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The lost king

🌟🌟🌟


Dentro de 500 años, cuando una historiadora amateur quiera honrar los restos mortales de Juan Carlos I, seguramente no tendrá que consultar mapas antiguos ni buscar bajo el asfalto de ningún aparcamiento. Puede que entonces, para empezar, ya no existan los aparcamientos sobre tierra y los coches, todos voladores, duerman sus descansos suspendidos de las nubes. 

España, dentro de medio milenio, seguirá siendo una monarquía como Dios manda, y el monasterio de El Escorial seguirá albergando los féretros de la familia Borbón y sus consortes asociados, todos muy bien identificados con su plaquita y su registro de ADN. Los sucesivos responsables de Patrimonio Nacional tendrán que ir ampliando el panteón, eso sí, porque va a haber reyes -y reinas- para dar y tomar, tan prolíficos como son, unos más tontos que los otros, otras más guapas que las demás. En una esquinita del monasterio, por ejemplo, yacerán los restos mortales de Leticia Ortiz, nuestra reina de ahora, la honoris causa, que serán el recordatorio de que la belleza sin par no es más que una configuración efímera de la materia. Yo por entonces también seré polvo como ella, más polvo enamorado de su recuerdo.

Dentro de 500 años -porque el género humano es así de extravagante y se aburre mucho en el hogar- existirá otra Philippa Langley que viendo un documental sobre nuestro Juan Carlos pensará: “Puede que en el fondo no fuera tan mal tipo como lo pintan. Asesinaba animales inocentes, es verdad, y tenía manejos oscuros con el dinero. Se acostaba con mujeres que no eran su mujer y vivía tan distanciado del pueblo que apenas pisaba las playas y las plazas, siempre de regatas o sobrevolando en helicópteros. Pero joder: nos trajo la democracia envuelta en celofán, y rompía las líneas para saludar a los piojosos y a las cejijuntas, todo sonrisa y campechanía. Así que voy a reivindicar su figura y tal y tal. Si la historia le devolvió la honra a Ricardo III de Inglaterra, qué menos que se la devuelva al Juancar I de España, que además una vez pidió perdón a la concurrencia”.



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Spencer

🌟🌟

No me interesa nada “Spencer”. Como no me interesa nada el personaje de Lady Di, “la princesa del pueblo”. La princesa de los plebeyos, querrán decir. Educada para casarse con un lord, o con un empresario de la City, Diana tuvo la inmensa suerte de casarse con un príncipe de Gales, que era el único que había. Es cierto que el cuento de hadas se tornó muy pronto en relato de Lovecraft: Diana sufrió, lloró, fue tratada como a una incubadora con piernas que sonreía a las multitudes. Su Alteza, el Útero Paridor. La cara sonriente de los Palurdos Medievales, ese grupo musical... Esto es lo que cuentan en la película de Pablo Larraín a modo de pesadilla.

Pero Lady Di se rehízo, vaya que se rehízo, porque los ricos también lloran, pero cuando hay pasta gansa lloran mucho menos y durante menos tiempo, y en lugar de enamorarse de un hombre del pueblo para sanar su corazón -un maestro de Primaria, por ejemplo- decidió que lo mejor era colgarse del brazo de un multimillonario que era dueño de no sé cuántos imperios comerciales. Fincas y palacios, caballerizas y playas privadas. Otro príncipe del pueblo. Otro “Candle in the wind”. Hay que joderse.

No me interesa “Spencer” porque todo esto ya lo supimos por los periódicos cuando sucedía. Y porque además ya nos lo habían re-contado en “The Crown”, que es esa serie ejemplar con muchos más refinamientos. Y alguno dirá: “Si no te interesaba la película, ¿pa` qué te metes a torear, Manolete?” Pues porque yo, queridos lectores, y queridas lectoras, me debo a mi gente, a mis cinefilias particulares, que entretienen mi asueto y me dan argumentos para escribir. Yo, por ejemplo, me debo a Pablo Larraín, aunque a veces me salga rana y no príncipe de las pantallas. Y me debo -muy mucho- a Kristen Stewart, que siempre sulibeya mis instintos, aunque aquí la hayan disfrazado de aristócrata británica con un acento impostado, y haciendo gestos raros con el cuello. Kristen está incómoda, impropia, para nada un viento fresco o un retrato peculiar. Bueno: peculiar sí. 





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Blue Jasmine

🌟🌟🌟🌟

Los ricos también lloran… Así se titulaba un culebrón mexicano al que yo me asomaba de chamaco porque Verónica Castro era una mujer de muy buen ver, y además hablaba gracioso.

La expresión hizo fortuna, “los ricos también lloran”, y se repetía mucho en las tertulias cuando un millonario arrogante caía en desgracia. Que los ricos también lloraban ya era vox populi mucho antes de la serie, claro, pero que lo hicieran por amor o por celos era una novedad en la antropología que los estudiaba. En la vida real, los ricos lloraban -y a veces a moco tendido- cuando perdían sus yates y sus jets, y tenían que regresar a la vida pedestre de los pobres: a coger el metro, a hacer colas, a conformarse con el menú del día en los restaurantes. Luego, en las películas de Hollywood, siempre lograban rehacer su fortuna porque eran americanos de raza y emprendedores de la hostia, y con el único dólar que conservaron volvían a levantar un imperio que a veces era más grande que el anterior, y se vengaban con creces de sus rivales comerciales. Pero los ricos nunca lloraban por perder un amor, o por recibir un no por respuesta, porque en la siguiente escena ya estaban con un tío más bueno, o con una mujer más guapa, magnéticos, además de cojonudos.



