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El señor de los anillos: El retorno del rey

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(Nota para desinformados: El retorno del rey no va del regreso del rey emérito. Trata sobre el regreso de Aragorn al trono de Gondor. A día de hoy, nuestro monarca sigue riéndose de la vida en Abu Dabi. No problem. Los dioses, de momento, no han decidido su des-exilio. Llegará ese día, sí, pero espero que no hagan una película sobre él. No sin Azcona y sin Berlanga. Que los resuciten, si eso, a los pobrecicos...)

He tenido que ver nueve veces las películas de El señor de los anillos -quiero decir tres veces las tres películas-, y además zamparme las versiones extendidas, con sus proteínas necesarias y sus grasas redundantes, para comprender que esto no era una película, sino una ópera en tres actos. Lo que pasa es que como las sopranos son todas guapísimas y delgadísimas, y jamás cantan, sino que susurran, y todos los tenores aparecen esmirriados y sin afeitar, y tampoco cantan, sino que lanzan gritos guerreros, reconozco que  andaba muy despistado con la naturaleza del espectáculo. Pero esta vez, como ya me sabía los diálogos, y los destinos del personal, me he abandonado a la contemplación, y a la escucha, y allí, en el trasfondo de las escenas, subrayando los procederes, estaba la maravilla que ahora no paro de escuchar en el iTunes, mientras escribo, o se me va la mirada a las montañas. Al Monte del Destino, concretamente, porque aquí, en la comarca, también hay uno que es muy sombrío. Tenemos hasta una Torre del Mal, pero esa es otra historia...

También he tenido que ver nueve veces las películas para comprender que los habitantes de la Tierra Media son más inteligentes que nosotros, aunque lleven varios siglos de retraso tecnológico. Ellos aceptan que su destino ya está escrito, que viene prefigurado en las profecías, y que cuando se lanzan a la acción y al desempeño, saben que recorren un camino ya recorrido. Aceptan, con sabiduría, su inanidad. Nosotros, en cambio, que podríamos masacrar toda la Tierra Media con dos pepinos nucleares, insistimos en creernos los reyes del mambo, los libertarios de la voluntad, y nos creemos caminantes que hacen camino al andar. Qué bonito poema, y qué alta vanidad.





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El señor de los anillos: Las dos torres

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Quince años pasan en un suspiro. Un día te vas a dormir, sueñas con un par de tragedias y con un par de buenos momentos – de sueños eróticos nada, porque los tengo prohibidos por el psicoanalista- y a la mañana siguiente es como si te hubieran criogenizado. Peor aún, porque en la nave Nostromo, como en otras tantas de la ciencia-ficción, al menos te criogenizaban para despertar en otra galaxia, con unas vistas cojonudas al agujero negro desde el puesto de mando. El espacio profundo bien valía una misa de recogimiento. 

Pero aquí, en el planeta Tierra, te criogenizan después de ver, qué se yo, Las dos torres, con el retoño, en el sofá de la cinefilia, y a la mañana siguiente el retoño ya es un muchacho que no vive contigo porque anda de estudios, en otra ciudad, a su bola, a su rollo. Te miras al espejo antes de meterte en la ducha y te dices: “Hosti, nen, ¿qué ha pasado aquí?”, y luego, mientras vas haciéndote el café, y rascándote la barriga, y pedorreándote por el pasillo ahora que no hay nadie para recriminarte, comprendes que estos quince años han sido el viaje circular de El Planeta de los Simios: un paseo por el hiper-espacio para acabar regresando al mismo sitio, quince años más viejo, y con todo cochambroso y agrietado.

Recuerdo que en la primera intentona con El señor de los anillos, el retoño se bajó en la escena inicial, cuando la voz de Galadriel desgranaba los acontecimientos de Isildur y compañía. La verdad es que acojona, esa voz en las tinieblas. En la segunda intentona, meses después, llegamos hasta la primera aparición de los Nazgul, que también acojonan lo suyo con la música que les pusieron. “Le he perdido para siempre”, pensé, pero al tercer intento, como quien supera el batir de las olas, nos subimos en una de ellas y ya nos fuimos surfeando hasta el final de los finales. 

Retoño, en su entusiasmo infantil, era muy de Legolás, que no fallaba ni una con las flechas, y además era tan rubio y tan guapo como él. Yo, por mi parte, me iba quedando ojiplático con las señoritas, a cada cual más hermosa, de orejas puntiagudas o redonduelas, daba igual, y soñaba  con ser algún día ese zarrapastroso de Aragorn, hijo de Arathorn, que iba desgreñado adrede, grunge que te cagas, rompiendo tantos corazones como orcos se cargaba.

No es por nada, pero a Viggo también le han caído los añitos encima. Pero a él, más que caérsele, se le posan. Es la percha.





