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Oppenheimer

🌟🌟🌟🌟

Una novia que tuve le llamaba “Openauer”; un amigo de por aquí “Openjamer”. Escuchándoles me acordaba de Chiquito de la Calzada cuando decía aquello de “gromenauer” en lugar del número tres. Gromenauer, peich, guan... y la bomba del proyecto Trinity explotó en Nuevo México después de los dolores. 

Y no fue un fistro, la verdad, porque no incendió la atmósfera como pronosticaban algunos cálculos, pero sí que incendió el mundo guerrero hasta entonces conocido. Las armas termonucleares dieron paso, curiosamente, a la Guerra Fría, que subcontrató la guerra convencional entre los pobres del Tercer Mundo. 

Yo, por supuesto, aunque voy de listo, tampoco pronuncio bien el apellido de Mr. Robert, porque digo “OpenJaimeR”, como un garrulo, con jota de jamón en lugar de hache aspirada y con erre de roedor en vez de dejarla casi sin pronunciar, como si se la llevara el viento del desierto. Los ignorantes podríamos llamarle “Oppie”, u “Oppy”, como hacen en la película, y así no hacer el ridículo con nuestro inglés del parvulario. Pero el diminutivo de Oppenheimer quedaba solo para los amigos y para los seres queridos, y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro: solo espectadores de la película que le aborda. También le llamaban “Oppie” los belicistas que durante algún tiempo le confundieron con un héroe de guerra: Robert Matajapos, le decían, como aquí tuvimos a Santiago Matamoros y dentro de nada a Santiago Matarrojos.

Curiosamente, la película de Nolan -grandiosa, sí, pero siempre con ese “toque Nolan” de “podría hacerla más sencilla pero os jodéis”- se centra más en el Oppenheimer rojo que en el Oppenheimer científico. Digamos que O(N)= 2a+R2+Fc, donde O(N) es Oppy según Nolan, 2a sus dos amores oficiales, R su rojerío problemático y Fc la física cuántica de la que fue evangelista en Estados Unidos. Ese es más o menos el peso atómico de cada elemento en la película. La ecuación que trata de resolver el misterio insondable escondido bajo un sombrero.




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Tropic Thunder

🌟🌟🌟🌟


Hace un par de semanas, T. no paraba de reírse mientras veíamos a Tom Cruise evangelizando a los hombres asustados en “Magnolia”. “Seduce and destroy...”. Luego, al final de la película, su personaje se quitaba la máscara de gilipollas y se desmoronaba ante la muerte de su padre. Porque Tom será muchas cosas -un cienciólogo risible, y un canijo vanidoso- pero cuando trabaja en una buena historia es un actor tan bueno como el que más. Un actor como la copa de un pino, o como la copa de una secuoya, allá en California.

T. no conocía esa versión tan... cachonda de Tom Cruise, tan deslenguada y procaz, como de poligonero buenorro. Incluso en su versión de Ligón Oficial del Reino, él siempre tuvo ese aire de niño bueno y repeinado, quizá un tanto picaruelo en su sonrisa de seductor. Peccata minuta si alguna señora soñaba con tenerlo de yerno y exponerlo con orgullo ante las amistades. Ellas, por supuesto, no sospechan que tras la sonrisilla de un hombre -de cualquier hombre- suele esconderse una imaginación pornoerótica de alto contenido emocional.

Ayer, no sé por qué, mientras paseaba con el perrete, recordé que había otra película en la que Tom Cruise se ponía a hacer el idiota con una gracia de truhan desacomplejado. Una idiotez todavía mayor que en “Magnolia”, supina, de premio Oscar de la Idiotez. La película era “Tropic Thunder” y de repente me entraron unas ganas terribles de verla. Es verano, hace calor, y el trópico parecía un buen lugar para relajar la mirada y aflojar la mandíbula con una risotada.

Y jodó, que si mi reí... Con un poco de culpabilidad, eso sí, porque la película es una tontería prona, o una tontería supina, que nunca he sabido distinguirlas. Una majadería. ¡Pero qué majadería! Actores de postín haciendo el majadero como auténticos profesionales: el Downey, y el McConaughey, y el Jack Black ese, que se cayó de chaval en la marmita de la majadería. Y Tom, majadereando como ninguno, sin perder ritmo ni comba.





