uuuuuh…”

    A los inconformistas del siglo XXI ya sólo nos quedan los reinos imaginarios para encontrar refugio cuando llueve. Los que dibuja un buen porro, o los que salen en los libros, o en las películas. Como el Kafiristán de El hombre que pudo reinar, que es una obra maestra que habla sobre la amistad y también sobre el sueño de mandarlo todo a tomar por el culo, y plantarte en un sitio donde nadie te conoce, y nadie habla tu lengua. Y donde tú tampoco entiendes la suya. Y sin embargo caes de pie, y respiras la posibilidad de ser feliz. Un sitio donde volver a nacer, renacer, sí, pero ya casi contra reloj.



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El nombre de la rosa

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El amor, como cualquier ente con vida, empieza a degradarse -y realmente a morir- nada más nacer. Quizá por eso no hay amor más puro, más verdadero, que el que jamás llega a desarrollarse. El que no conoce el desgaste ni la erosión. El que nunca dudó, o discutió, o se tiró una sartén a la cabeza. El amor de una sola noche, o quizá ni eso: el que no alcanzó ni la conversación ni el acercamiento. El amor fugaz, pero poderoso, incontenible, tan intenso como un terremoto, que a veces nos sacude en la terraza del café o en la espera del semáforo. Amores que se ofrecen como novelas a punto de empezar, como películas que muestran su primera escena, pero que al final se quedan en nada, imposibilitados por la fidelidad debida, o por el miedo súbito, o por la pereza infinita de emprender una conquista de dudosa viabilidad e imprevisibles consecuencias. Amores de los que no llegamos a saber ni el nombre, como le ocurre a Adso de Melk en El nombre de la rosa, el franciscano que permanecerá toda su vida enamorado en los muchos monasterios en los que vivirá su voto de castidad y su dedicación a la lectura. Él nunca odiará a su rosa, ni recordará los malos momentos vividos junto a ella. Adso no conocerá la traición ni el engaño. Ni existirán los celos ni las humillaciones. La cuesta abajo del amor que se escurre entre los dedos...

    La sabiduría popular llama platónicos a estos amores inconsumados, aunque el de Adso de Melk, concretamente, tiene una consumación muy sentida en la cochambre de la despensa, entre olores a carne agusanada y verdura podrida. A estos amores habría que llamarlos, más doctamente, aristotélicos, porque se dan en potencia y jamás en acto, y esa enseñanza tan sólida del bachillerato se la debemos al estagirita, que además es el filósofo central de la película, el autor de ese libro maldito por el que los monjes de la abadía se dejan dar por el culo en la celda de Berengario, que es el guardián de los libros prohibidos por la Iglesia, y también de los libros vetados por Jorge de Burgos, que es un castellano recio, arisco, de poca broma, como el colesterol de los anuncios.




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La casa Rusia

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A un hombre que a los sesenta años, después de recorrer mundo y de vivir muchas aventuras, decide afincarse en Lisboa para entregarse a la saudade, no se le puede confiar una misión tan delicada como ésta de la La casa Rusia. Una incursión en la Unión Soviética casi al estilo de James Bond redivivo, con magnetófonos de Mortadelo y Filemón en la cintura y tintas invisibles para escribir en documentos muy secretos. Y una chica Bond, aunque más modosita y bajita de lo habitual, que le haría perder el sentío a cualquiera, incluso a los pitopaúsicos que ya se han librado del deseo, y viven tan tranquilamente la jubilación de las conquistas. 

    Barley, el editor de libros, el personaje de Sean Connery, ya no está para estos trotes. Él estaba a la melancolía, al vino en la tasca, al atardecer sobre la desembocadura en el río Tajo. Un poco a la vida que llevaba Fernando Pessoa por aquellas calles, o cualquiera de sus heterónimos. El librito, la buena música, el apartamento con vistas al mar, para ver llegar los barcos... Quizá algún romance otoñal para apagar las últimas brasas que caldean. Poco más. Lisboa está justo a medio camino de los rusos y de los americanos, en tierra de nadie, seguramente fuera del alcance de cualquier misil balístico. En el punto ciego donde se habla portugués y se come el bacalao, que es una combinación perfecta para adormecer el alma y entregarse a la vida muy reposada.

