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La última noche

🌟🌟🌟


Yo también tendría que planificar un último día si tuviera que entrar en la cárcel mañana por la mañana. Con los amigos, con la familia, con T... O no: puede que renunciara a cualquier despedida para quedarme en la cama yo solito, encerrado en mi habitación. Rumiar en silencio mi nueva condición. Hacerme a la idea. Llorar todo lo llorable. Limpiarme bien el culo. Salir a la calle solo para que Eddie hiciera sus necesidades. Serían nuestros últimos paseos por La Pedanía.

Por ahí empezaría la comezón de mi responsabilidad: buscarle a Eddie un nuevo dueño. Como también hace Edward Norton en la película cuando le caen siete años y un día de prisión y al echar las cuentas comprende que ya nunca volverá a verlo. Para Eddie sería un traspaso definitivo, y no una simple cesión hasta el final de temporada. O no, quién sabe, porque en la cárcel yo me portaría bien, sería un tipo amable y condescendiente, de los que nunca monta broncas y se encierra a leer tan ricamente en su celda. Así que a lo mejor, con suerte, solo cumpliría dos o tres años de la pena impuesta por el juez. O por la jueza. Un castigo relacionado con el bolchevismo, seguramente, con la apología justiciera de la lucha de clases. De ser así, cuando saliera de la cárcel Eddie aún tendría 10 u 11 añitos y nos quedarían muchos senderos por recorrer, y muchos sofás por compartir.

Tengo un amigo que consultado sobre este tema me respondió: “Yo, la última noche, me la pasaría follando”. Y parece un buen plan, no digo que no, como cuando en las películas va a estrellarse el meteorito y todo el mundo se lanza al desenfreno. Pero no sé si mi pito reaccionaría bien ante tan estresantes circunstancias. Demasiada presión, aparte del futuro negrísimo. Un polvo de despedida, si se tuerce, puede ser la cosa más triste del mundo. Pero también sé que hablar por mi pito es como hablar por boca de un completo desconocido. El pito sigue lógicas extrañas, y jamás se comporta como uno espera con la voz de la razón. Mientras no me traicionase dentro de la cárcel, vamos bien.





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Punch-Drunk Love

🌟🌟🌟🌟🌟

“Punch-Drunk Love” es una comedia romántica que no es, para empezar, una comedia, porque en ella te ríes más bien poco o se congela la sonrisa. Y tampoco es, desde luego, un romance al uso, porque los amantes entregados -Adam Sandler vestido rigurosamente de azul, y Emily Watson vestida rigurosamente de rojo- no son dos personas adultas aunque así lo parezcan, sino dos adolescentes que se buscan a lo bruto, a lo kamikaze, sin filtros ni convenciones. Una pareja de irreflexivos, de amantes muy poco consecuentes con sus actos. Dos enamorados sin cálculo, sin método, sin ninguna red que les proteja en el salto. Dos desnortados que se cuelgan de la persona quizás menos indicada de los contornos, a ciegas, y a sordas, y casi a tientas, guiados únicamente por el instinto y por el pálpito, amándose hasta el corvejón, hasta la médula, hasta el desvarío, sin que ya nada pueda detenerles hasta consumar su felicidad.

Muchos espectadores que se autoconsideran más cabales en el amor, amantes que siguen unos criterios razonables sobre gustos compartidos y personalidades compatibles, no pueden entender “Punch-Drunk Love” por mucho que lo intenten. Les rompe los esquemas. Yo he hecho una encuesta por mi ecosistema de cinéfilos y los resultados son concluyentes. La mayoría piensa que este par de descerebrados parecen sacados de una ciencia-ficción muy lejana, o de un manicomio provincial muy cercano. No conciben estas reacciones tan contradictorias, estos arrebatos tan impetuosos. Los desnortados de la vida, sin embargo, los que alguna vez nos hemos enamorado como Adam Sandler y Emily Watson -a lo bonzo, a lo estúpido, a lo bellísimo en realidad- nos reconocemos sin vergüenza en este dislate de las tripas que se revuelven, y de las neuronas que se desconectan. O que se conectan de un modo inadecuado, al tuntún, en una catástrofe bioeléctrica de consecuencias impredecibles. 

