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Antidisturbios

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A veces basta con ver medio episodio de una serie para saber que no va contigo. A veces, como en Antidisturbios, bastan tres minutos para saber que has dado en el clavo y que ya vas a engancharte hasta el final, a pesar de las sospechas iniciales, de los recelos del bolchevique que esperaba la primera excusa para darle al stop y recular.

    Porque yo, la verdad, venía a Antidisturbios sin mucha confianza, sólo porque un amigo me la recomendó la última noche de los bares, antes de que los cerraran, y porque en los títulos de crédito figuraban Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, aunque eso último que perpetraron en Madre no tenga perdón de Dios. Mi pedrada con Antidisturbios es que nos las iban a endiñar, los del gobierno, ahora que la cosa se pone cruda en lo económico, y que las calles se llenarán de pobres a los que habrá que meter otra vez en vereda porque se manifiestan andando y no en coches, y sin portar banderitas rojigualdas. Y dentro de nada, los catalanes, ya cíclicos como la gripe, a los que también habrá que reconducir cuando se empeñen en votar, ¡en una democracia!, que dónde se habrá visto semejante despropósito.

    Tenía yo la imagen clavada del Jefazo de la Policía que en las ruedas de prensa de Fernando Simón, allá por la primavera, salía junto al generalote y el picoletísimo como diciendo: llevamos cuarenta años sin salir al recreo y ya nos tocaba disfrutar un poquitín. ¿Y si Antidisturbios -pensaba yo- fuera una campaña de blanqueamiento? ¿Una cosa de Movistar + subvencionada por el gobierno para reclutar jovenzuelos como hacen los americanos cuando emprenden una nueva guerra, y cantan las bondades de su ejército en las películas belicosas?

    Pero no, no hay nada de eso en Antidisturbios. Ni siquiera se aborda la cuestión. Esto va de otra cosa. Todo es gris, contradictorio, ambivalente, en sus personajes. En los que hacen de antidisturbios y en los que no. Aquí te tratan como un espectador inteligente, que puede sacar sus propias conclusiones. Aquí no hay santos ni bestias, ni buenos ni malos: sólo gente que hace su trabajo y que tiene muchas debilidades, y un sueldo que perder, como todo hijo de vecino. Bueno sí: hay unos malos impepinables, que son los corruptos de toda la vida, los del traje y la corbata. Esos cabrones que hacen la pasta gansa a costa de todos nosotros, de los currelas y de los antidisturbios, que en realidad vivimos en el mismo saco de los enculados. En la próxima movida, a los polis de la porra, volveremos a invitarlos a que se pongan de nuestro lado, en la barricada, porque son nuestros hermanos, aunque ellos todavía no lo sepan.



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La gran familia española

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Al principio de La gran familia española, el niño Efraín nos recuerda que todos estamos viviendo el argumento de una película, porque ya son tantas, las ficciones, que ya no hay vida humana que no se corresponda un poco, o un mucho, con alguna de ellas. A veces en versión doméstica, y a veces superando las calenturas de los guionistas.



    La película de Efraín y de su familia, hasta este día de su boda, es Siete novias para siete hermanos, el musical que su padre quiso plagiar engendrando siete hijos para casarlos con siete hermanas, y luego vivir todos juntos en el campo para beber y bailar después de cada cosecha, y de cada nieto. Un sueño disparatado, opusdeísta, muy parecido a La gran familia engendrada por Alberto Closas en los años 60, con Pepe Isbert haciendo de abuelo, y el niño Chencho, que se perdía por las calles…

    La película de Efraín se truncó justo con él, que era el quinto parto, el quinto hermano bailarín. A tan solo dos cabezas de llegar a la línea de meta, la madre de los retoños se hartó, dimitió de su papel, y se fue a vivir una película diferente con otro hombre menos obsesionado con la siembra de sus genes. Y con las danzas de la cosecha… Un hombre menos soñador, quizá, y también menos ambicioso en términos evolutivos. Lo que dejó atrás esa mujer fue un exmarido que ya no levantó cabeza, y cinco hijos que echaron a caminar cada uno por el cerro de su propia Úbeda. Una familia desunida, pintoresca, tragicómica, como son  todas las familias que uno conoce en realidad. La propia, y las cercanas, y las que uno observa desde la distancia…

    El otro día, en la radio, preguntaban a los oyentes por la película que les gustaría protagonizar en la vida real. Durante unos segundos, Max, mi antropoide interior, agarró el micrófono y respondió que una película porno, claro, con bellas señoritas si se podía elegir… Fueron dos segundos de lucha encarnizada con él, hasta que me hice con el micrófono y recordé, retomando la compostura, que la película que yo siempre he querido vivir desde joven es El hombre tranquilo. Pero cada vez me queda menos tiempo, ay, e Irlanda queda cada vez más lejos.  Innisfree empieza a ser un pueblo de leyenda.



