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Una vida no tan simple

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Cada mujer que he tenido en la vida ha sido un regalo del destino. Incluso aquella que como Gregorio Samsa se despertó una mañana convertida en alimaña... Una víbora, en su caso. Como nunca esperé nada de las mujeres -porque uno, la verdad, es muy poquita cosa- todo me pareció ofrecido por añadidura. Tener una mujer como ésta que tiene Miki Esparbé en la película y traicionarla con un espasmo pitopaúsico me parece un comportamiento muy poco considerado.

Lo mismo me pasa con las nóminas que llegan a fin de mes: me parecen una dádiva de los dioses, casi una sopa boba, yo que trabajo en algo que podría desempeñar cualquier persona que no coja bajas por naderías. Mi madre, sin ir más lejos, gobernaría mejor estas aulas con cuatro voces bien dadas y una zapatilla de fieltro en la mano. Tengo un título que solo sirve para limpiarse el culo en caso de extrema necesidad. Quizá lo use en la próxima pandemia, cuando los yayos vuelvan a arramblar con el papel higiénico en el súper.

Quiero decir que como nunca tuve ego nunca conocí su desgaste. O quizá mi ego consiste en decir que no lo tengo. Todo es táctica y camuflaje... Yo pasé por la crisis de los 40 como si tal cosa. Igual me daban los 35 que los 40. Y que ahora los 51. Es todo igual. Lo único las canas, que ya me nievan por las patillas y me dan un aire de don nadie distinguido. Y los triglicéridos, su puta madre, que se reproducen como conejitos bioquímicos.

Yo entiendo a Miki Esparbé -su frustración y su hartura- pero le entiendo con la razón, no con las tripas. Porque vivimos en dos esferas distintas de la realidad. Yo nunca tuve aspiraciones laborales, así que nunca sufrí la decepción de no alcanzarlas. Y con el sexo igual: para practicar el adulterio con una pelirroja como Ana Polvorosa hay que creerse a su altura: estar muy bueno o manejar una labia implacable. Y mientras que Esparbé se siente capaz de enredarla, yo en mi caso, si la Polvorosa se hubiera cruzado por mi vida, me hubiera escondido debajo una piedra. 

Quiero decir que todas las crisis -salvo las sanitarias- son crisis aspiracionales. De gente que midió mal sus fuerzas o que no se conforma con lo mucho que ya tiene. Yo, que apenas he recibido un mísero talento de Yahvé, solo he aspirado a que no se estropee el codificador de Movistar +.




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La buena estrella

🌟🌟🌟🌟

No hace mucho tiempo que nuestra querida Pam, la secretaria de Estado de Igualdad -la mujer que posee la colección de pollas disecadas más extensa de la Península- se escandalizaba porque en una encuesta que analizaba el bienestar sexual de “les españoles”, un 80% de las mujeres todavía prefería el contacto con un varón para alcanzar el orgasmo, en detrimento de otras prácticas según ella más liberalizantes y empoderadoras, como la masturbación íntima o el contacto mutuo femenino. 

Para Pam, el hombre ya sólo existe para hacer desgraciadas a las mujeres, matar a las arañas peludas y abrir los botes de conservas, y cualquier otro uso le parece un atavismo que habría que erradicar por la vía de la educación, y si no, por la vía de la ley. Pam, por supuesto, es una fanática, una analfabeta funcional, una de las mujeres que ha conseguido que los viejos bolcheviques antaño ilusionados con Podemos ahora busquemos otras alternativas “sumariales” más respetuosas con el medio ambiente.

Hablo de Pam porque me divierte imaginármela viendo “La buena estrella” y descubriendo que la protagonista -esa australopiteca fascista de Maribel Verdú, según ella-  no solo prefiere el coito con un varón, sino que prefiere el coito con DOS varones, aunque no de manera simultánea, eso también es verdad, porque Ricardo Franco era un director serio que nunca hizo pinitos en el mundo de la pornografía. Por el día, Maribel se acuesta con Resines porque él cuida de su hija y además es el dueño de la casa; y por la noche, porque Resines es impotente y no puede dejarla satisfecha, se acuesta con el macarra del barrio que hace tiempo le daba de hostias en plena calle, y al que tendría que haber rajado entonces sin miramientos. Y en eso, mira: yo estoy con Pam y con su pandilla de pandilleras. 

