Cegados por el sol
Los perdonados
🌟🌟🌟🌟
“Todo debe ser enfrentado”, repiten varias veces los bereberes de la película. Se refieren a que ningún pecado finalmente queda castigado. Es cierto -reconocen- que a veces transcurre mucho tiempo entre el acto y la condena. Pero eso es porque Dios, o Yahvé, o Alá -los tres dioses justicieros- también sufren las trabas de la burocracia aunque sean omnipotentes.
Hay pecadores de la pradera -en este caso pecadores del desierto- que se creen libres del rayo solo porque su expediente quedó temporalmente traspapelado. No saben que los ángeles que trabajan en el Ministerio de Justicia también enredan los papeles, y cogen bajas laborales, y dejan cosas a medio hacer para ir a tomarse el cafelito.
Pero a la larga, porque aquello no deja de ser
el Cielo, nada escapa al escrutinio de
los dioses ni a su justo dictaminar.
Esto es lo que dicen los bereberes de “Los perdonados”, claro, pero yo no comparto su opinión. También lo repiten mucho los católicos de mi ecosistema, que se consuelan con estas moralejas sacadas de los cuentos infantiles. Hasta los budistas que se entregan al yoga o al mindfulness se siguen acogiendo a la justicia metafísica que ellos llaman el karma, a la que se confían para encontrar una justicia futura en las injusticias del presente. “Ya te llegará el karma, ya...”, te dicen confiando en un revés de la fortuna o un tiesto caído desde un balcón.
Pero todo esto, insisto, son paparruchas de la moral. Ya lo dijo el tío Friedrich antes de abrazar al caballo fustigado y volverse loco sin retorno. El tío Friedrich, de haber visto “Los perdonados”, también la hubiera seguido con interés porque el suspense se mantiene, y el desierto nos abduce. Y porque Jessica Chastain es una mujer tan hermosa que cuando muera subirá al Cielo directamente, sin pasar por el despacho de San Pedro, como una cliente VIP de una aerolínea de postín.
Pero vamos, que la parte moral del asunto a mi tío de
Alemania, le hubiera dado la risa, y la hubiera criticado como la critico yo, solo
que con mejores palabras, filosofando con el martillo. Bueno era el tío Friedrich cuando le tocaban, precisamente, la moral.
¡Ave, César!
🌟🌟🌟🌟
He tenido que llegar a los extras de la edición en DVD, ya a las
doce de la noche, para encontrar un argumento más o menos presentable sobre
“¡Ave, César!” Porque la película en sí es una obra menor en la filmografía de
los Coen; y que conste que una película “menor” de los Coen es una proeza
inalcanzable para la mayoría de sus émulos. Pero la peli da para lo que da:
para hacer cuatro chanzas sobre el viejo Hollywood de los años 50, con sus
sistema de estudios, sus códigos morales y su terror a la infiltración del
comunismo.
Y era un tema cojonudo, mira, el comunismo americano, para ponerme a desarrollar. Porque
además, los hermanos Coen ya te dejan la broma preparada, sólo para que la
calientes en el microondas, con esos comunistas “peligrosísimos” a lo Dalton
Trumbo que en verdad eran intelectuales con coderas. Unos
infelices que aprovechaban sus guiones para meter tres morcillas disimuladas
sobre el estado del Bienestar y la solidaridad entre los obreros. Minucias que Joseph McCarthy convirtió prácticamente en un diluvio de
cabezas nucleares. Aquella locura, sí...
Iba a hablar sobre el comunismo americano, ya digo, pero noto que últimamente estoy muy repetitivo con el tema de la izquierda y sus desviaciones, la izquierda y sus fracasos. La puta izquierda, ay, que me trae a mal traer. Así que busqué otra idea, otra línea argumental, y la encontré en una entrevista que le hacen a Tilda Swinton en el DVD. Tilda -esa mujer no guapa, no fea, pero magnética hasta un punto incomprensible- dice que la gran contradicción del Hollywood clásico siempre estuvo en que allí se fabricaban mundos maravillosos y felices, ensoñaciones de lo humano, y catedrales de la moral, mientras que los propios fabricantes de sueños -los actores y directores, magnates y guionistas- se entregaban en cuerpo y alma al cultivo de todos los vicios: un catálogo espectacular de hombres y mujeres bellísimos, o riquísimos, que se pasaban la vida fornicando, bebiendo, jugando, traicionando, arruinando a sus familias. Probando las nuevas drogas que surgían. Leyendo propaganda comunista, incluso.