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Que Dios nos perdone

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De niños pensábamos que los policías, por estar en el lado correcto de la ley, por ir siempre detrás de los malotes que atracaban farmacias o se colaban en el metro de Nueva York, ya eran en sí mismos, por definición, "buenas personas". Creíamos que de algún modo, en las academias, antes de que los pusieran a correr o a disparar, estos hombres pasaban algún test que medía sus cualidades morales, su bonhomía, para un mejor servicio a los ciudadanos. En la mente de los niños, los policías de las películas que luego llegaban a casa y le soltaban una hostia a la mujer, o se liaban a tortas con un inocente en el pub, o conducían borrachos con una melopea de campeonato, eran personajes equívocos, desafiantes, que nos obligaban a rascarnos el cuero cabelludo en busca de una explicación.


    De aquellos policías intachables que nos imaginábamos en la infancia hasta estos policías impresentables que aparecen en que Dios nos perdone hemos recorrido un largo trecho. En realidad, si uno lo piensa bien, entre el FBI, los Rangers de Texas, los polizontes del Condado de Nosedónde, los miembros del Cuerpo Nacional de Policía, Canción Triste de Hill Street, Serpico, la benemérita, Harvey Keitel en Teniente corrupto, los merluzos de la Loca Academia de Policía y los maderos reales que hemos ido conociendo a este lado de la pantalla, ya casi hemos completado el catálogo de policías imperfectos: los dejados, los corruptos, los inútiles, los estúpidos, los que extorsionan a las buenas gentes. Los hijos de puta que cayeron a este lado de la ley porque aquí el sueldo es fijo y además hay pagas extraordinarias. Y sobre todo, más que ninguno, los policías iracundos, los que llevan la mala hostia escrita en la cara y no se contienen cuando algo se les tuerce. Esos que sacan el puño o la pipa para liarla gorda y ser suspendidos de empleo y sueldo hasta nueva orden. Y luego, claro, llegan a casa y la mujer ya les ha dejado, acojonada, o con dos moratones en el pómulo.... 

El personaje de Roberto Álamo en Que Dios nos perdone lo hemos visto decenas de veces, pero su labor, que podría confundirse y diluirse con muchas otras, es convincente y perdura en la memoria. Sin embargo, un policía tartamudo que mantiene turbias relaciones con la señora de la limpieza nunca había visitado mis pantallas. Uno más para la colección...




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Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente

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En el año 2002, cuando España era una marea azul de votantes del PP y el fin de la Historia parecía cernirse sobre nuestros dominios, los izquierdistas menos perspicaces y más derrotistas -entre los que llevo largos años militando- pensábamos que la boda de Ana Aznar iba a ser la fiesta inaugural de un Cuarto Reich que duraría mil años y lo que nos rondaría la morena.

Los Aznar, en el bodorrio, rodeados de los mamporreros más granados de nuestra sociedad -algunos tan ansiosos de bajarse los pantalones que ya llegaron a la ceremonia con ellos en las rodillas- estaban prolongando una dinastía que iba suceder a los Borbones y rememorar a los Austrias, y reivindicar el buen nombre de los Trastámaras que acabaron con el moro y crearon la unidad indisoluble de la Patria. Los rojos más pesimistas estábamos convencidos de que Aznar I el Fundador, a fuerza de ganar elección tras elección -porque la gente ya parecía definitivamente idiotizada, y todos se creían parientes de Gordon Gecko porque compraban pisos sobre plano- aboliría la democracia entre una salva de aplausos del Congreso y más tarde del populacho, como ocurría en La venganza de los Sith cuando el senador Palpatine tomaba la palabra para cargarse a la República.

    Entre los amigos hablábamos medio en broma medio en serio de exiliarnos a Francia, a Canadá, a Tegucigalpa Oriental, no a Cuba, precisamente, que allí hace un calor de la hostia y hay muchos mosquitos en los cañaverales. Y en esas estábamos, en el año XXVIII de la Restauración Borbónica, I de la Monarquía Paralela de los Aznar-Botella, cuando los guerrilleros dialécticos del grupo Animalario parieron esta burla sacramental, esta caricatura despiadada, y gracias a ella empezamos a intuir, con una sonrisa todavía forzada, con un optimismo todavía embrionario, que los Aznar-Agag y los miembros de la Corte iban a instaurar un Reich Ibérico que terminaría cayendo por el propio peso de la soberbia. Apenas duraron dos años más en el poder...



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