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La casa de papel. Temporada 2 (¿ó 3?)

🌟🌟

Hace varios años que mi hijo no comparte estas cinefilias conmigo, ni estas seriefilias, porque él se fue a Boston, a vivir, y yo sigo en California, a vegetar, y cuando él viene de visita preferimos celebrarlo con el deporte en la tele: el fútbol, o la NBA, o el billar, que para eso seguimos siendo hermanos del taco y la carambola. Le echo de menos, a Retoño, porque fueron muchos años viendo juntos las de Disney, las de Pixar, las de La Guerra de las Galaxias. Hasta los “grandes estrenos” del Disney Channel me chupé yo a su lado… Supongo que fue ahí donde se cimentó nuestra amistad inquebrantable -hasta donde un padre y un hijo pueden ser amigos, claro, tampoco vayamos a joder.... Pero sí es cierto que tenemos esos recuerdos colgados en la misma nube virtual. Parte de su educación sentimental y de la mía -porque el cine también es educación sentimental-  se confunden en un tramo de nuestros caminos. Ahora que vivimos en costas contrapuestas nos recomendamos series, y películas, en plan “No te la pierdas”, “Es cojonuda y tal”, pero ambos sabemos que los gustos, en algún momento, empezaron a divergir, porque es ley de la naturaleza, el ciclo de la vida y eso, que también vimos El Rey León en el DVD, y hasta en el VHS, vetusto ya en el baúl de los recuerdos (qué ganas de poner: Uuuuh...)



    Así que un día, cansado ya de esquivarle, me ofrecí a seguir La casa de papel en paralelo, o casi, porque él estaba todo el día flipado con el invento, al teléfono, que mira, papá, y es la hostia, papá, y todo el rato así…. No pintaba bien la cosa, la verdad, porque el atraco lo perpetraban inicialmente en Antena 3, y esa bendita casa -como diría José María García- es mi némesis cultural, la videoteca del Averno. Sin embargo, en la primera temporada de los casapapelianos encontré motivos para no desengancharme: el Profesor es el anarquista corajudo que yo quiero ser de mayor, la trama puramente policial tenía su punto y su cordura, y Úrsula Corberó, a decir verdad, me quitaba veinte años sexuales en cada plano de su belleza… Suficiente, para mostrar entusiasmo cuando el chaval me preguntaba “¿Has llegado ya a cuando…?”, o “¿Qué te parece que se hayan cargado a…?”. Ahora, sin embargo, en la segunda temporada -que es la tercera según los calendarios gregorianos- ya no puedo seguir fingiendo. Tengo que quitarme la careta de Dalí para volver a ser el tocapelotas alejado del mainstream… Todo es excesivo, inverosímil, chusco, en esta continuación que sólo buscaba los jayeres. Y hasta aquí puedo leer, por el bien de mi paternidad.



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Diarios de motocicleta

🌟🌟🌟🌟

Durante muchos años tuve un póster del Che Guevara colgado en la habitación. O mejor dicho, en las habitaciones, porque lo llevé conmigo a todos los destinos de mi magisterio andante, carcomido ya por las esquinas de  las chinchetas que le quitaba y le ponía. 

Era el póster de toda la vida: una reproducción de la famosa fotografía de Korda que tal vez compré en un centro comercial que el propio Che no hubiera pisado jamás. O quizá sí, vestido con su guerrera y con su boina de combate, para informarse de qué nuevos productos se vendían en las tiendas del imperialismo. Como en una expedición de bajo riesgo tras las líneas enemigas.

    El póster sagrado lo perdí hace algún tiempo, en la quincuagésima mudanza que hice por amor o por trabajo, traspapelado con otros iconos que ya consideraba inadecuados para un señor mayor con canas en la barba y nieves en los huevos. Yo no quería tirarlo: sólo guardarlo en el ático, o en el garaje, como una salvaguarda de mi fe. Pero tal vez me traicionó el subconsciente. Y no es que haya cambiado de ideas, ni apostatado del ideal guerrillero que nunca emprendí por pura cobardía: ahora, simplemente, me da como vergüenza, como prurito, exhibir la foto de alguien para que me aleccione desde las paredes del salón, como quien tiene un crucifijo o una imagen del maestro Yoda. Son cosas de la edad, supongo, de hacerse uno viejo y receloso.

  Del Che Guevara me quedan un par de biografías en la biblioteca y un librito reducido que contiene sus pensamientos revolucionarios. Y en la videoteca, junto a las películas de Soderbergh que desgranan su fitua,, esta otra de Diarios de motocicleta que viene a contar la caída del caballo -o más bien de motocicleta- que sufrió el estudiante de medicina Ernesto Guevara no camino de Damasco, sino de Venezuela, en la aventura emprendida con su amigo Alberto Granado por las pobrezas de Sudamérica. En ese primer viaje de juventud, el estudiante Guevara comprendió que ninguna revolución sería posible sin tirarse al monte y vestirse de guerrillero -aunque fuera de guerrillero médico, tirando de camilla. Porque la poesía no basta, las palabras convencen a pocos, y el enemigo a enfrentar es demasiado poderoso como para andar con componendas.