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Sherlock Holmes

 🌟🌟🌟🌟

¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.




    Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la señorita Pepis en la maleta.

    Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es un tipo conservador. Un héroe del sistema.

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Vengadores: Endgame

🌟🌟🌟

En esta realidad nuestra de los no-comics, los expertos del cambio climático reclaman medidas globales para protegernos contra la venganza de la Tierra. Tony Stark, en la realidad de las películas, reclama que los gobiernos construyan escudos energéticos para protegernos contra la venganza del Espacio.



    Es un paralelismo preventivo que se me ocurrió mientras veía “Vengadores: Endgame”, sobre todo en los ratos muertos de los puñetazos muy aburridos. En el mundo ficticio de Los Vengadores, todo el mundo vio por la tele cómo los extraterrestres destrozaban y asesinaban por doquier, pero luego, a la hora de la verdad, nadie quiere pagar los impuestos necesarios para protegerse de su invasión, y nadie quiere recaudarlos para no perder la simpatía del elector. Sucede como en aquel episodio de Los Simpson, en el que un oso aterrorizaba a la población de Springfield, el alcalde proponía una subida de impuestos para crear una brigada antiosera, y la gente terminaba prefiriendo convivir con el miedo a soltar los dólares del bolsillo. Y allá que iba Homer, a detener la amenaza…

    Las ficciones de Los Vengadores y de Los Simpson las escriben, por supuesto, gentes muy avispadas que viven a este lado doliente de la realidad. Todos vimos en los telediarios otras pandemias asiáticas que amenazaban la visita de ésta, su hermana mayor. Y todos seguimos viendo el trastorno climático que ha convertido las estaciones en sólo una retórica de los poetas. Y aun así, permanecemos casi todos de brazos cruzados, pasándole la patata caliente a la siguiente generación. En diciembre vino Greta Thunberg a sacudir nuestras conciencias. Fue apenas un cachete, en comparación con el asesinato en masa que perpetró el coronavirus sólo dos meses después. Son los avisos del planeta... El mundo se ha llenado de superhéroes que trabajan en los hospitales y en las cajas de los supermercados. Trabajan a posteriori, bajo las balas, en el campo de batalla. Son, ay, vengadores, como los de la película, pero no preventores, que es lo que Tony Stark  también predicaba en el desierto.



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Vengadores: Infinity War

🌟🌟🌟

El otro día, en un foro de internet que suele hablar del amor y de las flores, regresaron las teorías conspiratorias sobre el origen de esta pandemia. Como avispas retornadas... El consenso general en Speaker’s Corner es que algún gobierno canalla ha soltado el virus para exterminarnos, así, en plural, a tomar por el culo todos, que uno se pregunta que harían los gobiernos sin nosotros, el pueblo llano: echar el cierre, quitarse las corbatas y ponerse a plantar lechugas, digo yo. Y agacharse a recogerlas, claro, que es lo más jodido, sin parias que estén dispuestos a cobrar la mitad de lo que cobrarías tú por el trabajo,  para que en la próxima lechuga te propongan un nuevo contrato y agaches la cabeza, resignado. No nos aman, pero no pueden vivir sin nosotros.



    El razonamiento de los conspiranoicos no se sostiene, pero uno, por educación, hace como que no lo ha leído y sigue para delante, con sus pesquisas y sus lecturas. Cada uno, con sus cadaunadas, que decía mi abuela…  Otros disertadores cadaúnicos apuntan la posibilidad más selectiva de que los chinos o los americanos hayan diseñado este virus para ahorrarse un pico en las pensiones, un verdadero matasuegras, y matasuegros, y en esto me recuerdan a los que decían hace treinta años que el virus del SIDA lo habían fabricado en Occidente para acabar con la población africana, que daba mucho la lata en los telediarios, y le amargaba la comida a más de uno con las imágenes de las hambrunas, y el miedo a la invasión de los famélicos. Mucho lío, veo yo, en esto de diseñar virus en laboratorios, con lo fácil que sería envenenarnos el agua, o dejarnos sin fútbol no dos meses, sino dos años, a los futboleros, y morirnos de asco casi la mitad de los terrícolas.