Sin tiempo para morir
🌟🌟🌟
Se lo he leído a un internauta, y es una explicación perfecta
para el final de la saga: de la muerte de James Bond, quiero decir, por si usted
no se había enterado. De la muerte física, de la fetén, de la del vivo al hoyo
y el espectador pues bueno... a otro bollo, y no el lío de los Broccoli, de la
muerte empresarial de la franquicia, que a saber qué se inventarán: saltarinas empoderadas,
o maridos ejemplares, o poetas que resuelvan los bochinches con un libro en la mano
y una flor en la solapa. Es el signo de los tiempos. El futuro difícil de
cojones está, que hubiera dicho el maestro Yoda en la otra saga.
Da igual. Inventen lo
que inventen ya nada será lo mismo. James Bond era así y había que tomárselo
como venía: un pichabrava, un chulo de barrio, un sueño de seductor para los
mediocres del mundo, que éramos legión en las plateas y tomábamos notas mentales
de sus recursos. Sus películas me agotaban, pero yo le adoraba. El frac
impoluto, la mirada traviesa, la seguridad en sí mismo... Joder. Un Don Draper con
licencia para matar. Mi hermano mayor, era James, mi referente vital. Mi icono
pop de las paredes. James y sus habilidades, y sus mujerazas, y sus días
siempre atareados, salvando al mundo, tan distintos a los míos.
James Bond -decía ese
internauta muy inteligente- sobrevivió a la caída del Imperio Británico, a la
Guerra Fría, a la Guerra contra el Terror... Sorteó las limpiezas en el MI6, los
cambios de gobierno, los reajustes presupuestarios. Por sortear, sorteó hasta
las enfermedades de transmisión sexual, algunas mortales en su tiempo, cuando
andaba de liana en liana y a picha descubierta. Así era él... Sin embargo, 007 no
ha podido sobrevivir a la corrección política. Sobrevivió a las balas, a los
misiles, a los hachazos, a las caídas desde el cielo... Pero le estamparon un hastag
del MeToo en la frente y se lo cargaron justo cuando el pobre trataba de reinventarse.
Ahora que se había enamorado, que había prometido fidelidad, que había
engendrado incluso una hija más guapa que las pesetas, llegó el tsunami
revisionista y se lo cargaron por machirulo y heteropatriarcal. No le dejaron
tiempo ni para confesarse.
Spectre
🌟🌟🌟
En realidad me importan una mierda las películas de James
Bond. Para mí, James Bond es Roger Moore a ritmo de Duran Duran, Roger Moore
contra Tiburón, Roger Moore ligándose a Octopussy y a otras damiselas de la escena internaiconal. (Octopussy, por cierto, aunque pudiera parecerlo por el nombre, no era
una mujer con ocho vaginas que devoraban a los hombres, sino una mujer muy
bella que solo tenía una vagina, como todas las demás, salvo la Virgen María, aunque
eso sí: ardiente y seductora como ninguna).
Para mí James Bond es el Cine Pasaje, la infancia, la
tontería de las pistolas de juguete. Yo veía sus películas en la pantalla
gigantesca del cine, rodeado de amigos, a los que invitaba porque aquello era
mi casa, mi feudo, como un millonario de las películas, pero solo de las
películas. Cuando se estrenaba “la de James Bond”, yo dejaba de ser el repelente
de los sobresalientes y el exaltado de los partidillos para ser Álvaro Rodríguez
de nuevo, my best friend de toda la vida, que por cierto, no sé si puede venir
también Fulano Pérez, el de 5ºA, qué tal te llevas con él... Fueron buenos
tiempos. Los mejores.
Se fue Roger Moore, llegó Timothy Dalton, y para mí se acabó
el mito del doble cero y de las tías en semibolas. Las películas de James Bond
han ido cayendo una detrás de otra, no lo voy a negar, pero siempre a
destiempo, a desgana, más como un homenaje a mi infancia que como una necesidad
de la cinefilia. Son todas iguales. Con Daniel Craig nos prometieron hombres
frágiles y amores verdaderos, pero James sigue siendo tan duro como una piedra,
y tan follarín como toda la vida. Una excitación, sí, pero un muermo para el
espectador.
Mientras vería “Spectre” no dejaba de pensar en una película
que no tiene nada que ver con James Bond. Es “El protegido”, la de Shyamalan,
porque en ella se explicaba que si uno se lleva todas las hostias y sobrevive, hay
alguien que se lleva todas las hostias y se fractura. Es el equilibrio
universal. Del mismo modo -pensaba yo-, para que alguien viva tantas aventuras como
James Bond y folle tanto como él, tiene que haber otro hombre que vea sus
películas los viernes por la noche, en el sofá, sin nada mejor que hacer.
