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Las consecuencias del amor

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Las consecuencias del amor no son las mismas si el amor viene correspondido o si viene contrariado. Nos ha jodido. Es como la noche y el día; como la hiel y la ambrosía. Si el amor es correspondido, sus consecuencias primeras son volverte medio loco y medio imbécil. Como de niño reestrenado. Te vuelves cursi y atolondrado, monotemático de quien te corresponde. Ya te mola hasta la poesía, que antes no leías ni por el forro. El amor recíproco es un chute de endorfina. Un enajenación mental que tú sabes transitoria, pero que desearías que se prolongara durante años aun a costa de tu salud, hasta el derrumbe definitivo. El amor correspondido es droga pura; y droga dura además. Es la lotería de Navidad, el favor de los dioses. Una potra de la hostia. El combustible necesario. El premio por existir.

Pero ay, cuando el amor no es correspondido: entonces también te vuelves medio loco y medio imbécil, pero en valores negativos. Lo mismo que antes, pero al otro lado del eje de coordenadas. Donde antes reinaban los números positivos, ahora todo es negatividad y mala uva. Es como si el cielo se derrumbara sobre tu cabeza, como temía Panorámix, pero así todos los días, y a todas las horas, desde que te levantas hasta que te acuestas. El martilleo incesante. Sabes -por experiencias anteriores- que esas nubes negrísimas terminarán por esfumarse, y que algún día lejano dejarás de pensar en quien no te quiere y no te devuelve las llamadas. Pero hasta entonces todo es lágrima y retortijón. El amor no correspondido también es droga pura, pero droga de la chunga. De la que ni siquiera te coloca. Un mal viaje de la hostia. Una náusea permanente. Un crucero de no-placer sobre aguas agitadas. Un mal fario de la fortuna. Una mirada retorcida de los dioses. El castigo por existir.

(El amor de Titta di Girolamo no entra dentro de estas categorías porque es amor correspondido, pero imposible de corresponder. Digamos que hay... circunstancias. Impedimentos. Edades y deberes. Jodiendas. La mafia y todo eso. Es un amor peculiar, como todo lo que rueda Sorrentino. Y es bueno que así sea).





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Fue la mano de Dios

🌟🌟🌟🌟


Jorge Valdano estaba allí, siguiendo la jugada a escasos metros, cuando Maradona se elevó por encima de Peter Shilton y marcó aquel gol con el puño del hombre y la mano de Dios. Fue justo entonces cuando Maradona se fusionó con la divinidad y no antes, como dicen en Barcelona. Luego ganó el Mundial, regresó a Nápoles y allí fundó una religión para gozo de Paolo Sorrentino. Pero Diego fue un dios sospechoso, lleno de defectos y viruelas, más parecido a un gamberro del Olimpo que a una deidad presentable de los catecismos.

Decía que Valdano estaba allí porque fue él quien dijo, muchos años después, cuando ya se nos hizo catedrático de la palabra, que el fútbol es el asunto más importante de los menos importantes. O el más importante de los menos importantes, ya no recuerdo bien. Da igual: el mensaje es el mismo. Primero están la salud, la familia y el amor, como en los tests de las revistas, o las consultas de los cartomantes. Y ya, luego, el fútbol, que es el alimento de los domingos, la pasión de los abúlicos, la victoria (cuando se produce) de los derrotados. Sé muy bien de lo que hablo. Quitando lo sustancial, el fútbol es el asunto central de los calendarios, y Sorrentino ha construido sus película siguiendo esa sentencia irrebatible de Valdano.

