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A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida -la sexual, digo- si en vez de pertenecer a la masa de los anónimos, de los nacidos a este lado del televisor, hubiera sido un hombre famoso y seductor: un actor, un futbolista, un presentador de chorradas en Tele 5. Un choni que hace petting en la penumbra bajo la atenta mirada del Gran Hermano. Un concursante al que expulsan el primer día del Nosequé y luego pasean por los platós de la cadena.
Una gloria nacional, quiero decir. Un
guapete del star system como Bob Crane en “Desenfocado”, que mientras trabajaba en la radio vivió un matrimonio ejemplar de tres hijos, casa de ensueño y mujer que le
adoraba; pero que en cuanto protagonizó una serie de televisión empezó a caer
en cada tentación andante que le sonreía, lo mismo una rubia que una morena, una impechada
que una pechugona.
Es fácil decir que uno
cree en la monogamia -o al menos en la monogamia sucesiva- cuando nadie te pone
a prueba de verdad. Cuando la vida transcurre sobre una aburrida carretera que
no tiene áreas de descanso ni desvíos secundarios. El amor verdadero, para serlo, tiene que vencer
esas tentaciones apartándolas con ambas manos, como un explorador que se abre
paso por la selva. Si no hay esfuerzo no hay vanagloria. No hay nada de qué
presumir -la fidelidad, la integridad, todo ese rollo- si el diablillo no te
señala las tentaciones y tú haces como que no lo oyes, como que es un ser malvado
e imaginario. Los héroes del amor, como los héroes de acción, tienen
que superar varias pruebas para merecer la distinción.
Lo que le pasó a Bob
Crane fue, simplemente, que subió un escalón en la pirámide social. Que se hizo reconocible y empezó
a frecuentar los hoteles y la noche. Y subido a ese escalón pudo contemplar lo
que antes el muro le ocultaba: un jardín de las delicias donde el diablo ya no
da abasto con el tridente que señala y ofrece. Una perdición y una lujuria. Todo muy
humano, demasiado humano, como dijo el bigotón.