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Robin y Marian

🌟🌟🌟🌟


El sueño de Robin es el mismo que tenía Sean Thornton en El hombre tranquilo: regresar a su tierra después de haber dado ya todos los tumbos. Renunciar para siempre a las peleas y a los guantazos. No volver a matar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Olvidar la vanidad, aparcar la gloria, quemar la codicia. Levantar la choza, cultivar la huerta y respirar el aire verde de cada mañana. Llegar noblemente cansado al final de la jornada. Compadrear con los amigos en la taberna. Sentirse, por primera vez en muchos años, libres y sonrientes. Y hacer todo esto en compañía de la mujer amada: Robin con su querida Marian, y Thornton con su pastora pelirroja. Follar mucho, y reírse aún más. Sostenerse con fuerza y aguantarse con humor. No tener que explicar ya nada, ni que reprochar gran cosa. Quizá ni hablar: sólo entenderse con las miradas. Ése es el amor en los tiempos del reposo. Quizá el único verdadero.

    Quizá por eso me gusta tanto Robin y Marian. Porque se parece mucho a El hombre tranquilo. También porque contiene la declaración de amor más hermosa de la historia del cine, claro, y porque trabajan en ella Sean Connery y Audrey Hepburn, que iluminan la pantalla. Y porque la Edad Media, en esta película, aparece como falta de medios, como poco lustrosa y sanguinaria, que es lo que uno siempre pensó de aquellos tiempos, y no esa mierda folclórica que nos llevan vendiendo desde que se inventó el cine: la vajilla reluciente, y los castillos impolutos, y la gente recién salida de la ducha...

    Robin y Marian podría ser algo así como “un romance crepuscular”, y yo estoy ahora muy en el ajo de los romances crepusculares. Es lo que toca, cuando uno lleva casi medio siglo dando tumbos por el mundo. Tumbos modestos, de andar por las pedanías, nada de la gloria en las Cruzadas, ni de colegueos con los reyes, pero tumbos. Yo también tengo ese sueño de Sean Thornton y de Robin de los Bosques. Pero tengo que empezar por el principio. Buscar mi patria. Mi último lugar en el mundo. La Pedanía es una buena candidata. Mi Innisfree, o mi bosque de Sherwood.



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El golpe

🌟🌟🌟🌟🌟

Las películas como El golpe pueden verse varias veces sin temor a perder la tarde, o a desaprovechar la madrugada. No importa que ya sepamos el desenlace, que anticipemos las sorpresas, que conozcamos el secreto último de cada personaje. Da lo mismo. Tantas reposiciones después, El golpe nos sigue divirtiendo como a niños primerizos porque está muy bien hecha, y muy bien escrita, y nos deleitamos en la contemplación del mecanismo interno, que es un reloj de mucha precisión. Ya no nos fascina la película, sino la arquitectura de la película, que es lo que distingue a los grandes clásicos de las cintas olvidables. Es como se distinguen también las grandes novelas, o los grandes partidos de fútbol, que puedes releer sin la gratificación de la sorpresa, o rescatar de los archivos aunque el marcador se haya quedado inamovible.


    Y luego están sus actores, claro, milagrosos y precisos como una conjunción astral de tres planetas. La partida de póker de Paul Newman nos sigue divirtiendo como el primer día, con su borrachera fingida y su impertinencia ahostiable. Su frotarse las manos de gañán en cada mano ganada. Nos importa un carajo saber de antemano el enredo de las barajas y el resultado de los órdagos. Nadie miró jamás a nadie con tanto odio reconcentrado como le dedica el señor Lonnegan en la partida, o Loniman, o como coño se llame, un excelso Robert Shaw que es el malo perfecto de la película, tan entrañable que a veces dan ganas de susurrarle desde el sofá que tenga cuidado, que esos listillos del barrio lo están enredando como a un tontaina fanfarrón. Hasta Robert Redford se nos descuelga con un par de gestos memorables, históricos, y me sigue saliendo la carcajada, descojonada e irreprimible, cuando Paul Newman pifia un juego de cartas y Redford le mira con los ojos desorbitados como queriendo decirle: "¿Y con esas manos de borrachuzo te vas a presentar ante Lonnegan, o Latiman, o como narices se diga, para contrarrestarle las trampas?".


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Tiburón

🌟🌟🌟🌟

Por la noche, en las vísperas todavía libres del colegio, veo con Pitufo Tiburón. Al fin ha caído el bicho... Tiburón llevaba meses entre las candidatas a ser la película compartida del día. Pero por unas cosas o por otras siempre se caía de la elección definitiva. Pitufo sopesaba la carátula mientras yo le contaba las mil maravillas del invento, y al final, invariablemente, se decantaba por otra película. ¿Por qué? Son las cosas de Pitufo...ç

Es la una menos diez de la madrugada cuando Roy Scheider por fin acierta con la botella de aire comprimido. Termina la película y Pitufo me pregunta cómo demonios consiguieron animar el bicho mecánico. Ha quedado fascinado por el truco, sabiendo que casi cuarenta años lo contemplan. Busco en los extras del DVD y aparece un making off que promete ser ilustrativo. Estamos de suerte. Comenzamos a verlo y a los dos minutos busco la duración total del documento: ¡50 minutos!, exclamo. Pero Pitufo no capta la indirecta. Cincuenta minutos, sí, deja caer él con voz lacónica… No mueve ni un músculo para levantarse. Es la una de la madrugada y el making off viene en versión original subtitulada. Hablan los productores, los actores, los expertos que rodaron las secuencias de los tiburones reales. Spielberg cuenta sus ocurrencias durante el rodaje, sus temores, sus depresiones. Todo es interesante, instructivo, el destripamiento pedagógico de una película que se convirtió en  un clásico instantáneo. El fascinante espectáculo de las personas habilidosas y sabias explicando su oficio. 

Pero Pitufo tiene trece años, y vive en el anárquico siglo XXI donde ya ningún niño escucha las explicaciones de los adultos, y todo este rollo de Tiburón y sus manufactureros debería de aburrirle hasta el hastío. Su atención, sin embargo, no decae en ningún momento. A ratos pienso que es un niño excepcional, distinto a los demás en este entorno que nos toca vivir. Luego empiezo a pensar que el making off le está viniendo de perlas para no tener que irse a la cama, en estos últimos días de libertad veraniega. Ya no sabe uno que opinar. ¿Es un niño inteligente, un niño listo, un niño jeta? Preguntarle a él, desde luego, no iba a servir de nada...



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