Su yo adolescente vivía entregado día y noche al sueño de Maradona, deshojando tréboles arrancados del estadio de San Paolo: vendrá, no vendrá... A los diecisiete años das la salud por descontada, la familia por descontada, y el amor... Bueno, el amor ya vendrá, piensas. En una escena de la película, el joven Sorrentino es interpelado por su hermano: “¿Prefieres echar un polvo con la tía Patrizia -que es una mujer despampanante- o que Maradona fiche por el Nápoles?” Y Sorrentino responde, casi sin pensar, aplacando la erección incipiente: “Maradona”. Yo le entiendo muy bien. Pero luego viene la etapa de aprendizaje, las hostias de la vida, y el fútbol va cayéndose del pedestal. De eso va la película. Un día todo se pone patas arriba y el fútbol se queda como un rescoldo de las pasiones infantiles. Importantísimo, ma non troppo.


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The New Pope

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El dinero y el sexo mueven el mundo. Todo lo demás es un matarratos, un viaje por carreteras secundarias.  Una paja mental de los filósofos. Literatura para consolar a los que no tiene pasta, o a los que no tienen el amor que desean. “Dame un atractivo irresistible o una cuenta millonaria y moveré el mundo”, dicen que dijo Arquímedes después de afirmar lo de la palanca y la Tierra. Pero ningún historiador, al parecer, registró aquellas palabras tan sabias, que Arquímedes tal vez solo musitó por temor al ostracismo, que en la Grecia Antigua era una cosa muy seria. Dos mil años más tarde, en el Berlín del protofascismo, Liza Minnelli cantaba “Money makes the world go round” en el cabaret, mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua.  Bob Fosse, como el Arquímedes de mi imaginación calenturienta, no era ningún tonto cuando se ponía a hacer películas, tan didácticas, y tan poco complacientes…



    En el Vaticano puede que haya gente muy poco recomendable: consentidores de la pederastia, nostálgicos del fascismo, manipuladores del Espíritu Santo, pero tontos, a esas alturas del cardenalato, no creo que llegue ninguno. En la carrera eclesiástica, que es la más exigente de todas las profesiones, los que no entienden de qué va la vaina se quedan en los primeras vallas, a predicar entre los pobres y entre las ancianas: la renuncia a las riquezas y el valor de la castidad. Mientras los curas de tropa -los Stormtroopers del Imperio Papal- cuentan estas martingalas a los creyentes más crédulos, allá, en la Ciudad del Vaticano, en el Coruscant de la Galaxia Católica, los cardenales imaginados por Paolo Sorrentino en The New Pope -que a buen seguro no son muy diferentes de los verdaderos- viven abrumados por sus pecados sexuales, que son muchos y variados, y angustiados por la idea de que el Gobierno italiano, finalmente, les haga pagar impuestos y les cobre el IBI, y termine con sus días de vino consagrado y de rosas en el jardín.

     Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres, y en las mujeres, tan resabiados ya, y tan cínicos.Tan espirituales como se creían, cuando escucharon la voz de Dios, y en realidad tan atados al instinto, y a la imperfección de la carne.



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La gran belleza

🌟🌟🌟🌟🌟

Hoy he vuelto a ver La gran belleza. Sí, otra vez... La película de Sorrentino se ha quedado conmigo para siempre, y ya forma parte de mi educación sentimental, que diría Flaubert. Atrapado en las tristezas y en los suspiros, he salido otra vez de movidas con Jep Gambardella, que aunque parece que se lo pasa de puta de madre yendo de fiesta en fiesta y de cama en cama, en realidad anda atribulado porque no encuentra el sentido de la vida, ni la gran belleza que lo anime a revivir. Ni a retomar la escritura. Mi villorrio es su Roma; mis senderos, sus avenidas; mi casa frente a los huertos, su apartamento frente al Coliseo, que dicen que en verdad es un hotel muy vetusto y muy chulo.