Nosotros, los imperfectos, los enamoradizos, los entregados a la causa de Paul Thomas Anderson, tampoco entendemos del todo “Punch-Drunk Love”, pero sabemos  muy bien de qué va.





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Magnolia

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro del átomo, los electrones giran alrededor del núcleo en una órbita estable que podríamos llamar estado de felicidad. Allí podrían pasar eones y eones si no fuera porque a veces son golpeados por una partícula energética que se cruza en el tiovivo: un ángel flamígero que viajando a la velocidad de la luz los expulsa de ese paraíso previsible y circular.

Las electrones desafortunados pasan a vagabundear territorios inhóspitos que no les corresponden, errando en espirales que les ponen nerviosos y cariacontecidos a la espera de que otro choque -esta vez afortunado- les devuelva a la zona de confort. Hay mucho de ciencia en todo esto, pero también mucho de azar, que es ese espacio indeterminado que la ciencia todavía no puede explicar. Son las casualidades inauditas, y las regiones de incertidumbre, que también se producen en el mundo macroscópico de los seres humanos.

    Todos los personajes de “Magnolia” -por ejemplo- también viven fuera de su órbita placentera. En algún momento de su pasado se sintieron congraciados con la vida dando vueltas alrededor de una persona amada, o de un trabajo edificante. Pero ellos, como los electrones malhadados, también sufrieron el choque con alguien que los descentró, que los expulsó de su pequeño paraíso. Una pura mala suerte, o un destino trágico que buscaban con ahínco. Ahora caminan por la vida con el ánimo por los suelos, y con la desazón instalada en el espíritu. Mientras esperan que el efecto mariposa les cruce con esa persona que les devuelva la alegría, los personajes de “Magnolia” pasan el tiempo presentándose a concursos, drogándose hasta las cejas, dando conferencias sobre la supremacía de las pollas... Son distintas formas de matar ese tiempo de las dudas. Unos dudan al cuadrado y otros se inventan certezas para no sufrir más.

Cuando esa persona especial golpee sus vidas, ellos por fin despertarán de su letargo, de su atonía, de su falsa vida de muertos vivientes, y en la alegría del retorno emitirán una sonrisa, o un llanto muy liberador. Es la física de la felicidad.





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El hombre más buscado

🌟🌟🌟🌟

Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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Antes que el diablo sepa que has muerto

🌟🌟🌟🌟

Los hermanos Hoffman-Hawke- antes de que el diablo sepa que han muerto y pueda hervirlos en los pucheros infernales- pecan contra todos los mandamientos de la Ley de Dios. Los diez, de cabo a rabo, sin saltarse ninguno. Desde los tiempos de Bette Davis o de James Cagney, en algún clásico olvidado del blanco y negro, que no se veía una cosa igual. Por variopinta. Y por contumaz.

    Los hermanos son un auténticos decatlonianos de las afrentas contra Dios. No unos psicópatas al uso, ni unos amorales de campeonato, pero si unos chapuceros casi ibéricos, casi entrañables, que planean el asalto a la joyería de sus padres para pagar las deudas que los acucian. Deudas de drogas, el hermano mayor, que a uno se le cae el alma al suelo cuando ve al gran Seymour Hoffman drogarse en pantalla como lo hacía en la vida real. Y deudas de divorciado, el otro hermano, que no tiene ni un duro para pasar la pensión de su hijo, siempre en otras cosas, en otros rollos, el primero de ellos tirarse a su cuñada, que por ahí empieza la conculcación de los Diez Mandamientos, en el sexto, como suele suceder casi siempre.

