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Tierras de penumbra

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La llegada del amor supone un aumento de la entropía. La sangre aumenta su temperatura, las neuronas multiplican sus conexiones y las células del cuerpo, en general, abandonan su estado de semiletargo y se ponen como locas a metabolizar. 

    Pero también se produce un incremento de la entropía externa, que es el desorden en el hogar. Donde antes estaba uno solo con sus horarios, sus manías, sus ritmos casi circadianos, de pronto un caos amoroso se apodera de la rutina. Los aldabonazos del sexo impiden conciliar el sueño como antes: se duerme menos, y peor, con los cuerpos que se pegan y despegan al albur del deseo. Aumenta el número de platos y cacharros que hay que fregar. Aparecen nuevos alimentos, nuevos postres, y las compras se hacen más variadas y frecuentes. También cambian las horas de sentarse a la mesa, de tomar el café, de salir a tomarse unos chatos. La parrilla de la tele se desorganiza. Se altera, incluso, el viejo orden del vestidor, porque uno se pone más guapo, compra ropa nueva, y hay vestimentas impropias que se ven relegadas al ostracismo.

    El amor es un viento inevitable -a veces un verdadero siroco- que viene a sustituir la antigua paz de las entrañas por una desazón de turbulenta felicidad. Que se lo digan al bueno de C. S. Lewis, que vivía tan ricamente en su casa de Oxford con sus estudios literarios, sus novelas en proceso, su sueño regular y sus comidas a la hora. Y el té a las cinco o'clock, claro. Una vida apacible, de entropía amable, de dedicación casi monacal a la literatura y al compadreo con otros eruditos. Sólo la necesidad de masturbarse le recuerda, de vez en cuando, que la cama donde duerme es demasiado ancha, y que su vida, tan fructífera en términos cuantitativos, con tantas páginas escritas y leídas, es en verdad una especie de autoengaño. Un interregno productivo, pero lamentable, entre el amor que se fue y el amor que ya nunca llegará. 

    Lewis parece un hombre asexuado, rendido ya a los placeres de la pitopausia, pero en realidad sigue al acecho, esperando la oportunidad de mandar a la mierda su plácida entropía. Y cuando el amor llega -y lo hace como un demonio de Tasmania de los dibujos animados- no tarda ni un solo segundo en reconocerlo y aceptarlo. Aunque al principio vaya disimulando por las esquinas, por el qué dirán sus compañeros de tertulia, los oxfordenses, u oxfordianos, que tengo que buscarlo en la Wikipedia.



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Elizabeth

🌟🌟🌟

Elizabeth, la película, es como aquellos chistes de "va un inglés, un francés, un español, y un escocés" que contábamos en el patio del colegio. Solo que aquí, al final, el más listo, el que se lleva el gato al agua y el traidor a la picota, es la inglesa del chiste Isabel I, y no como sucedía en nuestros chistes patrióticos donde el español de la pandilla siempre era el más astuto o el más cabroncete, y el inglés, por lo general, quedaba como un finolis que siempre hacía el ridículo por culpa de su dandismo.

    Aquí, en el chiste estirado y trágico que es Elizabeth, los escoceses son unos anglosajones de segunda división dirigidos por una guerrera que más parece la madama de un prostíbulo. El duque de Anjou, que es el príncipe francés que pretende contraer matrimonio para forjar la alianza, resulta ser un afeminado que se traviste en las fiestas de palacio y lo mismo hace a las ostras de Calais que a los caracoles de Devonshire. Y los españoles, cómo no, que encima eran los súbditos de Felipe II, quedan como unos taimados de baja estatura y piel renegrida que sólo saben conjurar en los sótanos y clavar cuchillos por las espaldas.

    Elizabeth es una película hecha por anglosajones -y por hindúes colonizados- a mayor gloria de la reina que les devolvió el orgullo nacional. Y les ha salido como un panegírico de la revista Hola, o la vida ejemplar de una santa anglicana. Una reina ideal, mitificada, que en la película carece prácticamente de defectos: bellísima en sus facciones, blanquísima en su dentadura, independiente y decidida, cabal y equilibrada. Hasta virgen, llegan a afirmar en el paroxismo final, confundiendo el afán de soltería con el culo de las témporas. Una Elizabeth que a veces parece tocada por la sabiduría de su sangre y otras por la gracia del dios anglicano recién divorciado del romano. Casi nunca se habla de la potra o de la casualidad que en aquellos tiempos permitían a un monarca estar mucho tiempo en su trono, porque se podían morir de cualquier cosa, y en cualquier momento: de una infección de muelas, o de un catarro mal curado, o de un atentado palaciego. De una comida envenenada, de un parto atravesado, de una caída de caballo, de una melopea de campeonato. 

De una Armada Invencible que hubiese cruzado el Canal de la Mancha en un día de sol radiante.