    Si algún día me dejara llevar por estas teorías genocidas, creo que me apuntaría a la que sostiene que Thanos, el supervillano de Los Vengadores, no es un personaje de ficción, sino un impresentable bastante real y forzudo, nacido en Titán, que sueña con cargarse a la mitad de los seres vivos del ¡Universo! porque vive angustiado con la posibilidad de que la superpoblación devaste los planetas y arruine su belleza.

    Para alcanzar tal superpoder de exterminio, Thanos necesita poseer las Seis Gemas del Infinito, que son Siete, en algunas mitologías, y para impedírselo, a hostia limpia, como sucede siempre en estas películas, se plantan ante él Los Vengadores en quimérica alineación. Los Vengadores, de todos modos, son una banda de superhéroes que me parece a mí que ya está un poco en las últimas giras triunfales, como los Rolling Stones.



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Vengadores: La era de Ultrón


🌟🌟

En Los Vengadores, la era de Ultrón, Tony Stark alimenta el sueño de crear un superprograma informático que proteja la paz en el mundo. Algo así como una red neural, o como un caparazón de energía, no sé muy bien, porque después de cada ración de hostias quedo aturdido en el sofá, sonaja perdido, que ya no son edades para aguantar el CGI a toda potencia de gráficos y decibelios. Y así, cuando los Vengadores se sacuden el polvo de la batalla para ponerse a filosofar, a contarse sus cuitas personales y a soñar con planes de futuro, tardo un rato en saber de qué narices están hablando. Porque sucede, además, que Tony Stark sólo habla para entendidos, para iniciados en la protomateria del universo, y el único de los musculitos que puede seguirle el rollo es el doctor Banner, cuando no anda por ahí repartiendo gallofas disfrazado de La Masa. Y porque encima, para más inri de mis entendederas, para obligarme a tardar unos segundos extra en prestar atención, anda por ahí Scarlett Johansson buscando a Jacq’s, vestida de cuero ceñido hasta el sofoco, hasta el desbordamiento de los encantos, interpretando a la Viuda Negra que habla con acento ruso y te pone más en guardia todavía. Mi Natasha, la Romanoff…   




    Sea como sea, Tony Stark, al principio de la película, hace cuatro cálculos, consulta un par de ordenadores y pone en marcha un holograma que habrá de defendernos de todo Mal Humano y Asgardiano. Pero el programa informático le sale más listo de lo que él pensaba, tan listo que se vuelve autónomo en un santiamén, se pone a pensar por sí mismo, y analizando todos los datos disponibles en internet, concluye, en apenas unos pocos segundos, que la paz en la Tierra sólo va a estar garantizada si el homo sapiens perece en un extinción masiva. Ultrón -que así se llama el malvado eugenésico- decide que lo mejor será coger un gran trozo de tierra, elevarlo hasta la estratosfera, y dejarlo caer para provocar un caos climático como el que hace 65 millones de años se cargó a los dinosaurios. Un craso error, claro, porque los Vengadores, todo lo que sea a fuerza bruta, a pura hostia, son invencibles, y un pedrusco que amenaza con provocar el invierno de mil años no es rival para ellos. Si Ultrón hubiese decidido fabricar un virus que nos fuera liquidando de uno en uno, así, pequeñito y esquivo, a ver qué narices hubieran hecho los Vengadores para defendernos. Pero estaríamos en otra película, claro.



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Los Vengadores

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La verdad es que es una soplapollez, esto de Los Vengadores. Pero eso lo digo ahora, con 48 tacos, con canas en los huevos, y mientras veo la película y al unísono me sobo los mismísimos, yo mismo comprendo la incongruencia de estar aquí, en el sofá, sin afeitar, pasando la cuarentena -que es también de los mismísimos- viendo esta película de tipos con pijama que se pegan unas hostias descomunales, como catedrales, o como casas del señor Stark, cuando podría estar viendo una película de John Ford, o de Ingmar Bergman, recuperando el sentido común del cinéfilo que presume de tal. O viendo la primera temporada de The Crown, que dicen que es la polla de Buckingham Palace, y que tengo descargada desde tiempos inmemoriales, para aprovechar el tiempo cuando llegaran las vacaciones, o un virus de los chinos, a joder la marrana.



