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Brawl in Cell Block 99

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En las películas de mi infancia, al indio que se caía del caballo nunca se le oía el crujido de los huesos al romperse. Al vaquero herido en el OK Corral nunca se le veía el agujero de bala en el estómago, ni le salían espumarajos de sangre por la boca. Al maleante reducido a golpes nunca le veíamos el ojo reventado, o el brazo dislocado, o el pie apuntando en una dirección imposible. Atropellaban a un gángster en la venganza siciliana y jamás oíamos el sonido del cráneo reventando contra el asfalto. Algún gorgoteo de muerte, quizá, en El Padrino, que ya era una película “ultraviolenta” de los años setenta, no apta para todas las sensibilidades. En las películas bélicas, los que eran  alcanzados por la metralla o por la onda expansiva simplemente pegaban un brinco y caían al suelo como muñecos de trapo, desmadejados, sin que los brazos, o las piernas, o la cabeza misma, se desgajara del cuerpo dejando un pozo petrolífero en el lugar de la inserción. 

En las películas de Primera Sesión o de Sábado Cine, que fueron nuestro primer contacto con la violencia de la tele, los seres humanos no tenían órganos por dentro, ni huesos, sino felpa, borra de muñecos. La violencia no sólo era ficticia -de actores que eran suplidos por especialistas en las escenas más peligrosas -sino que además era una violencia incruenta, desgrasada, y desangrada. Quizá por eso, todos los niños de mi generación -salvo los más raros del vecindario- éramos unos belicosos perdidos, todo el día recreando batallas y escaramuzas, en la percepción idiota de que la violencia no olía, ni sonaba, ni reverberaba en escenas vomitivas que daban mucho asco.

Tuvieron que venir estos cirujanos del mondongo como S. Craig Zahler -y mucho antes que él los Tarantino, o los Carpenter, o los David Cronenberg- para hacernos ver, no sé si con buenas o con malas intenciones, no sé si porque están perturbados o porque son unos pedagogos de la realidad, que cuando tipos como este Bradley Thomas la se pone a repartir estopa, o se la reparten a él, se produce una cacofonía asquerosa de vísceras y osamentas. Un placer culpable. Un apartar la mirada de vez en cuando. Un entrever por los dedos. Una pose y una incógnita. Una valentía idiota. Un entretenimiento culpable, pero del copón.




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Dragged across concrete

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Dragged across concrete, según una traducción que ofrece generosamente la red, vendría a significar “arrastrado por el asfalto”. Pero tampoco está muy claro, la verdad, porque otras traducciones hablan de “atrapado en el hormigón”, casi como si hicieran referencia a un maleante de Star Wars congelado en carbonita. Pero puestos a escoger, como cantaba Serrat, me cuadra más lo del asfalto, porque eso es lo que hacen estos policías y ladrones con tal de hacerse con el botín: arrastrarse por el asfalto de las carreteras que suponemos de California -por el jeto de los actores crepusculares, y por el contexto criminal de la película- lo mismo por las grandes autopistas interestatales que por los caminejos donde se perpetran los crímenes y se entierran los cadáveres, hasta que al final del todo, en los títulos de crédito, descubrimos boquiabiertos que los productores le dan mil gracias a la Columbia Británica del Canadá por las facilidades ofrecidas en el rodaje. Ver para creer...

    También cantaba Serrat, en una vieja canción, que “siempre llegamos tarde a donde nunca pasa nada”, que es un verso que a mí me emociona mucho porque es como la historia de mi vida, siempre inoportuno, y desincronizado, y además en el lugar equivocado. Y menos mal que es así, pensaba yo mientras veía esta película de violencias tremebundas, porque los personajes de Dragged across concrete, justo al revés de lo que cantaba el Nano, siempre llegan a la hora justa en que se reparten los balazos, para morir de un tiro en la nuca o de un disparo en la barriga, puntuales en la hora de su muerte como sus primos  británicos de la Britania. En la película, desde luego, reina la fatalidad, el mal fario, la puta mala suerte...

    Justo el día antes de que empezaran las vacaciones escolares, la señorita X., mi alumna con autismo, me preguntaba qué era el hijoputismo, y si el doctor House, que es la serie que está viendo ahora con su familia, hacía mucho el hijoputismo. Yo le respondí que no, que el doctor House sólo es un tipo antipático al que le duele muchísimo una pierna. Si no fuera porque no puedo, a la señorita X. le recomendaría ver esta película tan fría como entretenida, para que se quedara con el concepto. El hijoputismo al cuadrado... ¿Cómo se dirá, en inglés, hijoputismo?





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Bone Tomahawk

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Desde que hace veinte años le internaran en urgencias y le diagnosticaran una muerte inmediata, el género del western se ha vuelto un abuelete sanísimo que hace cien flexiones todas las mañanas, compra bolsas de naranjas en el supermercado y estampa las fichas de dominó con una fortaleza que a mí me rompería los veintisiete huesos de la mano. El western está hecho un chaval y no tiene pinta de  morirse a corto plazo, para lamento de sus herederos. Cuando Clint Eastwood, en un último intento por salvarlo, rodó Sin Perdón y le salió una obra maestra como la copa de un pino, le insufló nueva vida en los pulmones, y en el hospital ya nunca hubo que usar la máquina que hace ping, ni la que hace pong, como aquella que trasteaban los enfermeros locos en El sentido de la vida.


    Visto que el abuelete estaba sanísimo, y que incluso trempaba cuando se le ponía delante una madurita de buen ver, los productores de Hollywood le han ido buscando novias con las que entrecruzarse a ver si de ahí salía un vástago que diera frutos en taquilla. Al western le han emparentado con alienígenas, con viajes en el tiempo, con reflexiones futuristas como la que proponían en Westworld. A veces con fortuna y a veces sin ella. En Bone Tomahawk, para rizar el rizo, un iluminado que responde al nombre de S. Craig Zahler ha decidido que al Far West le sentaba bien una tribu de indios antropófagos, unos muy salvajes, antediluvianos, que secuestran al hombre blanco para cortarlo en pedacitos y cocinar con él unos platos muy bastos que no ganarían jamás un premio en Masterchef

Dicho así, podría pensarse que Bone Tomahawk es una película pensada para los chavales, para que sus novias entrecierren los ojos y ellos, muy chulitos, se rían a mandíbula batiente y las tomen cálidamente por los hombros. Pero a este cineasta inesperado le ha salido un western muy tradicional, muy mesurado, con el espíritu ecuménico de los hermanos Coen sobrevolando todo el metraje. Salvo cuando llega la hora de enfrentarse a los cocineros, claro, y aquello se convierte en el Holocausto caníbal revisitado.




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