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El señor de los anillos: La comunidad del anillo

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El Mal anida en Mordor, nunca descansa, y en eso es como el franquismo sociológico, que siempre estuvo ahí, agazapado, esperando su oportunidad. A veces nos llegaban rumores en el viento, y presagios en los cuervos, pero pensábamos, como tontos del haba, que era otra cosa: un eco del pasado, un déjà vu de las películas. Pero no, eran ellos, los orcos, preparándose para la reconquista.  Aquí tengo que reconocer que la metáfora empieza a fallarme un poquito, porque los siervos de Sauron son feos como demonios, contrahechos que dan grima, mientras que los siervos de la ultraderecha, los cayetanos y las cayetanas, suelen ser hombres guapos para envidiar, y mujeres guapas para enamorarse. A la belleza ancestral de una sangre que jamás conoció el hambre ni la necesidad, se suma la buena vida de quien nunca sufre estrés, come de lo mejor, apenas suelta radicales libres y folla en chalets de cinco estrellas riéndose del mundo. Los orcos de la Moraleja -ojo, que también empieza por Mor- ahora tienen hasta un guerrero Uruk-hai, el tal Abascal, que emergió del barro como un Adán babilónico con ojos de lunático.

¿Sauron? Buf, se me ocurren mil tonterías... Como de momento, en la primera entrega de la saga, el Puto Jefe sólo es un ojo que vigila, podría ser el ojete de Aznar, o el ojazo de Ayuso -el derecho, que es el que más me pone-, o el ojo lánguido y bellísimo -como de Charlotte Rampling- de Cayetana Álvarez de Toledo. He elegido símiles sexuales porque el ojo de Sauron es ardiente como la pasión y frío como el odio. ¿El Monte del Destino? Las Montañas Nevadas de aquel himno falangista...

Lo de la Comunidad del Anillo en sí no necesita mucha explicación: una oposición de izquierdas desunida, desconfiada, al borde siempre de la traición o de la deserción. En ella hay tanta bondad como mentecatería; tanta buena intención como contratiempos y chapucerías. En la Comunidad hay un arquero con pelo largo, un guapetón de la hostia, un hechicero de segunda división, un enano que no para de gruñir y una minoría parlamentaria de la Comarca que sólo piensa en regresar a su terruño. Mujeres ninguna, porque en la Tierra Media todavía no conocían la paridad. Pero a mí me da que Arwen de Rivendel podría ser nuestra Yolanda Díaz. Ay, ojalá...



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La desolación de Smaug

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La ilusión de las vacaciones. La insolación de este sol despiadado que te recuece los huesos dentro de la carne. La desolación de saberse uno, ya fuera de toda duda,  irreparablemente torpe y decadente. Y por la noche, como en un retruécano de palabras, La desolación de Smaug, el nuevo videojuego de plataformas imaginado por Peter Jackson, en el que uno ni siquiera tiene que manejar el mando: sólo repantigarse y dejarse llevar por la aventura. Y por la alegría contagiosa de A., que lo flipa cada vez más con sus ojos abiertos y con sus piernas en tensión. 

Enanos persiguiendo dragones, dragones persiguiendo humanos, orcos persiguiendo enanos, elfos persiguiendo arañas… La Tierra Media de Tolkien es una escaramuza continua de  todos contra todos que se parece mucho a los partidos de fútbol que jugábamos en el recreo, 4ºB contra 4ºA y al mismo tiempo contra 4ºC, en sólo dos porterías, persiguiéndonos como tontainas con el balón en los pies, sin saber muy bien hacia dónde tirar. En la Tierra Media andan todos como locos buscando anillos y espadas, armaduras y riquezas. Nosotros -los esclavos de los Maristas, tan lejos de Nueva Zelanda, en aquel siglo XX de la Tierra Esteparia, sobre aquel pavimento de cemento que te arrancaba la piel y las postillas con sólo rozarlo -buscábamos la gloria de un gol, en la portería que fuese, para soñar con camisetas de profesionales y besos de damiselas mientras el profesor de matemáticas nos explicaba las fracciones. Que entonces eran quebrados.





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El Hobbit

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Me han pillado con treinta años de retraso, las aventuras de Bilbo Bolsón en El Hobbit. De chaval me hubieran fascinado los mundos antropomórficos de Tolkien o de Peter Jackson, que ya no sabe uno lo que pertenece a la literatura y lo que se van inventando para rellenar las películas. Los enanos, los elfos, los orcos, los trasgos... La imaginación es desbordante, desde luego, y la producción millonaria, y los paisajes neozelandeses producen escalofríos de belleza. Pero hay algo infantil en El Hobbit que me aleja de la trama y me impide seguir a mi hijo en su entusiasmo. Él flipa con las peleas, con las fisonomías, con los idiomas inventados que parecen de hadas o de demonios. La imaginería de Tolkien le tiene hipnotizado como un feligrés de la Edad Media entrando en una catedral gótica. Yo también era así, a su edad, impresionable y apasionado. 

    Hace unos pocos meses, la trilogía de El Señor de los Anillos nos convirtió a los dos en La Pequeña Comunidad del Sofá, alegre y risueña, porque A. disfrutaba del lo lindo, y yo, que había leído los libros en la juventud, iba recordando tramas y personajes. Salían, además, hombres y mujeres, de Gondor y de Rohan, y uno al menos comprendía sus intenciones, y se recreaba en algunos bellezones femeninos que el tunante de Peter Jackson puso ahí para atraer a los papás. Pero aquí, en El Hobbit, los humanos no aparecen ni por asomo, y son el resto de homínidos de la Tierra Media los que se pelean por un puñado de oro. Hay mucho griterío, mucha persecución, mucha magia que a veces mueve montañas y a veces no es capaz de matar a una mosca. Hay muchas preguntas sin respuesta. Mucho lío.



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