    ¡Pero ay, por los dioses de Asgard!, si esta tontería de Los Vengadores me llega a pillar en la adolescencia, cuando devoraba los cómics de Marvel -y los de DC Cómics, que eran los de Batman y Superman, y los tebeos de Superlópez, que eran la coña patria del asunto- y los intercambiaba con los amigos que también estaban en el ajo, y hasta los vendíamos en el rastro de León cuando ya nos aburrían, y necesitábamos pasta fresca para comprar otros nuevos, que allí nos plantábamos, con 12 o 13 años, con un par de mismísimos, a las ocho de la mañana de los domingos, en la Plaza Mayor, al lado del gitano que vendía la chamarilería, y de la pesada que vendía los casetes del folklore leonés, y que nos aturraba a todas las horas con la misma cinta puesta en bucle.  Que cuando llegaban nuestros padres a traernos el bocadillo, y a preguntarnos que qué tal, las ventas, y la experiencia, ya no sabíamos si estábamos en la Plaza Mayor o en un concierto de La Braña.

    Los Vengadores, en aquella edad de los cómics, habría sido para mí una obra maestra, incontestable, no sujeta a crítica, ni a mácula de lenguas viperinas. Como la mía, por ejemplo, ahora... Yo soñé muchas veces con este sueño que se ha hecho realidad tan tarde, para mí: el de la conversión de los cómics en carne y hueso, gracias al CGI, que es una tecnología que obra el milagro de la transustanciación, como los curas en la eucaristía, o como los políticos cuando transforman la mentira en verdad, o viceversa.



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Buenas noches, y buena suerte

🌟🌟🌟🌟

"Somos ricos, gordos, comodones y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o inquietante. Nuestros medios reflejan esto. Si no nos levantamos de nuestros gordos traseros y reconocemos que la televisión se utiliza para despistar, engañar, divertir y aislarnos, entonces la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, puede que no se den cuenta hasta que sea demasiado tarde".

    Esto lo dijo Ed Murrow en 1958, ante sus compañeros de profesión, en un arranque de sinceridad que convirtió su fiesta y su homenaje en un desfile de rostros cariacontecidos. Cuarenta y nueve años después, para sofoco del alma en pena de Ed Murrow, nadie ha levantado todavía su gordo trasero de donde lo dejó. Ni el espectador que lo aprieta contra el sofá, ni el programador que lo menea en su silla de oficina. La televisión sigue siendo el instrumento inútil que Murrow ya barruntaba, incapaz de formar a la gente, de presentarle las noticias con objetividad, de ayudarle a tomar postura con las versiones contrastadas. No en vano, The Newsroom, que era el informativo quimérico que Aaron Sorkin ideó para los tiempos modernos, empezaba con Ed Murrow dignificando sus títulos de crédito, y avalando sus intenciones pedagógicas. 

    Por mucho que nos digan y nos mientan en nuestras televisiones posmodernas de los plasmas y los 4K, no existe la pluralidad real, el debate sano, la confrontación de ideas. Los informativos de los canales privados le bailan el agua a sus inversores, y a sus patrocinadores, como es lógico y normal, porque hay que dar de comer a los retoños y entre la dignidad y el frigorífico esto último es sin duda lo más importante. Y luego está nuestra televisión pública, ja, que sólo con el apellido ya te da la risa, porque no es tal, sino el chiringuito de cuatro inquisidores trajeados que han estudiado en prestigiosas universidades. Tipejos que cuando imponen su criterio y su opinión han de sujetarse el brazo fascistilla como hacía el Dr. Strangelove en lTeléfono Rojo, volamos hacia Moscú. A los efectos que nos ocupan, la televisión pública (ja) sólo es un desfile orquestado de ministras, portavoces y miembros guapísimos de la realeza que repiten como loros el mismo mensaje machacón: todo va de puta madre y la pobreza y la necesidad sólo son espantajos que agitan cuatro rojos muy vengativos. Incluso en esto no hemos cambiado nada desde los tiempos de Ed Murrow. 