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La gran evasión

🌟🌟🌟

La gran evasión que ahora nos preocupa es la que perpetran en cada ejercicio fiscal los mangantes protegidos por la ley. Porque la ley cacarea mucho, pero pica poco, y ya no sabemos si fulano sigue en la cárcel o si está de vacaciones en la cubierta de su yate riéndose de todo el mundo, en su quinto o sexto recurso contra la sentencia.

    La otra gran evasión, que es mucho más banal y divertida, es esta película que cuenta cómo unos ingleses listísimos -y un americano más listo que nadie, of course- se escaparon del campo de concentración de Nosedóndesberg, cerca de la frontera Suiza. Se escaparon nada más que por tocar los cojones a los alemanes, porque Nosedóndeberg es más bien un retiro espiritual, un monasterio de militares que trabajan la huerta, destilan su alcohol, se reúnen en el claustro y vagan libremente por el recinto que custodian los demonios ametrallados. Un retiro dorado. No diré que el campamento parezca un balneario -como afirman las malas lenguas que critican la película- pero vamos, que casi.

    Algunos días, en las fiestas del santo patrón, los reclusos juegan al béisbol, izan banderas, celebran cuchipandas, y podrían sodomizarse en alegre fraternidad sin que ningún oficial alemán les diera orden de recular. En La gran evasión ya se huele la derrota de los nazis, y el jefe del campamento, el tal Von Luger, sólo quiere que los prisioneros no le causen muchas molestias -fundamentalmente que no se escapen-, y poder presumir de estadísticas ante sus superiores en Berlín. No es que los alemanes parezcan idiotas, o poco espabilados, incapaces de adivinar que sus huéspedes están horadando no un túnel bajo sus pies, sino tres. Ocurre, simplemente, que los guardianes ya no están por la labor, y que del mismo modo que los ingleses desean regresar a Londres para abrazar a sus darling, ellos, que también tienen su corazoncito, también quieren volver cuanto antes a Berlín para achuchar a sus Braut




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Un puente lejano

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La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.


    La ventaja operativa era del Ejército Rojo, que encontraba terreno más propicio e infundía mayor pavor entre los alemanes. Así que empezó a cundir el nerviosismo entre los mandos angloamericanos que se veían rezagados en los bosques de Francia. Quizá por eso, herido en su orgullo, algún general planteó la operación Market Garden como un atajo para alcanzar Berlín antes de que acabara 1944, y reírse en la cara de los ruskis cuando llegaran tarde a la toma del Reichstag. El plan era lanzar varias divisiones de paracaidistas sobre Holanda, tomar los puentes estratégicos que dominaban el Rin y avanzar directamente sobre el centro industrial de Alemania.

    Pero esta vez, ay, para desdicha de la coalición, sí había armas de destrucción masiva desplegadas sobre el terreno, que en aquella época eran las divisiones acorazadas de los alemanes, con los tanques Tiger y los Panzer apuntando hacia las carreteras. Lo había advertido la resistencia holandesa, y lo habían corroborado las fotografías aéreas. Pero en aquel entonces, como en este ahora, los halcones del ejército estaban demasiado interesados en lanzar las tropas sobre el terreno. La chapuza de la operación Market Garden fue casi total, y esto es lo que se afana en contar, con todo lujo de detalles -tantos que a veces te pierdes y bostezas- esta película que Richard Attenborough rodó años antes de irse a Costa Rica para abrir un parque temático sobre dinosaurios resucitados.




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A chorus line

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“En realidad mi gran sueño ha sido saber bailar bien. La película que cambió mi vida por completo se llamaba Flashdance. Era una película que trataba sólo de baile. ¡Saber bailar...! Y sin embargo, al final, me limito siempre a mirar. Que también es bonito, pero no es lo mismo”.

Esto reflexionaba Nanni Moretti en Caro Diario mientras conducía su moto por las calles de Roma. Envidioso y admirado, aparcaba su vehículo en las fiestas populares para contemplar a los jóvenes que bailaban los ritmos latinos o brasileños. Era la época de la lambada...  A mí me pasa un poco lo mismo: también me quedo embobado en las fiestas, viendo a las gentes que mueven las caderas; también me quedo tonto en las películas musicales que a veces elijo para alcanzar la medianoche. Es una envidia que supongo común, a todos los que hemos nacido con dos pies izquierdos, con dos extremidades palmípedas, con dos tobillos estúpidos que malinterpretan las órdenes recibidas.

A chorus line es un musical que se sigue a ratos, a esfuerzos. Cuando los personajes bailan y brincan por el escenario, uno celebra la vida vicariamente, en contemplación distante del esfuerzo. Cuando se detienen para limpiarse el sudor y contar sus rollos personales, uno avanza a trancos con el mando a distancia para alcanzar el siguiente número musical. Y así, de oca en oca, de puente a puente, se llega hasta el famosérrimo número final, One, que he visto decenas de veces en los documentos, y en internet, nunca en su contexto, y que tiene un sonsonete que durante años no se me ha ido de la cabeza. Por ahí asoma ya el primer sombrero de copa de los muchos que vendrán después: “Tan, tararán, tararán...”




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