    Luego, obviamente, cae el séptimo mandamiento en el asalto a la joyería  Al verse atrapados, en la vorágine del escapar, del tapar huellas, los hermanos HH asesinan a varios infortunados que se cruzaban por ahí. Es el incumplimiento del quinto. Es evidente que no aman a Dios sobre todas las cosas, porque si no no delinquirían. Es el 1º. Y al cagarse en Dios varias veces –o algo muy parecido- a lo largo del metraje, ensucian el 2º mandamiento de un modo irreparable. Los hermanos HH codician los bienes ajenos, sean estos materiales o carnales, y consienten -y se autoconsienten- muchos pensamientos impuros. El 9º y 10º son de cajón. Mienten, por supuesto, como bellacos, a todas horas, lo que es la caída del 8º. Y no hay que olvidar que los atracados son sus propios padres, a los que por tanto parecen honrar bastante poco. Ya han caído todos los mandamientos menos uno. El de santificar las fiestas. Y aunque el atraco se perpetra en día laborable, lo mismo podría haberse cometido en día festivo de apertura, con lo que ya tenemos el pack completo. La debacle es total. La lista de pecados se ha completado. No hay por dónde cogerlos, a estos dos hermanos de tragedia griega, de Pepe Gotera y Otilio. De película de los hermanos Coen pero sin sentido del humor. La última gran película de Sidney Lumet.




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The Master

🌟🌟🌟🌟

Como siempre he vivido rodeado de católicos surgidos del Concilio de Trento, confieos que sé muy poco sobre los asuntos de la Cienciología: sólo que sus dioses son extraterrestres cabezones que viven en un planeta lejano, y que hay mucho actor del guaperío militando en sus filas. 
Con esa ignorandia supina me planté en el sofá a ver The Master, a ver si me enmendaba. Pero bastan unos pocos minutos para comprender que Paul Thomas Anderson, como era de esperar, no ha tomado el camino más fácil y directo, sino uno tortuoso, extraño, que tapa más que cuenta, que suscita más que indica. Un experimento a ratos comprensible y a ratos no. A veces convencional y a veces extravagante. Un relato que de cualquier modo te mantiene pegado a la pantalla y entregado a la causa. Pero no a La Causa humanista de Ron Hubbard -aquí llamado Lancaster Dodd- sino a “la causa” fílmica de Paul T. Anderson, ese director siempre tan diferente y arriesgado.

    The Master, finalmente, no era un biopic sobre la figura de Ron Hubbard, ni una  clase de historia, ni un simposio sobre una religión algo extravagante y chiripitiflaútica. The Master es, por encima de todo, la crónica de un empecinamiento pedagógico. Algo así como un remake de El pequeño salvaje de Truffaut, aquella película en la que Jean Itard, pedagogo vocacional en los tiempos de la Ilustración, se las tenía tiesas con el niño salvaje de Aveyron. En The Master, Lancaster Dodd presume de practicar una psicoterapia capaz de devolver a los hombres al camino recto del equilibrio, de la templanza, del autocontrol sosegado y fructífero. Una batalla terapeútica contra la tiranía de los instintos que a ratos parece un psicoanálisis de Sigmund Freud y a ratos una psicomagia de Alejandro Jodorowsky.

    Lancaster-Hubbard vive feliz, seguro de sí mismo, confiado en el poder casi omnímodo de su método, hasta que se topa con la horma de su zapato: Freddie Quell, excombatiente de la II Guerra Mundial, alcohólico y sexoadicto, desquiciado y enigmático. Una recreación asombrosa de ese actor ya de por sí algo freddiequelliano llamado Joaquin Phoenix. Ése "enfrentamiento" entre el profesor orgulloso y el alumno ingobernable es el drama central que anima la película. La vieja pelea entre la educación y el instinto. El combate filosófico entre la creencia de que los hombres pueden cambiar, y la sospecha de que uno siempre es como es y anda siempre con lo puesto, como cantaba Serrat. 



                     

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La guerra de Charlie Wilson

🌟🌟

    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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Synecdoche, New York

🌟🌟

El síndrome de Cotard es una alteración muy rara de la conciencia que consiste en la desconexión mental de sentirse vivo. El paciente, o la pacienta, vive convencido de que está muerto y de que continúa entre los vivos gracias a un designio de los dioses, o a un milagro inexplicado de la medicina. Estos sujetos -que a veces son gente infortunada que se ha dado una hostia monumental en la cabeza- afirman que su cerebro ya no funciona, y que sus órganos, a los que sienten paralizados y huelen putrefactos, han dejado de servirles. Es una pedrada mental de una entre cien millones. Una que figura en las páginas más recónditas de los manuales de psiquiatría. 

