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Esperando al rey

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La tecnología de la galaxia muy lejana ha llegado por fin a la Tierra. Aquel holograma de la princesa Leia pidiendo ayuda a Obi-Wan ya no es ciencia-ficción en Esperando al rey, que es otra película que transcurre en un desierto de arena donde los protagonistas ya no saben si lo que ven es real o producto de una insolación. 

    Alan Clay, el vendedor de hologramas perdido en esta versión terrícola de los desiertos de Tatooine, ha despertado en mí una simpatía inmediata. Una identificación contra todo pronóstico, porque él es un alto ejecutivo que negocia contratos millonarios mientras uno recibe sueldos menguados enseñando a hacer oes con los canutos. Pero Alan, como en un espejo que de pronto ha sustituido la pantalla del televisor, resulta que también está madurito, fondón, decaído... También tiene pesadillas que le alteran el sueño y le hacen ir todo el día como alucinado, como gilipollas perdido. También le persiguen los recuerdos de las malas decisiones, de los caminos torcidos, de las vergüenzas sin solución. Si el destino laboral le ha llevado a un país extraño que no acaba de entender, con costumbres medievales y gentes inescrutables, a mí, hace veinte años, el periplo pedagógico me trajo a esta comarca que sigue pareciéndome ajena y provisional, con su clima tropical, sus asuntos agropecuarios, su gozoso aislamiento de las televisiones de pago y de las películas subtituladas.

    Alan, que anda tan lost in traslation en Arabia como el pobre Bill Murray en Tokio, presiente que está en una encrucijada vital y definitiva: a un lado la decadencia, el sinsabor, la enfermedad... El apagamiento. Al otro lado, una segunda oportunidad para tomar oxígeno y revivir. Quizá un empujón laboral que lo redima de los viejos fracasos; quizá el amor con una mujer inesperada y reluciente. El romance ideal es una semilla tan inaprensible como caprichosa, y germina donde uno menos se lo espera. Incluso entre las dunas del desierto. 





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