  Yo creo que se equivoca mucho el disidente ruso que le confía los planos de la Estrella de la Muerte. Al señor Barley, británico de nacimiento y ruso de simpatías, le importa un carajo quién lleva la delantera armamentística o moral en la Guerra Fría. Se la sopla. Y más cuando conoce a Michelle Pfeiffer haciendo de eslava, porque entonces ya se pasa las ojivas por el ojete, y decide tirar por la calle de en medio y no dejar a nadie contento en aras del amor. Barley en el fondo es un cínico, un descreído. La sonrisa socarrona le delata. Él es un tipo leído, viajado, que ha estado varias veces en Rusia y ha conocido sus miserias y sus chapuzas. Sabe de sobra que el país no va a resistir mucho tiempo. Los americanos cultivan dólares en unos árboles ubérrimos que crecen cerca de Alabama, y a los rusos, por contra, se les congelan las cosechas en ese frío cabrón de las estepas. Es una guerra perdida de antemano.

    La casa Rusia es una película que no se entiende muy bien porque en realidad su personaje central es un tipo fuera de lugar, perdido en la Perspectiva Nevski por mucho que Connery le ponga el porte, y la distinción, y alguna frase para apuntar en el cuadernillo del hombre de poca vida.



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Un puente lejano

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La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.


    La ventaja operativa era del Ejército Rojo, que encontraba terreno más propicio e infundía mayor pavor entre los alemanes. Así que empezó a cundir el nerviosismo entre los mandos angloamericanos que se veían rezagados en los bosques de Francia. Quizá por eso, herido en su orgullo, algún general planteó la operación Market Garden como un atajo para alcanzar Berlín antes de que acabara 1944, y reírse en la cara de los ruskis cuando llegaran tarde a la toma del Reichstag. El plan era lanzar varias divisiones de paracaidistas sobre Holanda, tomar los puentes estratégicos que dominaban el Rin y avanzar directamente sobre el centro industrial de Alemania.

    Pero esta vez, ay, para desdicha de la coalición, sí había armas de destrucción masiva desplegadas sobre el terreno, que en aquella época eran las divisiones acorazadas de los alemanes, con los tanques Tiger y los Panzer apuntando hacia las carreteras. Lo había advertido la resistencia holandesa, y lo habían corroborado las fotografías aéreas. Pero en aquel entonces, como en este ahora, los halcones del ejército estaban demasiado interesados en lanzar las tropas sobre el terreno. La chapuza de la operación Market Garden fue casi total, y esto es lo que se afana en contar, con todo lujo de detalles -tantos que a veces te pierdes y bostezas- esta película que Richard Attenborough rodó años antes de irse a Costa Rica para abrir un parque temático sobre dinosaurios resucitados.




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Los últimos días del Edén

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Los últimos días del Edén habría sido un bonito título para estos escritos, porque ellos son, realmente, aunque parezcan una crónica de cinefilias, y de cinefobias, el relato de mis últimos días en el edén del vigor físico, de la lucidez intelectual, de mi ya de por sí escaso atractivo. Este blog, en esencia, es la versión muy verborreica, y muy poco artística, de aquel famoso poema de William Wordsworth en el que el poeta lamentaba no revivir el esplendor en la hierba, ni la gloria en las flores, pero donde decía, al menos, contar con el recuerdo de las cosas bellas, que en mi caso son las películas de cada día, y las series que veo en las fiestas de guardar.


    Los últimos días del Edén cuenta las andanzas del doctor Robert Campbell en la selva amazónica: un Sean Connery de pelo canoso y guayabera sudada que cree haber descubierto el remedio contra el cáncer en una flor exótica que crece en las alturas. Para controlarle el gasto y aplacarle las locuras, aterrizará a su lado Lorraine Bracco, una científica que enamorada al instante del caballero soportará estoicamente las incomodidades selváticas con tal de permanecer a su lado, y trincar, de paso, si la cura contra el cáncer fuera veraz, un pedacito de honor en los libros de historia, y un montoncito de millones en el negocio farmacéutico subsecuente.

    Los últimos días del Edén se estrenó en 1992, y recuerdo que por aquel entonces, aprovechando la coyuntura, entrevistaron a varios oncólogos para preguntarles cuándo estaría listo un remedio contra el cáncer. "Uy -resoplaron, como hablando de un futuro lejanísimo-. Veinte años por lo menos..." Y así seguimos, veintiséis años después, con la misma respuesta colgada en el cartel, como aquel "vuelva usted mañana" de las ibéricas ventanillas. Uno echaba cuentas en 1992 y pensaba reconfortado: entre que descubren la molécula, la prueban en ratones y ponen en marcha su desarrollo industrial, aún llego a tiempo para morirme sólo de un ataque al corazón, o de un trastazo con la bicicleta. Pero se ve que no, que el asunto de los tumores es más complicado de lo que parecía. Y no te digo nada si, como cuentan en Los últimos días del Edén, el remedio definitivo crece en una selva remota amenazada por la deforestación, y por la sequía. Me cagüen Bolsonaro... Cuando muera el último árbol, y no queda mucho al paso que vamos los civilizados, apaga y vámonos. 





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