    En Synecdoche, New York -que ya es un título rarito de cojones para que nadie pida luego reclamaciones- Kaufman coloca de personaje principal a un tipo apellidado Cotard con toda la intención. Caden Cotard -al que da vida el no suficientemente llorado Philip Seymour Hoffman-  es un autor teatral que sobrevive como puede en la jungla de Broadway y sus circuitos colaterales. Ya en las primeras escenas descubrimos que algo no funciona bien en su cabeza: le asaltan olores extraños, se ve a sí mismo en la televisión, le salen hipocondrías de todo tipo...  Pero cuando su mujer decide abandonarle y llevarse consigo a Olive, su hija, Caden Cotard, sin dar un grito, sin romper nada frágil que estuviera a su alcance, se enchaveta por completo y ya decide declararse muerto en vida, cotardiano perdido, como esos tipos extrañísimos de los manuales.

    A partir de ahí, Synecdoche, New York es el porro mental de Caden Cotard construyendo una obra de teatro que refleje su propia vida, ya que la suya ha sido declarada fallecida. Y así se tira años y años, encaneciendo y deformándose, mientras sus subalternos, que también se dejan allí la vida, se quejan todo el tiempo de "a ver cuándo estrenamos". Lo dicho: un porro.  

    Luego -creo- la vida real y la vida del teatro se anudan, se confunden, y lo que era real pasa a ser imaginario, y viceversa, y hay actores que hacen de los propios actores, y mujeres que interpretan el papel central de Caden Cotard, y cosas así... O algo parecido. No sé. Synecdoche, New York es un juego mental para las élites culturales en el que yo descabalgué al poco de empezar. Até mi caballo al poste, entré en el saloon a tomarme la zarzaparrilla, y desde allí, a través de los ventanales, me puse a contemplar esta extrañísima película como quien mira un cuadro abstracto, o escucha la locura alucinante de un cotardiano de verdad.




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El gran Lebowski

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Dos mil años después de que Jesús predicara en el lago Tiberíades, nació, en la otra punta del mundo, otro profeta que también predicaba la paz fraterna y el amor universal. La concordia entre los pueblos. El hombre se llamaba Jeff Lebowski y fue apodado el Nota. En sus tiempos de juventud, en la Universidad, mientras otros se aislaban en sus estudios y se preocupaban por el futuro, él salía de manifestación con una pancarta en la mano y con un porrete en la otra, para protestar contra la guerra de Vietnam. El Nota dio su ejemplo, tuvo sus discípulos, predicó entre las gentes, pero su mensaje se diluyó entre tantos profetas similares. California, en los años setenta, era como la Judea del siglo I: una tierra propicia para el sermón y para la revuelta. 
Será por eso que el Nota, incomprendido, se refugió varios años en el desierto.

    Al regresar, el Nota vino con otro mensaje, y con otras pintas. Inspirado en el Jesús de los evangelios -que también retornó transfigurado de sus tentaciones- el Nota se dejó el pelo largo, y la perillita, y se vistió con ropas holgadas a modo de túnica. Y se puso unas chanclas de piscina como sandalias de la antigüedad, que solo se quitaba para enfundarse los zapatos de la bolera. El Nota predicaba una paz diferente, interior. La paz del espíritu. Una cosa como budista, oriental, aunque los vodkas fueran de Rusia y los petas de Jamaica. 

    Con solo dos discípulos llamados Walter y Donny -un excombatiente de Vietnam y un exinteligente de la vida- el Nota fundó una religión que ha llegado hasta nuestros día: el dudeísmo, tan válida como cualquier otra que sermonea nuestros males. El dudeísmo predica el no predicar, y el practicar lo menos posible. Simplificar la vida, llevarlo tranqui, pensárselo dos veces. Y a la primera inquietud, un porrete, y unas pajillas, y un ruso blanco de postre, para serenar el ánimo alterado. Vive y deja vivir, tío. Hakuna matata. Take it easy. Respira hondo. Deja que fluya. Porque al final todo se reduce a eso: a estar a gusto con uno mismo. A que llegue la hora de dormir y los perros del estómago no se pongan a ladrar. Llegar a la almohada sin remordimientos ni malos pensamientos. Cerrar los ojos y dejarse ir con una sonrisa de niño. Bobalicona. La felicidad no es más que eso, tan sencilla como un pirulí, tan inalcanzable como las estrellas. Eso predica el Nota. Y yo digo amén a su Palabra, y la extiendo por el mundo. 