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Jóvenes prodigiosos

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Cuando el cine posa su mirada sobre el drama de escribir, casi siempre se fija en los escritores bloqueados ante el folio en blanco, que son, con diferencia, los seres más trágicos de su especie. El cursor, que parpadea en el desierto de las arenas blancas, es la pesadilla de cualquiera que haya querido juntar dos líneas para desahogar un pensamiento, o explicar sus conclusiones ante un profesor. 

    Sin embargo, sobre los escritores hiperactivos que rellenan folios y folios sin terminar nunca la tarea, el cine ha sido menos pródigo en acercamientos. Jack Torrance escribió cien mil veces "Sin trabajo y sin cerveza Homer pierde la cabeza" allá en el Hotel Overlook, enloquecido por los espíritus, y Michael Douglas, en su desventura de  Jóvenes Prodigiosos, camina por el folio dos mil y pico sin llegar a ninguna conclusión sobre su novela interminable. Lo suyo no es una cuestión de posesión demoníaca, sino la maldición de la segunda novela, que es la que pone a prueba el talento de un escritor. Alguien dijo una vez que cualquiera puede escribir un gran relato. Uno. Todos tenemos una historia insólita que contar, y hasta la vida más gris y aburrida, si se da con el tono apropiado, si se encuentran las herramientas adecuadas, puede desembocar en una obra maestra de la literatura. Nadie llevó una vida más rutinaria que Fernando Pessoa en Lisboa, y de los pensamientos que extraía caminando de casa al trabajo, y del trabajo a casa, escribió el Libro del Desasosiego. Pero, ay, la segunda novela... O ay, del blog interminable de los logorreicos en internet... Ahí el escritor mediocre patina sin remedio, y sin los asideros autobiográficos de los comienzos, uno ya no sabe a qué ficción agarrarse, y sobreviene la duda y la autoflagelación. Y la escritura eterna e improductiva.

    Y más si uno, como el personaje de Michael Douglas, conoce a otro escritor, joven y prodigioso, que se saca las ficciones como quien se suena los mocos, o se sacude la caspa, con la facilidad insultante de los genios. Entonces Michael Douglas se abandona a la desesperación, y deja de afeitarse, y se pone las ropas confundidas, y hasta sufre ausencias que son como escapatorias de la mala escritura, y ya sólo el batacazo total podrá sacarle de esa pesadilla donde se hunde entre la palabrería hasta quedar enterrado.



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Kiss kiss bang bang

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Kiss kiss bang bang es una comedia de detectives que juro haber visto hace unos años, pero de la que no recordaba ni un solo argumento, ni un solo fotograma. Picado por el orgullo la he vuelto a ver esta noche, que ha sido, por añadidura, la primera noche del invierno, con el vaho en la ventana y la calefacción puesta a todo trapo. Una ocasión especial que otros años celebraba con una obra maestra, o con una película de postín, para darle la bienvenida a los pijamas gruesos y a las sopas calientes, que son el atrezo básico del buen cinéfilo apoltronado en el sofá. 

    Este año, sin embargo, el frío ha venido de improviso, indetectado por los telediarios, a eso de las nueve y media de la noche, como quien recibe la visita de un familiar que no nos anunció su llegada. He visto Kiss kiss bang bang sin ponerme las mejores galas, ni cocinarme el menú más apropiado, y eso ya me ha dejado algo descolocado. Al final, ha resultado ser una patochada con cierta gracia, nada más. Una de esas moderneces en las que el personaje principal habla directamente con el espectador para preguntarle qué tal le va, a ver si se va coscando de la trama.




