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Picnic en Hanging Rock

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La pregunta es: ¿por qué persevero en películas que a los veinte minutos ya se descubren insufribles y mortales para el entusiasmo? ¿De dónde viene esta insistencia suicida, antinatural, des-evolutiva, que no es sólo para las películas, sino también para el resto de la vida: las personas y los lugares, los libros y los alimentos? ¿Para qué, por qué, a qué razón siniestra obedece este volar de luciérnaga contra el televisor si ya sé que voy a abrasarme en el aburrimiento? ¿Dónde está, como ser humano, mi voluntad de recular, mi decisión de oponerse? Porque nada mejora con el tiempo, y lo que no colma de entrada ya no tiene solución ni remedio. Sucede con las películas, y también con las cosas de la vida.



    Picnic en Hanging Rock -por mucho que la dirija Peter Weir, que era su anzuelo y su reclamo- empieza siendo un truño y termina siendo un truño elevado al cuadrado, o al cubo, o al zurullo, porque la roca australiana de Hanging Rock tiene eso, forma de zurullo, como si un monstruo prehistórico hubiera defecado en mitad de la nada y la mierda se hubiera quedado allí para los geólogos del futuro, fosilizada. Picnic en Hanging Rock es un anuncio de Anais Anais estirado hasta las dos horas de duración: señoritas del año 1900 que se pasean con sus corsés, con sus trajes vaporosos, con sus parasoles para no quemarse la piel tan blanca. Señoritas de internado que incluso en el verano tórrido de los australianos van revestidas de arriba a abajo para no despertar el deseo de los hombres victorianos, tan ávidos de escote y de pantorrilla. Señoritas de buenas costumbres, de libros de poesía, de pensamientos puros y conversaciones estúpidas, que un buen día salen de excursión y deciden ser libres durante media hora para perderse entre las rocas. Todo fascinante y misterioso. E insoportable. La enésima prueba de que la cinefilia de postín va por un lado y mi cinefilia de provincias va por otra, siempre desencontradas, irreconciliables, como si nunca viéramos las mismas películas. A lo mejor es eso, que me dan el cambiazo con los títulos…
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El año que vivimos peligrosamente

🌟🌟🌟

Los occidentales tienen la extraña costumbre de enamorarse en ambientes exóticos y peligrosos. Mientras los oriundos del subdesarrollo se acechan en las junglas para llevar a casa un cuenco de arroz, los imperialistas que trabajan en las embajadas, o escriben mentiras para los periódicos, dedican su tiempo libre a los escarceos del amor. Los hemos visto en muchas películas, besándose bajo las lluvias torrenciales del monzón, mientras ahí fuera se matan los guerrilleros y los gubernamentales.

    Los amantes de las películas casi siempre se conocen en el cóctel del embajador, o en el baile del general, y les basta un cruce de miradas y un saludo protocolario para amarse con la locura arrebatada de los trópicos. Quizá confunden el calor del ambiente con el ardor de la sangre. La excitación de la adrenalina con la exaltación de la pasión. Quizá toman lo exógeno por lo endógeno, lo circunstancial por lo duradero. En sus tierras de origen todo es tranquilo y civilizado, y los corazones no están acostumbrados a latir más deprisa por culpa del peligro que se respira en el aire. Tal vez confunden la taquicardia del amenazado con la agitación del enamorado.

    La guerra civil todavía no ha estallado en Indonesia cuando Mel Gibson y Sigourney Weaver se conocen en un sarao típico de los anglosajones -el crocket, o el cricket, o el aniversario de la Reina. Pero es obvio que no queda mucho para que comiencen las hostilidades. Los barcos cargados de armas ya están llegando a los puertos, y los soldados indonesios tienen órdenes de limpiar sus fusiles. Hace mucho calor en las Indias Holandesas, y la pobreza es extrema, y el odio ya forma montañas inmensas de excrementos. La guerra civil va a ser sanguinaria como pocas, y las balas no van a distinguir a los nativos de los turistas. Gibson y Weaver tendrán que coger el avión en cualquier momento para salvar sus culos enamorados. Cuando esto suceda, en el aeropuerto de destino, el amor que ahora los envuelve no durará más allá de la cinta de equipajes. El frío y la seguridad de saberse vivos matarán el virus tropical en un santiamén.



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Único testigo

🌟🌟🌟

A los dieciséis años, cuando los adolescentes ya se vuelven insoportables del todo y se masajean los genitales a escondidas del Triángulo que todo lo ve,  los amish les abren la puerta del redil para que se mezclen libremente con el mundo de los “ingleses” y experimenten las tentaciones de la carne y de la tecnología. Es el período vital llamado “rumspringa”, que no es el delantero centro del Bayern Leverkusen ni el alero triplista del Zalguiris de Kaunas.

Mientras los adolescentes viven su aventura en los territorios del pecado -que es como tomarse unas vacaciones con balconing en los hoteles de Magaluf-, y se toman su tiempo antes de decidir si se bautizarán en la fe de sus mayores,  éstos, en el lado virtuoso de los montes, dan gracias a su dios por la tranquilidad recobrada y vuelven a ordeñar las vacas y a construir los graneros sin la ayuda de los cachivaches modernos enchufados a la red o a las baterías.