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Los idus de marzo

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Para triunfar en el mundo de la alta política es aconsejable no ser buena persona. Cualquiera, dadas las circunstancias, podría ser el alcalde de su pueblo, o el representante local de un partido marginal, si hubiera que echar una mano a la comunidad o a los amiguetes que te reclaman. Sólo hay que leerse los papeles, firmar los documentos y manejar la suma y resta con llevadas para administrar los presupuestos. Y tener un poco de sentido común. Pero la política de verdad, la que consiste en ascender peldaños para alcanzar las esferas del poder, necesita tíos y tías con virtudes muy poco recomendables. No se puede llegar a presidente de nada, ni a subsecretario de cualquier cosa, si no se dispone de cierta habilidad para mentir, de cierta indiferencia para liquidar rivales. De tragaderas como bocas de metro para pactar con los enemigos si la situación lo requiere. Hay que manejar un cinismo de griego clásico para decir una cosa y luego sostener la contraria sin que a uno se le quite el sueño por la noche, ni el autorrespeto durante el día. Y sin que luego, delante de la cámara o del micrófono, la disonancia cognitiva altere tu gesto o tu mirada. O te haga temblar la voz. Hay que tener mucha jeta, mucho orgullo, mucho disimulo. Un autocontrol gélido que mete miedo en los votantes. Y luego hablan de la abstención...




    Pero hay gente todavía más sospechosa que los políticos: los asesores de los políticos. Lo aprendimos en Veep, o en The Thick of It, que son dos comedias canónicas donde los adláteres que rodean a la vicepresidenta, o al ministro de turno, son todavía más mezquinos y más intrigantes. Verdadera gentuza que vive directamente de la mentira, de la intoxicación, de la traición al compañero. Y lo aprendimos, también, en películas dramáticas como Los idus de marzo, donde los políticos que entrechocan las cornamentas sólo son actores secundarios en manos de sus asesores, que los traen y los llevan, los recomiendan y los advierten, los jalean o los reprenden. Tipos que conocen a la perfección los resortes del sistema, las estupideces de los votantes, las artimañas de los rivales. Una jungla de gorilas trajeados, chimpancés lúbricos, orangutanes con estudios y panteras rubias con ojos verdes que te nublan los sentidos. Es ahí, en ese ecosistema tan salvaje, done se juega el prestigio y los cuartos el bueno de Ryan Gosling. 

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Capote

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De niño, sin haberla leído siquiera, me atraía irresistiblemente la novela de Truman Capote, que estuvo durante años encima del televisor. El libro era una edición muy cuidada del Círculo de Lectores, con tapa dura y ribetes dorados en el lomo. Había algo perturbador en aquellas palabras, sangre y fría, casi un oxímoron de siniestras contradicciones.... En la portada del libro había dos ojos que lloraban como lágrimas negras hacia arriba, o como sangre coagulada, y yo me estremecía cada vez que sopesaba el tomo para leerlo, o para hacer el amago de leerlo, antes de devolverlo a su lugar. Yo no conocía por entonces a su afamado autor, que también tenía algo contradictorio en el nombre, como de inglés y de torero al mismo tiempo. Quién sería aquel tipo, me preguntaba yo, del que tantas alabanzas se escribían en la solapa. Y qué demonios querrían expresar aquellos dos ojos sanguinolentos del dibujo, como de muerto recién asesinado, o de diosa vengativa.


     Una tarde de verano, o de vacaciones de Navidad, allá por los doce o trece años, vencí el miedo y empecé a leer A sangre fría. Creo que nunca he leído algo tan gélido y emotivo al mismo tiempo. Es una prosa exacta, milimétrica, que narra unos acontecimientos terribles y violentos. No sólo el asesinato de la familia Clutter fue perpetrado a sangre fría: la misma novela estaba escrita así, gélida y candente a la vez, como si Capote narrara unos hechos acaecidos hace mucho tiempo, o muy lejanos en el espacio, y él no hubiera estado efectivamente allí, al pie del cañón, en el mismísimo Holcomb, mangoneando voluntades y engrasando maquinarias judiciales. 