    Blue Jasmine es una película americana que cuenta la vida de una millonaria degradada a soldado raso de la vida. Una versión muy libre de la caída en picado de Ruth Madoff, la esposísima de Bernie, que construyó una pirámide de dólares con los cimientos en las nubes. Jasmine llora con estilo, sin hipidos, y siempre agarrada a una botella de bourbon del caro. Hasta en la caída, se nota que es una mujer a la vanguardia de la moda. Quien tuvo, retuvo. Jasmine llora por un ojo lo de ser pobre y por el otro lo de haberse quedado sin marido, que era un cabronazo, y un mujeriego, pero era un tío guapísimo, y le regalaba collarazos por Navidad.

    En otra película, Jasmine tendría una esperanza para salir del pozo y retomar su vida de antes. Pero Blue Jasmine es una película de Woody Allen, y en las películas de Woody Allen rara vez los personajes remontan el vuelo, y regresan indemnes de la aventura. Es una de las cosas que más me gustan de su filmografía. Están los chistes, sí, y las ocurrencias, y las radiografías exactas de los personajes. Pero sobre todo está esa amargura, esa certeza ceniza, pero científicamente demostrada, de que la vida nunca va a mejor, y que hay que agradecer a los dioses que nos deslicemos poco a poco hacia la desgracia, suavemente, y no dando trompazos, como Jasmine, o cayendo a plomo, desde las alturas.



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Submarine

🌟🌟🌟

Submarine es de esas películas que terminas viendo y disfrutando aunque su sinopsis te tire para atrás: adolescente pajilllero en busca de novia que se deje sobar las tetas y quizá algo más; poeta frustrado de la existencia urbana, cero a la izquierda en el escalafón de los tipos deseables. Un buen chico en realidad, retraído, timorato, con intuiciones geniales sobre la vida que va alternando con cagadas monumentales, tan propias de la edad, y tan propias, también, de la incompetencia básica que ya nunca le abandonará. Un retrato, en definitiva, de la vida de cualquier cuarentón de ahora mismo, porque nosotros tampoco nos comíamos una rosca, y también escribíamos nuestra poesía ridícula en los cuadernos del colegio. También anhelábamos entender el mundo hasta que el mundo decidió desentenderse de nosotros. Submarine es un recuerdo de nuestro pasado poco glorioso. Un viaje poco gratificante a nuestra adolescencia aún no superada. Una comedia amarga que te amarga, aún más, la puta noche.





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Crimen organizado (Layer cake)

🌟🌟

Crimen organizado, en el inglés original, se titula Layer Cake, cuya traducción vendría a ser “pastel de capas”, hojaldrado quizá. No sé muy bien, porque ni el inglés ni la repostería son temas que uno domine con soltura. Y porque, además, los subtítulos que escriben los esforzados internautas a veces se quedan cojos o inconcretos, o dialécticamente paraguayos, y no se corresponden con el inglés velocísimo que llevo veinte años tratando de atrapar como un abuelete sordo, o como un gilipollas de remate. 

    Luego, en la película, en uno de esos diálogos entre mafiosos que un día pusiera de moda Quentin Tarantino, y que hacen mucha menos gracia que entonces -a veces ni puta gracia, la verdad- un viejo traficante le explica al novato que la vida, básicamente, consiste en ir comiendo mierda, capa tras capa, desengaño tras desengaño, y que el dinero que ellos ganan a espuertas con la farlopa sólo sirve para tener que tragarse un poco menos.


Este diálogo tarantiniano se produce ya en la recta final de la película, pero uno, a esas alturas, ya camina bastante perdido por la trama. Estas moderneces vienen cortadas todas por el mismo patrón: ágiles, desenvueltas, con mucho taco y mucha muerte que busca la risa cómplice del espectador. Son plagios de Pulp Fiction más o menos afortunados. Los responsables de Layer Cake engrosan esta lista que ya debe de ser kilométrica, y muy cansina. Su Pulp Fiction a la británica es un pandemónium de personajes que vienen y van, que entran y salen, que matan y mueren, soltando tacos a todas horas y disparando pistolas como los niños se tragan gominolas, a diestro y siniestro, sin ton ni son. Me ha pillado con el paso cambiado, la aventura de la cocaína. 




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Happy, un cuento sobre la felicidad

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Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana llamada juventud, conocí a mujeres que se parecían mucho a esta Sally Hawkins de Happy-Go-Lucky, la película de Mike Leigh que aquí, en nuestra patria de los traductores libertarios, se tituló Happy: un cuento sobre la felicidad

En aquellos tiempos conocí a mujeres risueñas, extrovertidas, que te soltaban confidencias en las fiestas, que te ponían la mano en el hombro para acompañar el relato. Que rompían las distancias de seguridad que separan a los simples amigos. Mujeres hermosas que te hacían soñar con un amor que quizá estaba naciendo en sus corazones... Pero luego, cuando reunías el valor, y dabas el primer paso, caías en el más espantoso de los ridículos. Ya era muy tarde cuando caías en la cuenta de que sus secretillos, sus sonrisitas, sus ligeros contactos físicos, eran regalos inocentes que todos los hombres recibían gratis de su señoría. Demasiado tarde, ay, cuando comprendías que el gesto serio, la conversación intrascendente, las manos quietas en el regazo, eran conductas solemnes que ellas reservaban para el hombre que en verdad amaban, siempre el más guapo, el más intrépido, el más seguro de sí mismo, porque ellas eran un poco incendiarias, y un poco inconscientes, pero no tenían ni un pelo de tontas. Como esta Poppy de Londres que vuelve loco de amor a su profesor de la autoescuela, que llega a creerse pretendido. Pobre hombre. Qué inexperiencia, esta suya, y aquella mía, de los tiempos de gilipollas. Más que ahora, todavía.




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