La lista de Schindler
Hay espectadores que terminan de ver La lista de Schindler con una lágrima en el ojo y un improperio en la boca -qué hijos de puta y tal, los nazis- pero al final suspiran aliviados porque creen que aquellos asesinos jamás volverán. Que fueron una excepción de la moral, una aberración irrepetible de la humanidad. Cuatro psicópatas que coincidieron en una cervecería de Münich para urdir un plan genocida que luego vendieron con malas artes a un pueblo civilizado que leía a Goethe, y a Rilke, y escuchaba cuartetos de Beethoven. Una especie de locura colectiva, de virus mental ya erradicado. Estos espectadores quizá no recuerdan la guerra de Yugoslavia que abría los telediarios hace treinta años, a tres horas de vuelo en Ryanair, con grupos armados que sólo se diferenciaban de las SS en que no hablaban alemán y no llevaban la calavera en el cuello de la guerrera…
El jardinero fiel
El jardinero es fiel, sí, y además muy guapo. Se parece mucho a Ralph Fiennes, el de las películas. Un tipo ideal para lucirlo en las fiestas de la embajada británica en Kenia, pero en verdad un funcionario de segunda al que sus superiores no dejan mirar los documentos confidenciales. Y aunque los viera: Justin Quayle cree en la bondad natural de las personas, en el evangelio colonial de los británicos, y no concibe que sus amigos, sus camaradas de la carrera diplomática, anden haciendo cosas muy feas con los negritos que supuestamente han venido a socorrer.
En tierra hostil
Yo, que soy nacido y criado en León, también vivo en tierra hostil, en el Bierzo, la comarca que reniega del escudo leonino. Las gentes de aquí son leonesas porque lo pone en el DNI, y porque a veces tienen que arreglar asuntos en la capital. Aquí todo es verde, y ondulado, y tiene acento gallego, y en mi patria todo es ocre, y allanado, y hablamos un castellano muy apreciado por el telemarkéting. Aquí comen pulpo, y no bacalao, asan castañas, y no chorizos, y matan por una empanada, y no por unas sopas de ajo. Es otra cultura, otro paisaje, un extrañamiento secular de puertos nevados. Y cuando los bercianos van a la playa, o a la universidad, o al médico importante que les hará un segundo diagnóstico, cruzan los otros montes para irse a Galicia, que es su deriva natural, su comunidad más verdadera.
Escondidos en Brujas
Al genio de la lámpara maravillosa yo le pediría tres deseos: dinero para dejar de trabajar, tiempo para dedicar a la lectura, y presteza en la lengua para desarmar a mis interlocutores. Soltar, en el momento preciso, esa ocurrencia cojonuda, venida al pelo, que siempre nos asalta diez minutos después, o a la mañana siguiente, o en la puta vida. Esa lucidez súbita que era mejor no haber encendido, pues pocas cosas dan más rabia que la inteligencia retardada, que la brillantez innecesaria.
Quiz Show
Las películas me han enseñado casi todo lo que sé de la vida. La vida, contemplada desde dentro, es un engaño de las personas, un espejismo del paisaje, un enredo inextricable que acaba por fatigarme. Sólo desde la distancia que da el cine puedo observarla con tranquilidad y tratar de comprenderla, tranquilito en mi sofá. Incluso los misterios de la anatomía femenina -esa disposición recóndita y oblicua de las cavidades- tuve que aprenderla de chaval en una pantalla de televisión, vedado el acceso a la realidad palpable por culpa de los curas castrados, y de las chicas holográficas.
Por la misma época en que se estrenó Quiz Show, la película de Robert Redford, yo leía a los grandes pensadores de la sospecha, a Freud, a Nietzsche, a La Rochefoucauld, tipos que nos advirtieron que los seres humanos mentían, engañaban, falseaban la realidad en su provecho. Que de buenas a primeras no podías fiarte de lo que te mostraban. Yo decía que sí, claro, porque ellos eran diáfanos en sus explicaciones, pero luego salía a la calle, o veía los concursos en la tele, y me lo creía todo como el pardillo que era, sin malicia y sin bagaje. Otros más inteligentes que yo vieron Quiz Show y escribieron: "El señor Redford nos ha contado una obviedad", pero yo, gilipollas perdido, me pegué una hostia del copón al caerme del caballo, camino de Damasco. ¡La tele era una gran mentira! El patrocinador manda y la plebe traga. Quiz Show fue una revelación que me dejó con la boca abierta. Yo tenía veintidós años, y era un tonto de remate.
El paciente inglés
La mujer invisible
El gran hotel Budapest
Skyfall
Venía Skyfall muy recomendada por los entusiastas de la saga Bond, y también, de modo insospechado, por algún crítico respetable que ya está cansado de alabar los solipsismos iraníes y los sintoísmos coreanos. Hablaban maravillas de la actuación de Javier Bardem, de la dirección de Sam Mendes, del remozado Q y sus gadgtes ultramodernos y molones... Al final ha sido la misma película de siempre, entretenida y previsible. De nuevo la placentera sensación de estar abandonándote a un pasatiempo inocente y divertido; de nuevo, también, la amarga certeza de haber malgastado dos horas cuando despiertas de la hipnosis y descubres el truco del teatrillo.