    Muchos años después, frente a la pantalla de cine donde ponían Capote, el cinéfilo Álvaro Rodríguez habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le puso A sangre fría en las manos y le dijo: te va a encantar. Veinte años tuvieron que pasar para conocer, al fin, los entresijos de aquel libro que de vez en cuando aparecía en mis pesadillas de niño iletrado.




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El talento de Mr. Ripley

🌟🌟🌟🌟

El talento de Mr. Ripley es una película que tiene doble capa de lectura, como el mismo DVD que la contiene en mi estantería. La versión oficial echa mano del carácter enamoradizo de Tom Ripley, y de su visión tortuosa de la vida, para explicar los crímenes que va cometiendo por la bella Italia: el primero para descargar su frustración de amante despechado, y los siguientes para salvar su pellejo ante las pesquisas de los carabinieri.

    Para otros, sin embargo, Tom Ripley es un vengador de la clase obrera, un terrorista del proletariado que siembra el pánico entre las huestes de los millonarios. Ripley es un joven de incierto futuro, y de talento escaso, que por el azar de una mentira se descubre codeándose con los yanqui-pijos que viven en Italia a cuerpo de rey, como unos Borbones o unos Hohenzollern cualesquiera. Del pluriempleo lluvioso de Nueva York, Tom Ripley pasa en cuestión de días al ocio luminoso de la Campania, compartiendo playas con estos hedonistas indolentes que se gastan fortunas en coches deportivos y en barcos de vela para fondear en los puertos más lujosos. Ripley, que es bisexual, lo mismo se enamora de los rubios descamisados que de sus novias impactantes. Pero en el fondo de su corazón, más allá de la envidia incluso, siente un odio visceral por esa clase social. Ésa que derrocha el dinero a espuertas, que trata a los pobres como criados, como vacas productivas si trabajan para ellos o como bichos molestos si no obtienen beneficio de sus sufrimientos.

    "Lo cierto es que si has tenido dinero toda la vida, aunque lo desprecies como hacemos nosotros, sólo te sientes cómodo con otra gente que lo tenga y lo desprecie".

    Esta es la filosofía que anima a esta gentuza, la podredumbre del alma que Meredith Logue, la más egregia pija de la noche romana, le confiesa a Tom Ripley mientras descienden las escaleras de Piazza di Spagna, confundiéndole con un hombre de su estirpe. Tom asiente, y esboza una irónica sonrisa...


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La familia Savages

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Cuando pasaron por los cines el tráiler de La familia Savages, los responsables de la empresa distribuidora -no sé si de motu propio o si azuzados por los productores americanos- quisieron convencernos de que esto era una comedia en la que dos hermanos se hacían cargo de su anciano padre y corrían mil tribulaciones por las residencias y los asilos. Dos hermanos y un viejais, en lugar de Tres hombres y un bebé

    A uno, la verdad, le extrañaba que Philip Seymour Hoffman participara en semejante proyecto, pero también es verdad que los actores, por lo general, tienen vicios muy caros que pagar, y despensas que llenar con alimentos, como todo hijo de vecino. Es por eso que un año después, cuando pasaron La familia Savages por los canales de pago, uno la descartó como quien espanta una mosca, o ahuyenta un cuñado, porque la vida es breve, y las películas muchas.


    Pero llegó la tarde del gran aburrimiento, de la lluvia en la ventana, y en un acto de suicida le concedí una oportunidad a la película. Y ahí, para mi asombro, y para mi solaz, descubrí que la tontería que el tráiler sugería no era tal. En La familia Savages había humor sí, pero eran cuatro gotas muy dispersas, y muy caras, como de Chanel nº5, puestas ahí para darle respiro a esta historia tristísima, desoladora, del anciano moribundo al que los hermanos tienen que internar en el asilo, azuzados por la culpabilidad, y espantados ante el espejo de la propia muerte. Del mismo modo que en el colegio aprendimos que el reino de las cosas se dividía en animal, vegetal y mineral, en La familia Savages se postula que el reino de las compañías se divide en plantas, animales y seres queridos. Y que cuanto más bajamos en el escalafón de los afectos, menos nos duelen las pérdidas y viceversa. No es casual que Wendy Savage tenga que cuidar al mismo tiempo de su ficus, de su gato y de su padre, para entender la diferencia. 




