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Enemy

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Hace un par de días, en la radio, Antoni Daimiel aventuraba que si un día se conociera a sí mismo, un doble exacto de su cuerpo y de su personalidad, seguramente se caería muy mal y pensaría que el otro tipo -o sea él mismo- es un poco gilipollas.

    La cosa de Daimiel iba un poco de guasa, ensartada en un programa de espíritu cachondo y deportivo. Pero cuando lo puse en el Caralibro para echar unas risas, hubo gente que se rio y otra que no. Y hubo quien, incluso, llegó a llamarme por teléfono para preocuparse por el estado de mi autoestima. Yo respondí que no problem, que sólo era una coña marinera, pero en realidad pienso algo parecido a lo de Daimiel: que sería algo aterrador descubrirme un día en el colegio, verme desde fuera interactuando con la gente, sonriendo a unos y esquivando a otros, caminando por el pasillo con ese gesto encorvado que es marca de la casa, como si se me cayeran las monedas al suelo, todo el rato, y me pasara la vida siguiéndoles la pista. 

Siempre en Babia, y con cara de sueño, hasta que no atraco la máquina del café a cartera armada antes de que lleguen las barcazas de desembarco con los alumnos. Qué haría yo, en el colegio, cuando mi otro yo se cruzara conmigo y saludara con esa prisa tan mía, tan de pasar de puntillas, “buenassss…”, como derrapando en la curva, sin mucha intención de hacer un “parar y charlar”, y yo allí, con el saludo en la boca, quizá con un discurso preparado para romper el hielo, tragándome las palabras y certificando, efectivamente, que qué tío más gilipollas, el nuevo, o sea el viejo, o sea yo…

    Y será el subconsciente, o el duende que elige las películas por mí, pero esta tarde, embarcado en un miniciclo sobre Denis Villeneuve, me he topado en los caladeros de internet con Enemy, que es exactamente la atribulada historia de un tipo que se topa consigo mismo por las calles de Toronto. No con un clon, no con un gemelo,  no con un experimento del gobierno. No con una dimensión paralela del tiempo. No: con él mismo. La situación es aberrante, flipante, pero después de asumir la sorpresa de conocerse, y de compararse un poco las pollas para certificar el milagro duplicatorio, los dos hombres, rijosos y aprovechateguis, tardan muy poco en decidir acostarse con la mujer del otro, que están las dos de muy buen ver, y en principio no van a darse cuenta del cambiazo…


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Un método peligroso

🌟🌟🌟🌟

El abuelo Sigmund, allá en su consulta de Viena, fue el primero en comprender que el sexo era el gran tema de nuestras vidas. La fuente de todos los conflictos interiores que volvían tarumbas a sus pacientes. Lo que Freud descubrió en sus mentes neuróticas debió de dejarle boquiabierto, abochornado, como un niño curioso que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías. Corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena, y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían cuatro gatos enterados del movimiento psicoanalítico, que quizá se los tomaban como un compendio de relatos eróticos, divertidos y guarros al mismo tiempo, y no como teorías sesudas sobre el légamo de nuestro alma.

    Freud metió el telescopio de Galileo por las fosas nasales y descubrió que en el laberinto del cerebro siempre había un bonobo dando paseos, aburrido, que preguntaba a todas horas por el  momento de darse un alegrón. El bonobo era el que provocaba el ruido, el conflicto que volvía locos a sus pacientes. El vecino de arriba que no paraba de dar golpes y de tocar los cojones. La gente de Viena, como la de todas las partes del mundo, sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo  en un cuarto muy oscuro y sólo de vez en cuando le oía quejarse en la oscuridad. Las soluciones intermedias, no resueltas, provocaban neurosis, psicosis, trastornos sin fin... Si Darwin afirmó que éramos monos recién bajados del árbol, Freud confirmó que todos llevamos dentro, a modo de souvenir, un simio interior que protesta por pasar vestidos la mayor parte del tiempo. Un argumento que Carl G. Jung, el discípulo amado, terminó por repudiar, asqueado, porque le parecía demasiado grosero, demasiado “anti-humano”, muy poco sofisticado en términos espirituales, y prefirió irse con su bonobo por los cerros de Úbeda, como el niño Marco con Amedio, a explorar territorios místicos que explicaran la dificultad del ser humano para ser feliz.