            El narrador excéntrico es Robert Downey Jr., que es un tipo de expresividad peculiar que siempre cae bien en cualquier película. Por muy mala que sea la función, siempre está él, subiendo la nota, animando la fiesta, poniendo un mohín de ironía o de cachondeo. La chica de turno es Michelle Monaghan, y yo, incomprensiblemente, no la recordaba, porque mira que es guapa esta mujer. Michelle Monaghan casi me funde la pantalla cuando aparece por primera vez en Kiss kiss bang bang, porque mi televisor es HD, pero no Full HD, que todavía no se habían inventado cuando lo compré, o estaban carísimos por la época, y no tengo píxeles suficientes para recoger tanta hermosura y tanta sonrisa. Mi escuálido ejército de puntitos no daba abasto para configurar su piel y su carne, y por un momento la imagen tembló, y los píxeles titubearon, y Michelle Monaghan casi desapareció de mi vida, en una pérdida irremediable.  Demasiada mujer para tan cavernícola tecnología. 


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Zodiac

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Hace tres o cuatro años que dejé de ir a las salas de cine. Ahora veo más cine que nunca, en mi casita, en mi sofá, en mi televisor HD que limpio cada siete días del polvo y los dedazos. Nadie me molesta, salvo la llamada de teléfono intempestiva, o el familiar que entra para decir buenas noches. Pero son interrupciones toleradas, civilizadas, que además he ido domesticando con el tiempo. Los de casa apenas asoman la cabecita para dar la salutación, que suele quedarse en un murmullo, en un gesto mínimo. Yo les despacho con una ceja levantada, con un sonido gutural. Saben que les quiero mucho, y que el sudor de mi frente es para ellos, pero en esos trances yo no soy yo, sino el otro, y ese tipo es un completo desconocido, un intruso pacífico en el hogar. Los conocidos saben que a partir de las diez de la noche no voy a cogerles el teléfono. Y que si lo cojo, porque intuyo un asunto urgente, o una demanda de auxilio, voy a responder a todo con monosílabos, con frases muy cortas, para acortar la duración del paréntesis. A esas horas soy el tipo más parco y maleducado de los contornos. La película del día es un paraíso artificial, un Hawaii-Bombay que a veces yo me monto en mi piso, como cantaba Ana Torroja, y cualquier intromisión de la realidad es una violación del ensueño. En esas dos o tres horas que dura el embrujo procuro no existir, no saber, no ser yo mismo. Es mi tiempo sagrado, mi prescripción médica contra el hastío, y ay de quien ose violarlo, o reducirlo, o negociarlo.

            En las salas comerciales acabé harto de los doblajes insípidos, de los cubos de palomitas, de los adolescentes en celo, de las viejas sordas, de los niños que corrían, de los teléfonos que sonaban, de los tarados que no callaban, de las proyecciones que no se oían, de las distancias mínimas que te estampaban las narices contra la pantalla... Recuerdo que mi padre, el pobre, que trabajaba de negrero en un cine de León, me dijo una vez, en plena decadencia del negocio: " El beneficio ya no está en la taquilla, sino en el kiosco de chucherías". A mediados de los años noventa, estupidizados por las televisiones privadas, los espectadores perdieron la costumbre de aguantar dos horas de proyección sin montar una tertulia, sin levantarse de la butaca, sin dar por culo al vecino de al lado. Las lenguas y las vejigas habían perdido el autodominio de los viejos tiempos. En eso sí que con Franco vivíamos mejor. Se perdió la paciencia de atender, de aguardar, de deducir. Se cortocircuitaron las meninges y se llenaron las panzas de mierda.