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La duda

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La simpatía y la antipatía son sentimientos que surgen de la nada. Sin tiempo para juzgar a la nueva persona, nos creamos una opinión que solidifica a la velocidad temible del cemento. Son sensaciones que nacen en la trastienda de nuestras emociones, allí donde Sigmund Freud descubrió la veta profundísima del subconsciente, y empezó a extraer un mineral que todavía no hemos agotado. El abuelo de Viena, que para algunas cosas se ha quedado en un viejo verde, o en un plasta ilegible, en otras es todavía un maestro competente. Él nos enseñó que cualquier conocido nuevo nos remite a otros cien que guardamos en el recuerdo. Y que a veces, en el procesado rápido de información, sacamos conclusiones que pueden ser precipitadas, pero que necesitamos para ponernos en alerta o para abandonarnos libremente a la amistad, o al amor...


      La duda, que es la película que hoy me ocupa, es la historia de una antipatía visceral, radical, freudiana hasta la médula. La de la monja Aloysius por el padre Flynn. Muchos, en su día, se quedaron con la trama secundaria del supuesto abuso sexual ¿Se trajinaba el sacerdote al niño negro, allá en los oficios de monaguillo? ¿O le ofrecía, simplemente, unos cariñitos espirituales? ¿Se derramaba algo más que vino, en la sacristía del internado neoyorquino? Rodada en plena eclosión de las meteduras de mano sacerdotales, y de las meteduras de pata obispales, La duda, en realidad, no tenía nada que ver con el asunto. O muy poco. El contacto sexual sólo era el viejo mcguffin de don Alfredo. La trama verdadera, el meollo del asunto, es se odio exacerbado e irracional, que siente la monja alférez por su sacerdote. Una antipatía rabiosa que sólo buscaba una excusa para explotar. 

    La duda es un concepto de psicología básica. El retrato de un prejuicio que nos parece vidrioso y malévolo, pero que sólo es, ojo, la exageración dramática de un pecado que todos hemos cometido alguna vez. 


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Misión Imposible III

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Misión imposible III, con sus amores ñoños y sus hostias como panes, ha sido la única ficción que he podido ver el fin de semana. La película es, para decirlo suavemente, tan entretenida como cuestionable. Tan tonta como resultona. Pero gracias a él, a Tom Cruise, que es como un terapeuta familiar en esta casa, el retoño ha vuelto a comparecer en el sofá, y eso vale por cien películas vistas en solitario. Juntos nos hemos descojonado con las peripecias de Ethan Hunt, y hemos amado en silencio, cada cual a su modo, uno de viejo verde y otro de adolescente en sazón, la belleza desarmante de Michelle Monaghan.

       Y nada más, ay, en este páramo provisional de las películas. El cine, para quien esto escribe, siempre ha sido una celebración de la alegría, o al menos de la paz del espíritu. Son tiempos oscuros. Perseguido por las sombras, o rodeado de fantasmas, ahora mismo soy incapaz de prestar atención a lo que veo, y desperdicio las horas sin disfrutar de las ficciones, y sin arreglar las realidades. Otros, más afortunados, enchufan el televisor y al instante se desenchufan de sí mismos, para evadirse a otros mundos donde ya no son ellos, sino el cowboy que dispara, o el astronauta que explora mundos. Pero yo, de momento, hasta que no se disipe la fiebre, estoy viajando conmigo mismo, a cualquier lugar donde pretenda fugarme, y en cualquier ficción, por disparatada que sea, vivo esposado a mi yo sempiterno y paliza, que me impide volar, y transustanciarme en un personaje difuminado.
     

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Sidney

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Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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Moneyball

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Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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