    Presiento que el próximo año por estas fechas volveré a ver La gran belleza en otra siesta de largas horas. La próxima vez tendré más canas y menos pelo; más preguntas y menos consuelos. Pero obtendré el mismo gozo en la contemplación. Y así, poco a poco, en años sucesivos, iré llegando a la edad dorada del propio Gambardella, que no envejecerá porque quedará preservado en el Bluray, y ya seremos dos jubilados que pasearán por las orillas del Tíber, asombrados ante la vida y al mismo tiempo decepcionados por ella. La gran belleza será mi película de cada inicio de verano, del mismo modo que Atrapado en el tiempo es mi película de cada 2 de febrero. O que Plácido es la película irrenunciable cuando llega la Navidad, para tener bien presente la mezquindad de los seres humanos y no dejarse engañar por las luces de colores. Así debería de ser la vida de un cinéfilo veterano: 365 películas incuestionables y una bisiesta. Nada más: 365 fiestas con las que quedarse ya para siempre, y encajarlas exactamente en cada día del año, cada una con su motivo y con su grandeza. Del mismo modo que los jacobinos renombraron los días del calendario con un fruto o con un animal, un cinéfilo de pro, que ya viviera en la bendita chaladura y en el destierro definitivo, tendría que llamarlos por el nombre de su película: el día de La gran belleza tengo que ir al dentista, o el próximo El hombre tranquilo me voy de vacaciones, o el día de Annie Hall viene de visita una prima de León -que ésta es otra película, Annie Hall, que cae cada año sin falta cuando llega la primavera, para recordar que los hombres somos de Marte y que las mujeres proceden de Venus, y que aquí, en la Tierra, tan ajenos y tan extraños, pero tan complementarios, nos hemos juntado a ver cómo sale este experimento galáctico.  


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Silvio (y los otros)

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El problema de la izquierda -de cualquier izquierda que se presente a las elecciones en Italia o en el resto del mundo- es que en realidad no entiende al votante de a pie. Yo soy de izquierdas, y voto a la izquierda, inquebrantable y contumaz, cada domingo electoral por la mañana, a primera hora, haciendo cola con las monjas del asilo y con los católicos de la misa tempranera, que me ganan por goleada con sus papeletas. Si un candidato de la derecha me prometiera un chalet con piscina a cambio de votar a su partido, apenas tardaría dos décimas de segundo en rechazar la propuesta. Yo soy así: un jacobino del modelo escandinavo, un comunista rebajado con muy pocas gotas de agua. Pero no me engaño sobre la gente, sobre el cuerpo electoral.

    La gente quiere que funcione la sanidad pública, la escuela pública, que el autobús llegue a su hora y que las carreteras para ir al pueblo no estén llenas de baches. Pero les gustaría que todo eso lo sufragara el Espíritu Santo, o un fondo mágico de Bruselas, y que el dinero no tuviera que salir de los impuestos. Por eso, cuando estos hijos de puta les prometen que el país va a funcionar igual, o incluso mejor, pagando menos a Hacienda, los votantes se vuelven locos de contentos, y se hacen de derechas de toda la vida, y a este lado de la barricada nos quedamos los cuatro soplagaitas de siempre, los cuatro intelectuales dando la matraca. 

    Y para sostener el engaño, y que la gente no piense, la derecha les vuelve aún más gilipollas poniendo basura en la televisión. La gente no quiere programas didácticos, ni culturales, ni informativos que cuenten la verdad. A la gente se la sopla, directamente, todo ese rollo, porque además no es necesario para medrar en el tejido social.  La gente enciende la tele para ver concursos, colorines, tetas, o atisbos de tetas. O promesas de tetas. Y fútbol, claro, que yo a eso sí que me apunto, comunista y todo. El cuerpo electoral tiene el nivel de un chaval de instituto que no se entera de gran cosa, allá por la quinta fila de los pupitres. Lo dicen en Silvio (y los otros), y es una verdad muy terca que la izquierda no termina de asumir. Quedan varios eones para que el homo sapiens evolucione en votante responsable, y mientras tanto, para atraer el voto sólo van a funcionar la codicia y el erotismo. El dinero y el sexo. Silvio Berlusconi lo entendió perfectamente, y partiendo de la nada alcanzó las más altas cimas de la miseria, que dijo una vez Groucho Marx.