            Zodiac fue una de las últimas películas que vi en pantalla grande. Una de las últimas gotas que colmaron el vaso. Las imágenes de la primera escena se veían borrosas, desenfocadas, como de pesadilla de las víctimas que mueren, o de enajenación del psicópata que dispara. Pero luego salían los policías en sus comisarías, y los periodistas en sus redacciones, y Zodiac cometiendo nuevos crímenes, y a los cuarenta minutos la película seguía pareciendo la melopea de un borrachuzo. Esto ya no era cosa del flashback, ni de la narrativa peculiar de David Fincher. Algo se había jodido en el proyector de la sala. Miré a derecha y a izquierda buscando en los demás espectadores un reflejo de mi cara extrañada. La mitad no estaban en el asunto: estaban al móvil, al beso, a la metedura de mano, al recuento de las palomitas que quedaban en el cartón. La otra mitad, la supuestamente cinéfila, seguía la película como si tal cosa. Nadie carraspeaba, nadie silbaba, nadie movía una ceja. Parecían drogados, o atontados, muñecos de cera puestos por la empresa para crear sensación de ambiente. Abandoné la sala a riesgo de perder el hilo de las pesquisas, y me topé con un encargado que pasaba por allí. "Pues gracias, no sabía nada, no se preocupe, pero sepa usted, loco de los cojones, maniático gafudo, que nadie hasta ahora se había quejado, y si no te gusta lo que ves, pues vete a casa, patético cinéfilo, y te  compras Zodiac en DVD cuando salga, muchas gracias por su aviso, caballero, ahora mismo aviso al proyeccionista". 


            Regresé a la sala y a los dos o tres minutos alguien manipuló el objetivo del proyector, y las imágenes se volvieron diáfanas e inteligibles. Nadie en la sala carraspeó, ni aplaudió, ni dijo "ya era hora" o algo parecido. A todos les pareció muy normal este juego absurdo de las imágenes. Yo flipaba, pero Zodiac, con su enredo de investigaciones criminales, no te deja mucho tiempo para flipar. A la media hora, cuando todo parecía encauzado, la imagen se volvió a desenfocar. No tanto como la primera vez, pero lo justo para despertar de nuevo el mareo, el enfado, la perplejidad. Pensé en volver a reclamar, pero desistí del intento. Me iban a tomar por un desequilibrado, por un Zodiac de León que tal vez iba a los cines con el cuchillo escondido bajo la camiseta. Solté varios tacos entre dientes y me despatarré en la cómoda butaca. A tomar por el culo la película, y el cine, y el negocio, y mis compañeros de eucaristía. Ya la vería, efectivamente, como predijo el encargado, en  DVD.




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Iron Man 2

🌟🌟

Acompaño a mi hijo en su fiebre gripal por los superhéroes y me trago, enterita, sabiendo de antemano lo que me espera, Iron Man 2. Ni el gracejo de Robert Downey Jr. ni los pechos postsoviéticos de Scarlett Johansson son capaces de mitigar mi aburrimiento. Pero es un fastidio dichoso y consentido. Ningún tiempo con Pitufo es tiempo perdido. Quiero creer que estoy sembrando en él la semilla del futuro cinéfilo. La carne de mi carne, y la sangre de mi sangre, transustanciada en celuloide. O en megabytes. 

Nos hemos reído mucho con las malandanzas de Tony Stark. Ni yo termino de comulgar con lo que veo, ni Pitufo termina de tomarse en serio las fantasmadas de estos superhéroes. Pero comentamos muy animados los hostiazos, los pasotes, los giros grotescos de la trama. Quizá me puede el orgullo si afirmo que Pitufo es un espectador entregado, pero muy crítico. O quizá es que finge su madurez para que yo no reprenda su infantilismo, no sé. Cuando aparece Scarlett Johansson mostrando el escotazo, se instala entre nosotros un silencio incómodo.  Él sabe que yo sé, y yo sé que él sabe. Scarlett gusta a todos los hombres entre los doce y los noventa años. Es un imperativo biológico, imposible de soslayar. Pero sólo son segundos. Ahora que ya somos dos tíos mayores, y que sabemos de qué va la vaina,  rápidamente recomponemos la vergüenza, y hacemos chistecitos sobre las enormes dimensiones, o sobre los dinámicos bamboleos. Entre el adolescente que llega y el adolescente que nunca se fue, montamos una pequeña juerga como de chavales del instituto. 

Es una mierda, Iron Man 2. De lo peor que ha pasado por mi sacrosanta cartelera. Pero no cambiaría este rato por ninguno de los que paso en soledad viendo las obras maestras que propone Mark Cousins, o cualquier otro plasta de lo canónico, a bombo y platillo.




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