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Maps to the stars

🌟🌟🌟

Maps to the stars es el nuevo tratado de David Cronenberg sobre el alma podrida de los seres humanos. Su filmografía entera es un recorrido por las basuras interiores que no podemos reciclar: los traumas de la infancia, la taradura de los genes, las desgracias de la vida... Se nos acumulan las bolsas de mierda, y nos volvemos hediondos por dentro, y tristes por fuera. O coléricos, si la frustración estalla. O depresivos, si la rabia implosiona. Ninguna película de Cronenberg termina con un canto a la esperanza, con una banda sonora que cante a la felicidad. No hay cura posible para sus personajes. Los desdichados que caen en sus manos nacen condenados desde las escenas iniciales, y siempre dan algo de pena, algo de cosilla, aunque luego, en este mundo cronenbergiano de excesos y salvajadas, se revelen como unos hijos de puta nada recomendables.


      Los neuróticos que pueblan Maps to the stars son personajes del mundillo hollyvudiense capaces de cualquier cosa por medrar, por triunfar, por tener las letras más grandes en los títulos de crédito. Una gentucilla que luce muy bien en las fotografías y en las alfombras rojas, pero que luego, en sus salones, en sus cuartos de baño, son mezquinos y vengativos como cualquier espectador que asiste a sus tribulaciones. A estos tipos ya los conocíamos de otras películas, pero en Maps to the stars, gracias a la mala uva de David Cronenberg, nos resultan especialmente desagradables y sucios. Unos, porque Julianne Moore o John Cusack son actores cojonudos que esconden mil registros en las mangas, y otros, porque Mia Wasikowska o Evan Bird ya tienen de por sí unos jetos extraños e inquietantes. 

    También sale, en Maps to the stars, esta actriz de belleza inconcebible que es Sarah Gadon. Ella es el fantasma nocturno que atormenta al personaje de Julianne Moore. Su piel blanquísima flota en las tinieblas de la noche. Su perfidia crece en el territorio de las pesadillas. Sarah es el personaje más terrorífico de la función. Siendo tan guapa y tan mala, provoca en los hombres un miedo instintivo y primitivo. Cagadito y enamorado, me quedé.


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Cosmópolis

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Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima. 

De pronto, cuando mi dedo índice ya acaricia el botón de stop, aparece en Cosmópolis una actriz de ensueño que interpreta a su joven esposa. Me quedo paralizado de la impresión, y el dedo se queda dormido sobre el stop, aplazando su justicia para mejor ocasión. Es ahora, al escribir estas líneas, cuando averiguo el nombre de esta mujer: se llama Sarah Gadon, y es tan preciosa que parece de fantasía, de piel irreal como el plástico, de cabello imposible como la muñeca Barbie. Durante cinco minutos, vivo convencido de que Cosmópolis es una película imprescindible, una obra maestra de nuestro tiempo. 

Pero a punto de empezar el segundo salmo, Sarah Gadon desaparece de la pantalla, y la realidad de Cosmópolis -ya sin la luz celestial de su presencia- vuelve a golpearme con toda su crudeza. Vuelven los tediosos monólogos sobre la naturaleza inevitable y maligna del capitalismo. Vuelve el experimento, el bostezo, la desazón de la vida sin esa mujer preciosa que me robaba el corazón. Pasan los minutos y ella no reaparece. Mi cuerpo se agita, se queja, se desploma. Llevamos cuarenta minutos de metraje y Sarah no está, ni se la espera. Es el The End. Al menos para mí.



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