En eso, como en otras muchas cosas, “La buena estrella” es una película imposible de creer. No se puede querer a dos personas al mismo tiempo y además no se puede ser tan gilipollas como el personaje de Resines. Y, sin embargo, la película sigue funcionando. Yo creo que son los actores -y la actriz, sí, Pam- que hacen verosímil lo inconcebible.





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Cinco lobitos

🌟🌟🌟 


“Cinco lobitos” venía muy aclamada por la crítica nacional. Pero la crítica nacional es poco fiable cuando recomienda películas de aquí: hay que promocionar, alentar, insuflar ánimos... Hacer industria que se dice. A veces sucede que el critico es directamente amiguete del director o de la productora y eso condiciona mucho las opiniones. Yo lo entiendo: esto es un negocio y hay intereses creados. Pero no lo compro.

“Cinco lobitos” no está mal, pero no deja de contar una nadería: una pareja que discute, una niña que llora, una madre que enferma... Un pobre hombre al que le invaden la casa y encima tiene que aguantar broncas y malos modos. La película dura demasiado. Revolotea, reitera, se queda colgada como un sistema operativo. También es verdad que con mucho menos se hacen ahora series de cinco temporadas con diez episodios cada una. Engaños masivos al telespectador. Chicles estirados hasta el infinito y más allá. No los del señor Boomer -que ya estiraban lo suyo- sino los de Buzz Lightyear colocado hasta las cejas.

Pero mi problema más grave con “Cinco lobitos” es que no soporto a su personaje principal, esa mujer que lo mismo grita a su pareja que abronca a su padre o le canta las cuarenta a su madre. Si esto es lo que le pedían a Laia Costa al inicio del rodaje, chapeau por ella. Pero me da que la intención de su directora era otra: mostrar a un personaje zarandeado por las circunstancias -a dos velas en lo económico, a dos pajas en los erótico y a dos cabezadas en el sueño por los lloros de su bebé -que sin embargo hace de tripas corazón y se lanza a la batalla cotidiana con el gesto de una samurai. Pues bueno... Yo quisiera empatizar, pero no puedo. Yo siempre estoy con la clase obrera, pero no me sale. Me molestan mucho sus modales, su “tonito”. Su carácter agresivo cuando lo que toca es replegar velas y aceptar la ayuda que te ofrecen. Morder la mano que te da de comer es una cosa que no he entendido jamás. Y cómo muerde, además, la tipa esta: con qué saña, con qué mal jerol.





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La boda de Rosa

🌟🌟 


No sé qué pensaría Ana Botella de la boda de Rosa si viera la película. Pero no creo que la vea nunca, la verdad, porque Ana ya sólo ve las películas de José Luis Garci, tan relamidas y moralizantes. Garci tuvo su época de rojerío, es cierto, allá por la Transición, pero luego volvió al redil gracias a que José Mari, cuando le invitaba a la Moncloa, le leía la cartilla y le enseñaba de nuevo los Diez Mandamientos que venían en el Parvulito. Ana Botella nunca ve películas de rojos, ni de rojas, como las que rueda Icíar Bollaín, que lo mismo te denuncian un maltrato que una pobreza, una exclusión que un latrocinio.

 A doña Ana, que las manzanas se casaran con las manzanas ya le parecía el fin de la civilización occidental. Un día, muy cabreada, dijo ante un micrófono de 13 TV que lo próximo que aprobarían los comunistas serían las bodas de los dueños con sus perros, o con sus gatos, ni siquiera fruta con fruta, sino fruta con... a saber qué, y ahí se perdió, en la metáfora, la señora Botella, porque ya sabemos que ella, para la poesía, se maneja mucho mejor en el inglés de Walt Whitman. Así que no sé: le daría un soponcio, supongo, si viera a Rosa casarse consigo misma en una cala de Benicassim, rodeada de sus familiares incrédulos, que la toman por enajenada, o por demasiado estresada en su trabajo. ¿Cómo hacer una metáfora de la manzana que se casa... consigo misma? ¿Qué queda, después de esto? ¿Qué será lo próximo que profanen los bolivarianos en el poder?

