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Intocable


🌟🌟🌟

Hace años leí un libro titulado Sexo, mentiras y Hollywood que ahora espera su turno de relectura en las estanterías, charlando con sus vecinos de la cinefilia. El autor es Peter Biskind, un periodista que conoce los entresijos, las bambalinas del negocio, y que además las destripa con pluma ágil y lengua afilada. El libro está dedicado a narrar la obra y milagros de los hermanos Weinstein, que surgiendo de la nada aún no habían alcanzado la cota más alta de las miserias, como dijo una vez Groucho Marx. Por la época del libro, los Weinstein eran los capos del cine independiente, los acaparadores de los premios, los chulos más peligrosos de cualquier contrato que se firmara. 

    En el libro, sin embargo, porque no todo en él eran alabanzas hacia los hermanos, se deslizaban… pistas, medias verdades, de lo que luego se supo sobre los abusos sexuales de Harvey Weinstein. Es obvio, releído ahora, que Biskind sabía, pero no escribió. Que le contaron, pero no se atrevió. Que quizá tuvo un arrebato de valentía y alguien le amenazó con terribles venganzas laborales o personales si rompía la omertá.



    Así que Biskind, acojonado, o acobardado, se limitó a sugerir la posibilidad de que tal vez, quizá, en algunas ocasiones, había actrices que bueno, que hacían de tripas corazón y… se entregaban a la compañía sin ropa de Harvey Weinstein, que insistía, que las liaba, que se aprovechaba del interés que ellas ponían en conseguir un papel en la película, en viajar en jet privado y asistir a las fiestas exclusivas donde Leonardo DiCaprio se acercaba con una copa de champán y te sonreía.

    Hace trece años, cuando se publicó el libro, uno leía esas cosas y sonreía como un desinformado. Como un gilipollas auténtico. Casi, diría, como una mala persona. "¡Hay que ver cómo es el mundo de Hollywood...!", y tonterías así, de salir del paso. Ahora veo este documental titulado Intocable y se me cae la cara de vergüenza. Otra vez, claro, porque ya sabíamos de todo esto por la prensa, y por los telediarios. Las mujeres coaccionadas, amenazadas, violadas realmente, lloran ante la cámara de Ursula Macfarlane al recordar su humillación. Su miedo y su impotencia. El asco… Recuerdan la incomprensión de quienes supieron, intuyeron, sospecharon de lo suyo, pero al final miraron para otro lado. Como los tolais que leímos aquel libro al otro lado del océano, lo devolvimos a la estantería y nos pusimos, quizá, a ver un partido de fútbol tan ricamente, sin pensar que entre aquellas páginas habíamos dejado varios dramas intolerables.



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Mis almuerzos con Orson Welles

Entre 1983 y 1985, allá en los restaurantes de postín, Orson Welles y el director de cine Henry Jaglom mantuvieron jugosas conversaciones sobre el mundillo de Hollywood, y sobre las tribulaciones artísticas del propio Orson. Welles, que confiaba en la discreción de su amigo, no puso impedimento para que estas conversaciones fueran grabadas en un magnetófono. Un documento que ahora, gracias a la labor editora de Peter Biskind, nos llega en forma de libro imprescindible: Mis almuerzos con Orson Welles.

   La mitad del texto se nos va en los proyectos inacabados de Orson Welles. En esos tres años previos a su muerte, incombustible y obsesivo, el ciudadano Kane todavía soñaba con dineros llovidos del cielo, y confianzas renovadas de los productores. Algunos proyectos los tenía con el guión inacabado; otros con el rodaje a medio empezar; otros con los actores sin dar el OK definitivo. Un sindiós de películas y documentales que mantenían a Welles ocupado de la noche a la mañana, cuando no estaba comiendo en los restaurantes, claro, o cuando no estaba en España de parranda, impregnándose de tauromaquias y flamenqueos.