    En Único testigo, Rachel es una lozana menonita que después de visitar el jardín de las delicias ha regresado a la fe de su comunidad. De su rumspringa juvenil solo le queda un brillo en los ojos, un donaire en el caminar. Una sonrisa involuntaria que aún tiene algo de lascivia y jugueteo. Rachel, tan guapetona, tan bien construida por la buena alimentación que le proporcionaron sus gentes en la adolescencia, con el grano de primera categoría y la leche de vaca sin adulterar, seguramente fue la reina sexual de muchas fiestas y muchos saraos allá en los lodazales de la lujuria. Pero terminó aburrida, o desencantada, harta de fornicar con tipejos atraídos por su belleza mientras esperaba al chico decente que nunca dio el paso de saludarla.  

    Así que un buen día decidió regresar a la vida tranquila del mundo decimonónico y agropecuario. Y tan feliz que andaba ella con su ora et labora hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada apareció en su vida el mismísimo Han Solo, que pasaba por la Via Láctea para repostar gasolina y víveres en el Halcón Milenario. Nada más verlo aparecer, tan bien hecho, tan seductoramente picaruelo, Rachel siente que las ascuas del deseo reverdecen –o mejor dicho, rerojecen- en sus entrañas guardadas en un frigorífico. Cuando ya estaba a punto de enterrarse en vida, Rachel se siente viva de nuevo. Es una inmensa alegría, pero también una tremanda putada. Único testigo es una película sobre el amor tormentoso e imposible. Lo del crimen y su testigo sólo es un mcguffin estirado. Una película de Hitchcock en toda regla, con rubia incluida.





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El show de Truman

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que ves El show de Truman sólo estás pendiente, lógicamente, de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone. Que ya quisiera uno -digo yo- pasar unos cuantos años en la inopia vital, vigilado por un dios con boina francesa, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique danzas melanesias al calor de las fogatas.

    Hoy que he vuelto a ver El show de Truman con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en los otros personajes que viven atrapados con él en Seahaven Island. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores y actrices que se dedican a engañarle, son unos prisioneros del trabajo bajo la bóveda del gran estudio de Christof.

     Quiero decir: la mujer de Truman no es su mujer de verdad, sino una actriz que a veces parlotea incoherencias publicitarias mirando hacia el infinito, pero en realidad también se pasa todo el día allí, esclavizada, fingiendo un matrimonio que tal vez empieza a traspasarle la piel. Supongo que por el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro, unos empleados del show adecentan su casa y bajan al supermercado y Meryl Burbank aprovecha el asueto para refugiarse por unas horas en su casa verdadera, seguramente a pocas millas del trabajo por si a Truman le da la ventolera, y convivir unas pocas horas con el señor Gill y sus hijos semiabandonados. ¿Qué pensará de todo esto, me pregunto, el señor Gill, un tipo que lleva años viviendo un vis a vis carcelario y que ve a su esposa en la tele no fingiendo el amor como una actriz profesional, sino haciéndolo de verdad como una actriz porno, aunque sea protegida por una cortinilla televisiva, por un fundido en negro con acompañamiento musical, cuando ella se entrega al débito conyugal para que Truman siga sin coscarse del gran negocio que se mueve a su costa?   

    ¿Qué pensará de todo esto la mujer verdadera de Marlon, el tipo entrañable, el amigo del alma, el borrachín que nunca suelta el pack de seis latas para presentarse al lado de Truman en las duras y en las maduras? Ese tipo que siempre está cuando Truman necesita un apoyo, o una juerga, o un lavado de cerebro. Un tipo omnipresente al que los productores reclaman a cualquier hora cuando saltan las alarmas de Truman mosqueado, de Truman que reflexiona, de Truman que casi muere aplastado por un foco que se desprendió. Marlon también lleva una vida verdadera fuera de Seahaven, pero sólo durante unas horas al día, sin sábados ni domingos, tal vez sólo las vacaciones de verano, quince días al año, cuando le dice a Truman que está de viaje en Singapur y en realidad sólo está tres kilómetros más allá, al otro lado del decorado, descansando con otra familia, en otro pueblo, con otros amigos más verdaderos. 





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Matrimonio de conveniencia

🌟🌟🌟

En Matrimonio de conveniencia, la señorita Brontë, ciudadana americana residente en Nueva York, con un peinado de los años noventa idéntico al que lucía Elaine Benes en Seinfeld, aspira a vivir en un ático con invernadero tropical y vistas diáfanas de los rascacielos. Pero la comunidad de vecinos, que vela por las buenas costumbres de los residentes, exige que miss Brontë presente un certificado de matrimonio para empezar a negociar el contrato. Ella es demasiado guapa, demasiado sexy, y los vecinos no quieren ver un desfile de maromos entrando y saliendo del edificio. Quieren ver estabilidad en la escalera, en el ascensor, en los espacios comunes de esparcimiento. Quieren que los ruidos conyugales procedan siempre de la misma fuente varonil. Saber que siempre es el mismo señor Brontë el que exhala y proporciona los gemidos de placer. Habituar el oído. Sonreír complacidos en el sueño desvelado.

