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Vicky Cristina Barcelona

🌟🌟🌟


Mi primera foto en los portales del amor -con pantalón corto, camiseta Adidas, barbita descuidada y gafotas de cinéfilo- fue una que me hicieron junto a la estatua de Woody Allen, en el centro de Oviedo. De aquellos polvos que echaron Vicky y Cristina en Barcelona -y también en Oviedo-  vinieron los lodos de la escultura y luego los barrizales románticos en los que yo me metí como un tontaina. 

Recuerdo que el tipo que me inmortalizó pertenecía a un corro de argentinos que alrededor de la estatua parloteaban sobre el psicoanálisis en las películas de Woody Allen.  Al principio me dijo que no, que no me la hacía, y luego, riéndose con acento del Mar del Plata, cuando yo ya murmuraba un “gilipollas” y me daba la vuelta para encontrar un fotógrafo de Samaria, me dijo que che, que bueno, que qué sentido del humor más retorcido teníamos los gallegos y tal...

Corría el año del Señor de 2016 y parecía que el asunto de Mia Farrow estaba archivado y olvidado, así que yo, posando junto al maestro, no corría peligro de ser ninguneado o execrado. De hecho, la primera mujer que se interesó por mí -tan parecida a la María Elena de la película que ahora casi da miedo recordarlo- era una feminista que entonces no vio problema en aceptarme primero en su cama y luego en su vida cotidiana. Justo un año después, en 2017, estalló el movimiento MeToo y ya nada volvió a ser como antes. Ni en el mundo ni entre nosotros. A ojos de mi neurótica María Elena. yo pasé de ser un inocente seguidor de Woody Allen -divertido, intelectual, buena persona en el fondo- a ser un hijo de puta integral que al tener muchas de sus películas en la estantería me delataba como un violador en potencia y un asesino más o menos inmediato. 

Obvia decir que ninguna mujer parecida a Cristina -y mucho menos a Vicky, que a mí siempre me ha gustado más- le dio jamás al corazón  que figuraba debajo de aquella fotografía. Hubo una mujer de rompe y rasga que una vez se atrevió, sí, pero eso ya fue en otro asalto a los cielos, y con otras fotografías menos comprometidas con mis cinefilias. En esas fotos posteriores yo ya tenía alguna cana y una sonrisa triste de cinismo. 





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El truco final

🌟🌟🌟🌟

Uno viene a las películas de Christopher Nolan a entretenerse. Pero también, por qué no, a que le estimulen la inteligencia. Lo que pasa es que esto es como la estimulación anal: que a veces, cuando hay confianza -y con Christopher Nolan hay confianza- uno se deja acariciar el ojete, se relaja, se siente tratado como una persona inteligente y sensible, y de pronto, zas, te encuentras con que el fulano te la ha metido doblada, y que se descojona a tus espaldas, mitad amante y mitad cabronazo. Terminada la experiencia -quiero decir, la película- ya no sabes muy bien qué pensar: por un lado ha sido excitante, y por otro, una humillación. Sea como sea, se te queda la cara de tonto...

Aquí, en El truco final, la cuestión es saber si la máquina de Tesla produce o no fotocopias de las cosas, y ya puestos a electrocutarse, fotocopias de uno mismo. Saber si Nolan ha hecho una película de ciencia-ficción o si el mago Angiers sólo perpetraba otro de sus trucos, apoyado en la existencia de su gemelo... Da igual: quien la haya visto, sabrá de qué hablo, y quien no, se va a quedar como estaba, porque esto es como hablar en chino, y no desmenuzo gran cosa con el spoiler.

Después de apagar el DVD, recomponer el gesto y tantearme subrepticiamente el ojete, me he puesto a pensar qué haría yo con una máquina de Tesla que funcionase. Lo primero, eso seguro, fotocopiarme a las ocho de la mañana para que Álvaro Bis fuera a trabajar mientras yo me quedo durmiendo un rato más. Luego sacaría al perrete sin prisas, y haría un poco de ejercicio, y avanzaría un poco en la nueva escritura sin recorrido... O sea, vivir. El problema iba a surgir cuando Álvaro Bis regresara al hogar. No íbamos a disputarnos el mando a distancia, eso no, porque somos idénticos en los gustos, y a los dos nos mola Broncano y la NBA, pero ya, para empezar, habría que poner dos platos, y dos lavadoras, y dos de todo... Eso no sería problema: lo haría por una mujer aventurera, aí que cómo no iba a hacerlo con mi clon, que soy yo mismo. Lo que pasa es que, como dicen en la película, cuando tu clon descubre que dependes de él para seguir con el truco, estás en sus manos, y una de dos: o cedes en todo, y te conviertes en su esclavo, o le asesinas -o sea, te asesinas- o tienes que inventarte otro número para seguir de vacaciones.