       Para un cinéfilo como yo, de los de andar por casa, la parte más enjundiosa del libro es aquella en la que el gordinflón no opina, sino que pontifica, sobre sus gustos y manías. Una verdulera que opina a calzón quitado, y a cinturón desabrochado, sobre películas y cineastas, actores y damiselas. Uno esperaba, la verdad, razonamientos sesudos, análisis cinematográficos. Fulano es muy bueno porque tal y fulana es un horror porque cual... Pero no: Orson Welles se viste de cinéfilo de café para soltar sus inquinas y prejuicios. No le gusta Spencer Tracy porque es irlandés; odia a Woody Allen porque es feo y bajito; trata a John Huston como un borracho incompetente. Detesta Vértigo porque sí, y Chinatown porque le da la gana, y All that jazz porque le parece una memez.

A otro interlocutor no le hubiera consentido yo tamañas herejías: que me toquen a Woody Allen es como que tocaran a mi hermano; que se metan con All that jazz es como si se mearan en el copón de mis hostias consagradas. Pero a Welles, por aquello del respeto, y porque en un párrafo confiesa ser lector admirado de Montaigne, le voy siguiendo hasta la última página, asombrado a veces de su inteligencia, indignado, a veces, con su pedestre humanidad. Un tipo orgulloso, pagado de sí mismo, que sin embargo, en ocasiones, se declara perdido y confuso.



- Soy mucho más inseguro de lo que piensas, Henry.
- No me lo creo. Eres arrogante y estás muy seguro de ti mismo.
- Sí, es verdad, estoy muy seguro de mí mismo. Pero de nadie más.



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Taxi driver

🌟🌟🌟🌟

En Moteros tranquilos, toros salvajes, Peter Biskind cuenta que el guión de Taxi Driver no es una cosa demencial que se le ocurriera Paul Schrader en la resaca de una mala borrachera, o de un mal desamor. Que es, realmente, el autorretrato de su propia misantropía, de su propio alejamiento cabreado del mundo. Hundido en la ciénaga de una depresión personal, Schrader se pasó semanas sin ver a ningún amigo, alimentando paranoias de una sociedad podrida. Acariciando armas en la penumbra de un apartamento cochambroso de Los Ángeles. La verdad es que mete miedo...

A veces, para cambiar de penumbra, se metía en los cines porno de su barrio, quizá para regodearse en la inmundicia del mundo, quizá para aliviarse sanamente de las tensiones y las malas posturas. Quién sabe.En esa época, para no morir de hambre, Schrader trabajaba de repartidor en una cadena de restaurantes del pollo frito. La empresa sería KFC, supongo, pero uno, mientras leía la anécdota, imaginaba que Schrader trabajaba para Los Pollos Hermanos y que transportaba bidones de grasa con los ingredientes necesarios para que Walter White cocinara su droga cristalina. Un cruce de cables, ustedes me perdonen. Mientras repartía el pollo a los clientes, Schrader, como el Travis Bickle de Taxi Driver, vagaba por la ciudad cagándose en todo, imaginando venganzas, señalando con el dedo a los cuatro o cinco habitantes de la Sodoma que iba a salvar de la destrucción total

       Mi película, si la escribiera, sería Bici Driver, la historia de un excombatiente de los grandes cines de Madrid que por motivos de trabajo ha de regresar a Invernalia a ganarse el pan, y se instala en un  villorrio donde las gentes son amables pero extrañas, cercanas para comulgantes de otra religión. Mi personaje se mueve por el pueblo en bicicleta para hacer las compras, para estirar las piernas, para socializarse en los bares, y en los recorridos observa las aceras como un Travis Bickle más gordo y desafeitado. Aquí no hay proxenetas en las esquinas, pero sí algunos garrulos de habla ininteligible que maltratan a los perros y dicen “cagondiós” a todas horas. No hay drogadictos de los barrios bajos que me tiren huevos podridos al pasar, pero sí conductores incívicos que ven una bicicleta y piensan que uno es marica, o ecologista, o progre de la ciudad, y te buscan las cosquillas, y las costillas, y están a punto de tirarte al suelo en cada gracia que se les ocurre. Tampoco hay prostitutas adolescentes a las que salvar, ni rubias preciosas como Cybill Shepherd a las que enamorar, pero sí hay mucha bruja, mucha maledicente, y también alguna mujer preciosa. No odio a la gente de este pueblo, como Travis odiaba a todos los neoyorquinos salvo a Iris, pero sí me siento extranjero y diferente.



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