    Por su parte, Georges Fauré es un ciudadano francés que busca el permiso de residencia en Estados Unidos. La green card del título original. Caducado su visado de turista, Georges sobrevive en trabajos mal pagados a la espera de un golpe de suerte, o de una patada en la puerta que inicie los trámites de deportación. Georges es un hombre con estudios, con aspiraciones, con inquietudes musicales incluso, y siendo francés no se entiende muy bien qué narices pinta en Estados Unidos pidiendo la limosna de un DNI. Como si en Francia no les dieran trabajo a los músicos o a los artistas. Si fuera un exiliado libanés, o tanzano, que son países muy poco proclives al I+D de sus habitantes, el personaje de Gérard Depardieu tendría otra credibilidad, otra consistencia. Pero claro: ya no podrían poner a Gérard Depardieu como actor estelar en la película.

    La única salida que les queda a estos dos personajes atribulados es un matrimonio de conveniencia, que aquí en España, tan buenos como somos con los eufemismos, se llama matrimonio de complacencia. La señora Brontë y el señor Fauré no tienen, por supuesto, ninguna intención de vivir juntos, pero una inspección gubernamental les obligará a guardar las apariencias durante unos días de mutuo conocimiento. Y así, sin proponérselo, surgirá el amor. Es una vieja teoría que corre por ahí. Hay incluso un programa de televisión que la usa como argumento principal. Quizá el orden correcto no sea primero el acercamiento, luego la intimidad, y más tarde la convivencia. Tal vez nos iría mejor si probáramos a hacerlo a la inversa: primero convivir con el desconocido que nos hemos topado en el bar o en el speed dating; luego testarlo en las condiciones más críticas de la vida doméstica, y de los fragores más exigentes de la batalla sexual, y ya más tarde, si la cosa funciona, plantearse si el romanticismo tienen cabida en esa extraño proyecto de pareja que empezó construyéndose por el tejado.


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Master and Commander


🌟🌟🌟🌟🌟

Hoy en día los neuróticos ya no podemos ir al cine. Sólo en sesiones muy escogidas, casi clandestinas, como de ambiente de cine porno. Horarios de gente rara que sólo busca el silencio y la concentración. Que ansía, como ideal, un comportamiento de melómanos en la platea. De cartujos en los maitines ¿Por qué la gente guarda las formas en una ópera de Mozart y no en una película de Scorsese? Es un misterio.  ¿Por qué está gentuza que mastica las patatas, rebusca las palomitas, sorbe la cocacola, habla sin rubor, corretea por los pasillos, juega con el móvil, suelta chistes, golpea los respaldos, se ríe a destiempo, se mete mano entre jadeos, por qué, por qué, cuando van a otros espectáculos de más alta etiqueta se callan como hijos de puta, y se comportan como seres humanos civilizados, y no como los gremlins que veían Blancanieves en aquel cine rural tomado al asalto?


    Hoy he visto Master and Commander en la tele de mi salón, y aunque el DVD no está rayado, y la tele es de muchas pulgadas, y mi predisposición como espectador es de entrega absoluta y alborozo de cinéfilo, la experiencia me ha dejado un regusto de melancolía. Hace quince años vi Master and Commander en la pantalla enorme del Teatro Emperador, allá en León, en otra vida que ya me parece lejanísima: la vida de otro tipo que estaba más joven y más gordo, más risueño y más perdido. Salí de aquel cine con un colocón de sales marinas y pólvoras remojadas. Master and Commander me pareció la puta película de todos los tiempos, en aquel pantallón que era como el mismo mar que surcaban la Surprise y el Acheron. Éramos cuatro gatos en aquella sesión marginal; cuatro cinéfilos desconfiados, recelosos, que nos vigilábamos las manos como cowboys a punto de entrar en duelo, a ver si alguien sacaba la puta bolsa de patatas o el puto móvil de los cojones. 

Pero no hubo caso, y en apenas unos segundos ya éramos todos marineros a bordo de la Surprise, acojonados por el miedo pero excitados por la aventura. La pantalla ocupaba todo nuestro horizonte, y el rumor del mar, y el temblar de las velas, y el cañonazo del enemigo, nos cogían de improviso por cualquier lado. Estas experiencias ya no regresarán jamás... Los cines se han vuelto hostiles, y yo me he vuelto majara por completo. 

Pero no todo es Jauja. Es difícil escapar. Hoy, mientras veía la película, una moto de las guerras napoleónicas se ha dado varios paseos bajo la ventana. El vecino de arriba se ha puesto a jugar con unas canicas de acero. Ladraron los perros. Saltó el whatsapp. Me entraron ganas de mear. Picoteamos unas gominolas. Hablamos en los silencios. Recordé que no había pan para mañana. No éramos como los gremlins de la película, pero no estábamos dando ningún ejemplo de saber estar. Es el virus, el picor en el ano, que se contagia.




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