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E.T.

🌟🌟🌟🌟🌟


En las madrugadas de mi adolescencia, Carlos Pumares, al que le debo gran parte de esta cinefilia, decía en su programa de radio que E.T. le parecía una buena película, sin más, mientras que Casablanca, por poner un ejemplo, le parecía una obra maestra (“¡¡Obra maestra!!”, gritaba como un maníaco, desgañitándose en las ondas) porque al final, por muchas veces que la viera, siempre había un momento en el que él pensaba: “Ilsa se va a quedar con Rick...”. Pumares distinguía las películas especiales gracias a esos momentos mágicos en los que puede suceder cualquier cosa, aunque ya sepamos lo que va a suceder (y lo que sucede, casi siempre, es que ellas se van con el aventurero, con el gran hombre, el mismo tipo que, por pura lógica, por pura inercia de su atractivo, las dejará tarde o temprano por otra más guapa o más joven. Es ley de vida).

Yo, la verdad, estoy con el señor Pumares en esa apreciación, en esa sutileza del buen gourmet. Pero como soy más joven, y estoy educado en otra cinefilia, me pasa justamente al revés: cuando veo Casablanca sé que Ilsa va a subirse al avión de Lisboa y no va a regresar, y la pena por Rick me dura, como mucho, lo que tardo en cambiar de canal. Está bien, la película, pero no me conmueve. Sin embargo, cada vez que veo el final de E.T. se me parte el corazón, y se me escapa la lágrima viva, que aflora cada vez menos por culpa de este callo que me ha salido en el lagrimal. Hasta que no cesa la música de John Williams y salen los títulos de crédito sobre un negro de firmamento, yo estoy convencido -pero vamos, convencido hasta las cachas- de que al final E.T. va a quedarse con Elliott, escondido en su casa como Alf se escondió en casa de los Tanner cuatro manzanas más allá. O eso, o que Elliott, en un arranque de amor y pena, echa a correr, pega un brinco sobre la rampa de la nave y decide irse a un planeta lejano donde los niños como él -demasiado sensibles, condenados a sufrir toda la vida- encuentran un lugar en el que no existen los desengaños.




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Lunas de hiel

🌟🌟🌟

Roman Polanski está muy enamorado de su mujer, Emmanuelle Seigner, y esta película parece una excusa para mostrarla en las muchas variantes del amor: desnuda, o desnudándose, o ciñéndose vestidos que provocan mucho mareo en el espectador. Porque Emmanuelle Seigner es una mujer muy hermosa, sin duda, y uno piensa, de pronto, que todas las Emmanuelles que ha conocido son mujeres igualmente bellas: Emmanuelle Béart, para quedarse lelo, y Sylvia Kristel, que hacía de Emmanuelle en Emmanuelle, y Emmanuelle Riva, por supuesto,  que en los tiempos de Alain Resnais era la actriz más chic del panorama… Aunque claro, si lo pienso bien, todas las Emmanuelles que he conocido son actrices de cine, y francesas, y en esos ecosistemas la belleza se da por descontada, y es condición a priori para encabezar los repartos y atrapar nuestra mirada.



    Lunas de hiel quiere ser la disección de una relación podrida, en fase terminal: la decadencia, y el daño mutuo,  y el sexo enfermizo. Pero cuanto más ahínco pone Polanski en el drama, más le sale un serial parecido a los cuentos de “Teo va al supermercado…”, o “Teo va a la feria”. Aquí es Emmanuelle acostándose con hombres, besándose con mujeres, contoneándose en un baile, dejándose amar en la postura del misionero, o echándose leche por las tetas mientras desayuna, para volver loco de deseo a Peter Coyote. En “Lunas de hiel”, Emmanuelle Seigner hace de virgen, de principiante, de femme fatal, de dominatrix, de esposa amantísima, e incluso de rain maker, muy aplicada, cuando la cosa de la excitación ya se les va por completo de las manos.

    Y luego, cuando Polanski rebaja el morbazo, la temperatura sexual que a un chaval de nuestra LOGSE ya directamente se la pelaría -curtidos en mil batallas pornográficas en el Porrnhub- y se pone romántico, parisino, con los amantes achuchándose con la torre Eiffel a las espaldas, le sale una vena muy cursi que Vangelis, además, en vez de disimulársela con el maquillaje de la música, se la remarca todavía más, azulada, y gordota, casi como una variz.



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