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Día de lluvia en Nueva York

🌟🌟🌟🌟

“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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El regalo

🌟🌟🌟

Esta película, El regalo, yo ya la había visto. Transcurría en París, se titulaba Caché, y la dirigía un filósofo metido a cineasta -y a tocapelotas- llamado Michael Haneke. En ella había otra pareja de burgueses encantados de conocerse hasta que un psicópata empezaba a acosarles, a entregarles paquetes, a filmarles clandestinamente en la intimidad... Todavía siento escalofríos al recordarla. Caché era puñetera y malsana, inquietante y perversa, como todo el cine perpetrado por Haneke. El austríaco es un cabronazo que te mete la mano por la garganta, o por el trasero, y hace operaciones muy dolorosas en los territorios del miedo o de la culpabilidad. De sus películas siempre sale uno tocado, como si una nube negra se instalara sobre la cabeza y te quitara los rayos del sol, y la alegría de vivir.


    El regalo, como Caché, es una película sobre fantasmas de las navidades pasadas que de pronto se hacen carne molesta y peligrosa. Tipos a los que no veíamos desde la infancia, y a los que habíamos olvidado por completo, que sin embargo se acordaban muy bien de nosotros. Que -más aún- nos llevaban grabados a fuego en su rencor. Niños a los que un día, por hacernos los chulos, o por vengar la injusticia de unos cromos escamoteados, acusamos de algo que no era verdad, o que no era verdad del todo. Un agravio que fue creciendo sin control, tomando forma, creando malentendidos, hasta que acabó con la reputación y el buen nombre del chaval. Una vida tal vez arruinada, tal vez irrecuperable, que tuvo su origen en una maledicencia de patio de colegio, o de intercambio de clases. 

    Sobre mí, en aquellos tiempos, mis archienemigos del balón o del sobresaliente vertieron más de una injuria que por fortuna nunca llegó a nada. La desgracia en la vida me la he ido labrando yo solito. Yo, en venganza, o en pura maldad, también solté varias andanadas al aire, a ver si colaban... Nunca supe si acertaron de lleno o se perdieron en el mar. Tal vez algún día, en la cola de un supermercado, o en la terraza de una cafetería, me encuentre a un tipo de rostro vagamente familiar que me enseñe la herida, y me devuelva el proyectil en una bolsa.  


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El desafío: Frost contra Nixon

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¿Se imaginan a Carlos Sobera, en horario de máxima audiencia, preguntándole a José María Aznar por qué mintió sobre las armas de destrucción masiva, o sobre la autoría de ETA en los atentados del 11-M? Pues algo así, aunque parezca ciencia-ficción, fue lo que sucedió en 1977 cuando el periodista David Frost, previo pago de una cantidad indecente, logro que Richard Nixon accediera a ser entrevistado en su retiro de California. Frost era un showman que presentaba programas de variedades en la televisión británica, o en la australiana, según donde surgiera el contrato, y cuando le entró el afán de entrevistar a Richard Nixon nadie se lo tomó demasiado en serio. Tuvo que rascarse hasta la pelusilla de su propio bolsillo para que el dimitido presidente, que al parecer vivía obnubilado por el dinero, accediera a ser interrogado por los asuntos espinosos del Watergate o de la guerra del Vietnam.


    Lo que luego sucedió en "La Casa Pacífica" ya es asunto de dominio público. Y si no lo es, es un spoiler como una casa, así que no voy contar nada de las dialécticas que allí se entrecruzaron. Frost contra Nixon es una gran película, de actores soberbios y de diálogos acerados, y además sale Rebecca Hall en un papel que no aporta nada a la trama, pero que nos deja muy contentos y resalados con su belleza. Sin embargo, uno termina de ver la película con una sensación molesta, porque se nota, se siente, que Ron Howard simpatiza con el expresidente. Tan es así, que no sorprende leer en alguna entrevista que él mismo reconoce haber votado a Tricky Dicky en sus tiempos de latrocinio. Y qué quieren que les diga: simpatizar con un sociópata que ordenó bombardeos masivos sobre la población de Camboya, o alargó una guerra innecesaria por motivos puramente electorales, es una cosa que tiene poca excusa, y muy poco perdón, por mucho que Frank Langella, en portentosa exhibición, acaricie a los perretes o ponga caras de contrición.

    - No tiene ni idea, señor Frost, de lo afortunado que es usted por gustarle la gente. Por gustarle usted a ellos, por tener esa facilidad, esa luminosidad, ese encanto. Yo no los tengo, nunca los he tenido. Me pregunto por qué elegí una vida que dependía de gustar a los demás. Quizá usted debió ser el político, y yo el entrevistador riguroso.


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