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El mismo amor, la misma lluvia

🌟🌟🌟🌟

Uno de los libros que más me han ayudado a entender el mundo se titula La supervivencia de los más guapos. En él, Nancy Etcoff, que es una psicóloga americana muy lista y muy intuitiva, cuenta que ser guapo o guapa no es sólo una ventaja evolutiva que permite encontrar más y mejores parejas sexuales. Su éxito también se extiende al ámbito laboral, al mundo de las amistades, a las colas de las panaderías o de los restaurantes. A los así agraciados se les abren puertas que a otros se nos cierran en las narices. Se les conceden oportunidades que a los demás se nos deniegan con mal gesto. Los guapos nos seducen, nos confunden, nos secuestran la voluntad. La simetría facial tiene algo de hipnótico; los ojos bonitos son como ascuas brujeriles que nos hechizan. Los cuerpos bien formados nos acomplejan, nos aturullan, nos vuelven serviciales y sumisos. A un hombre de bandera, o a una mujer de rompe y rasga, les perdonamos cosas a que nuestros congéneres de la fealdad, a nuestros hermanos del infortunio,  tardaríamos mucho tiempo en olvidar. Lo que enseña Nancy Etcoff es que nadie es culpable de todo esto, ni los seductores ni los seducidos: es la biología en marcha, el instinto en acción...




    En El mismo amor, la misma lluvia, el personaje de Ricardo Darín es un fulano execrable que pone los cuernos a su pareja, deniega la ayuda a sus amigos y extorsiona a los artistas para escribirles una buena crítica en su columna. Un tipo de conducta errática, caprichosa, que sin embargo sale bien parado de todos sus lances porque tiene ojos azules de niño y sonrisa pícara de truhán. Y maneja, además, esa verborrea argentina que seduce los oídos y enreda las voluntades. Un tipo muy peligroso. Un superviviente nato. Un canallita. Un estafador biológico de primera categoría. Incluso el personaje de Soledad Villamil -que es una mujer guapísima que podría tener a cualquier hombre que deseara- cae rendida una y otra vez a los encantos de este fulano que mientras se la tira, sonriendo con cara de amante beatífico, de hombre comprometido para la causa, ya está pensando en el próximo movimiento sexual de su partida de ajedrez. No sé de dónde han sacado que El mismo amor, la misma lluvia es una película romántica... Despojada de músicas y de lirismos, la cinta de Campanella es el crudo National Geographic de un macho alfa que medraba en el ecosistema argentino de los años ochenta.




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Cien años de perdón

🌟🌟🌟

Me siento a ver Cien años de perdón convencido de que los ladrones que son robados por otros ladrones son los mafiosos que esquilmaron las arcas públicas de Valencia, y que lo hicieron, además, con el beneplácito de los votantes, de los telediarios, del mismísimo papa Benedicto, que con esa manía que tienen los papas de bendecir al aire, al tuntún, sin ningún objetivo en concreto, lo mismo santifican a las gentes honradas que a los chorizos que los reciben al pie del avión. 

    Que el ficticio banco atracado por Luis Tosar y su pandilla de uruguayo-argentinos se llame Banco Mediterráneo me había llevado, seguramente, a la confusión. Pero no. El terrible secreto que se esconde en las cajas de seguridad no son los fajos de binladens, ni podían serlo, además, gilipollas que es uno, porque los billetes de 500 -salvo algún despiste del concejal más imbécil de los contubernios, que los guarda bajo el colchón o bajo el parquet- están todos en Suiza, o allende los mares, porque estos esquilmadores son unos auténticos profesionales, gente fina y preparada que no se iba a dejar los billetes en un banco, como los pobretones de la plebe, a la intemperie de un atraco cualquiera, para que años y años de esforzada dedicación, de sólido compromiso con los votantes más merluzos, terminen con Butch Cassidy y Sundance Kid lanzando los billetes al aire entre risotadas y compadreos. 




    No. Lo que se esconde en la caja 314 es un disco duro con documentos que comprometen a La Jefa, supuesta Presidenta del Gobierno que en sus tiempos del ascenso político se sirvió de un voto tránsfuga para ejercer el poder que se le escurría entre los dedos. Sólo los adictos a ciertos telediarios y a ciertas tertulias niegan con la cabeza los que los demás asumimos como cierto: que Calparsoro y su guionista están hablando, con muchos años de retraso, de cierto golpe de estado que tuvo lugar en cierta comunidad autónoma carente de mar. En Cien años de perdón hay atracadores, rehenes, picoletos, expertos del CNI, y entre todos ellos, paseándose como un fantasma, o como un holograma de los que vende Tom Hanks en Arabia Saudí, una señora muy rubia y muy pija que es la mar de resalada y de campechana. Se agradece, la intención de los cineastas, que además tienen que hilar muy fino para no caer en la injuria, porque de aquellos polvos no quedaron ni los lodos ni los rastros. Menudos son, los perpetradores, cuando se ponen. Se agradece, digo, el guiño, y el recochineo, pero a buenas horas, los mangas verdes, que eran unos policías de los Reyes Católicos que tenían fama de llegar siempre tarde a los puntos calientes: a los atracos, y a las fechorías, en general.


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