Y dicho todo esto, la película de Icíar Bollaín es bienintencionada pero fallida. Bordea el ridículo en alguna escena. Sólo la presencia de Candela Peña, que es un animal cinematográfico, salva esta historia del estropicio absoluto. También es verdad que en esta casa siempre se ha querido mucho a Candela Peña. Cuando empezó, porque se parecía mucho a una pariente muy querida, como dos gotas de agua, en el fenotipo y en la gestualidad. Luego, porque se convirtió en una actriz de las que te hacen reír y llorar, estremecerte y enternecerte. Una rellenaplanos descomunal. Y ahora, porque cada dos semanas aparece en La Resistencia para participar en la cuchipanda de David Broncano y sus secuaces, regalándonos diez minutos de telegenia que son lo más bizarro y divertido de la programación actual. Vaya por ella, el esfuerzo de aguantar hasta el final La boda de Rosa.





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Todos lo saben

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Existe una leyenda urbana que asegura que el 10% de los niños que juegan en los parques, o que se dejan la miopía en la Playstation, no pertenecen al padre que los cría. Pero esta cifra, obviamente, es una exageración de periódico sensacionalista, de tabloide científico que ponen al cierre del telediario. Carnaza para Ana Rosa Quintana y su escuela de imitadoras. 

    De ser cierta esta exageración putiferil, este vodevil de infidelidades, uno, que entrena cada año a un equipo de fútbol con once criaturas ávidas de balón, no podría reunirse con los padres a la salida del entrenamiento sin preguntarse, continuamente, a veces divertido y a veces compungido, cuál de esos señores que reciben a sus chavales con una caricia en el pelo está alimentando la autoestima de unos genes que él no sembró en el huerto matrimonial. Quién lleva, en fantasmagórica osamenta, unos cuernos de cérvido engañado, de vikingo panoli que a lo mejor salió a por lana y volvió trasquilado a la cabaña de madera.

    La cifra correcta de padres que cuidan del huevo equivocado es, según el doctor Google, del 1%, una cifra más tolerable para la paz social, y también, desde luego, para la paz mental de mis entrenamientos. Porque eso significa que sólo hay un padre, en los últimos ocho o nueve años, que venía a recoger al niño que no debía. Y además creo que sé quién es... 

        Una cifra, el 1%, que curiosamente es muy estable del uno al otro confín, y que casi no varía del Amazonas al Jordán, de la Europa civilizada a las yurtas de los mongoles. Lo que habla de que la infidelidad de las mujeres, como la infidelidad de los hombres, es más una cuestión genética que de cultura, como casi todos los defectos que nacen en la viña del Señor.

    De viñas va, precisamente, y de huevos de cuca, esta castellanada -que no españolada- que ha rodado Asghar Farhadi en nuestro país. Solo que aquí, en este dramón de secuestros y familias rotas, casi no se habla del padre que trajo los gusanos, sino del padre que fecundó el huevo, y que pone la misma cara de sorprendido que el otro al conocer la noticia.



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Negociador

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Los crímenes de ETA acapararon durante años las portadas de los periódicos y las aperturas de los telediarios. Y eso fue así, como quien dice, hasta ayer mismo. Todos los que hemos nacido sin un teléfono móvil en las manos recordamos aquel goteo incesante de muertos en las calles. 

Sin embargo, ahora que cesaron, aquellos terrores ya nos parecen lejanísimos, como asuntos en blanco y negro que narrara Victoria Prego en un documental de la Transición con imágenes descoloridas y voces de gramófono. Un día nos levantamos de la cama y ETA, tras un baile de máscaras, había dejado de existir. Casi con un chasquido de dedos, después de tanto dolor, y tanta negociación fallida, t tanto Movimiento Vasco de Liberación Nacional que dijo José María Ánsar  el mismo día que proclamó que a él nadie le contaba los vinos que podía tomar antes de coger el volante. El tsunami de la crisis económica nos devolvió a todos -asesinos de ETA incluidos- a la dura realidad de llegar a fin de mes, como en los tiempos anteriores a Sabino Arana. Los antiguos batasunos se habían convertido en políticos corrientes y molientes que gestionaban hasta el último céntimo de los presupuestos municipales, y la lucha armada, en ese escenario tan pedestre y tan poco romántico, había dejado de tener sentido.

    Negociador hace una versión muy libre de lo que sucedió en aquellas negociaciones -¡qué digo, diálogos!- que entabló Jesús Eguiguren primero con Josu Tornera, y luego con el exaltado de Thierry, en la trastienda francesa del año 2005. Cuenta qué hacían aquellos interlocutores cuando se levantaban de la mesa y lidiaban con el vacío de las horas muertas. Porque, al fin y al cabo, ellos eran seres humanos con sus necesidades alimenticias y sexuales, sus teléfonos móviles sin cobertura y sus dineros contados para los gastos de intendencia. En la mesa que supervisaban los mediadores internacionales todo eran indirectas y desacuerdos, puyas y contradicciones; pero luego, en el hotel compartido, a la hora del desayuno, el encierro de los días les animaba a charlar sobre las cosas tontas de la vida: que si vaya día que hace, que si viste la película de ayer, que si cómo quedó el Athletic de Bilbao... Y son estas banalidades, no lo olvidemos, las que terminan uniendo a la gente. Quizá no lleguen a forzar amistades o simpatías, pero sí, desde luego, quitan las ganas de matar. O de odiar. Y eso ya es mucho. 



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Fe de etarras

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El trabajo más duro para cualquier terrorista profesional, de esos que hacen carrera en el empeño y luego suben puestos en el escalafón, no es apretar el gatillo, ni detonar la bomba, que para eso ya vienen con la psicopatía de serie, y la sociopatía incorporada en el chasis. Lo más jodido de su labor asesina es esperar: pasar un día tras otro de calculada inactividad, esperando instrucciones, repasando el plan, cargándose de razones... Después de cada crimen cometido, con su subidón de adrenalina y su inflamación de las creencias, vienen largos meses de sigilo en el piso franco. Ratos interminables de jugar al trivial o al parchís mientras los telediarios pasan por delante y la vida transcurre. 

    En el fondo, ser terrorista es un auténtico coñazo, sobre todo si vives tras las líneas enemigas, porque estás muy lejos de los tuyos, a mil kilómetros de tu bar preferido, con la novia -o el novio- siempre en trance de olvidarte o de mandarte a la mierda. Sólo los matarifes más fanáticos, o los que no tienen vida propia que disfrutar, aguantan esa tensión de los días vacíos. Ese cobrar un sueldo y una manutención por no hacer nada. Hay que ser un funcionario muy honrado para resistir la tentación de la actividad...


    Fe de etarras transcurre en 2010, en plena decadencia de ETA, y también en pleno Mundial de Sudáfrica, con la retórica españolista en las radios y las banderas rojigualdas en los balcones. Ante tal panorama, el único personaje que mantiene su fe es el personaje de Javier Cámara, un riojano de Euskalherría que se considera a sí mismo el último gudari, el último mohicano de una lucha patriótica que viene de siglos, de milenios incluso, enraizada en las disputas que mantuvieron los protovascos que cazaban el mamut con los protoespañoles que preferían el venado. Sin embargo, a los otros comandos que le acompañan, se les va cayendo la fe de los bolsillos, y la arrastran por el suelo como condenados con su bola de hierro. Decía Francisco Umbral que siempre era un espectáculo contemplar a los hombres trabajando en lo suyo, y Fe de etarras, básicamente, es una ventana abierta -finamente cómica, pulcramente medida- a esas jornadas maratonianas de los terroristas dedicados a su trabajo revolucionario de contemplar las musarañas.




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