 


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The Young Pope

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The Young Pope no es una serie de televisión. Son dos. La primera consta de seis episodios y basta con ver sus primeros minutos para ya quedar enganchado y recomendársela a todo el mundo. Es como si Paolo Sorrentino no hubiera dejado de rodar La gran belleza, solo que ahora, en vez de seguir las andanzas de Jep Gambardella, traspasa los muros del Vaticano para seguir las aventuras de Lenny Belardo, el cardenal norteamericano que es elegido contra todo pronóstico por el Espíritu Santo. Porque ha sido Él, sin duda, y no el cardenal Voiello, el hacedor de papas que se ha quedado pasmado, quien ha designado a un tipo tan inesperado como contradictorio: guapo, joven, atlético, fumador..., y ultraconservador hasta meter miedo.

    Pío XIII -y la elección de este nombre no es, por supuesto, casual- recoge el testigo de San Pedro para cercenar cualquier afán aperturista o reformador. La Iglesia, bajo su mandato, regresará a las posturas beligerantes e intransigentes. Poco a poco irá desandando el camino hasta perderse en los tiempos decimonónicos, cuando la Iglesia todavía era una institución poderosa, de extensos territorios, que acojonaba a sus feligreses con solo levantar un dedo. Belardo ha optado por el camino oscuro para salvar a la Iglesia como un Darth Vader vestido de blanco. Si la gloria estaba en el pasado -piensa Belardo- volvamos a él. A la misa en latín, al papa que no viaja, a las amenazas del infierno.

    La segunda parte de The Young Pope tiene cuatro episodios y ya es como si a Sorrentino le hubiera dado un telele, o un aburrimiento. Lo que antes era intriga política y debate teológico, ahora se convierte en torrente de sentimientos, y en pulsión de los corazones. La serie embarranca y nos confunde. Hay lágrimas, pudores, confesiones, arrepentimientos. Padres ausentes que parecen sacados de una película ñoña de Steven Spielberg. Si la serie nos tenía fascinados porque el Vaticano es tenebroso en los fondos pero bellísimo en las formas, de pronto, como en la película de Manuel Summers, aquí to er mundo é güeno y encuentra su redención, y su camino, y su perdón. Y el  Vaticano, para nuestro asombro, vuelve a ser ese lugar de gentes buenas y afables que nos narraban los curas de nuestra infancia. El País Encantado de los Hombres sin Sexo. 

Sólo faltan las campanas tocando en el cielo, como en el final de Rompiendo las olas.


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La juventud

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Decir que uno, a los cuarenta y cuatro años, ya se considera inmerso en la decadencia es una licencia poética que sólo escribo en los días más tristes. Un gimoteo que utilizo para desahogarme, y para llamar la atención de las damas sensibles, a ver si alguna me adopta. 

Mi lamento, por supuesto, tiene mucho de exageración, pero también posee una almendra de verdad. Es evidente que a mi edad, razonablemente sano, pasablemente lúcido, no voy por ahí derrengado, achacoso, más pendiente de las obras municipales que de las piernas de las mujeres. Pero hace tiempo, desde luego, que coroné el puerto de la plenitud, y ahora, con más o menos garbo, voy sorteando las enrevesadas curvas del descenso. Allí en la cima tuve un hijo, escribí un libro y planté varios pinos descomunales, fibrosos, muy bonitos algunos. Ahora que ya no fabrico nada -salvo estas líneas tontas de cada día- me dejo llevar por la pendiente hasta que un día me pegue la gran hostia en una revuelta, o alcance, si tengo suerte, la línea de meta, que espero que esté muy lejos, a tomar por el culo si es posible.

    Así las cosas, pre-decadente y pre-viejo, he encontrado en las películas de Paolo Sorrentino un motivo para la reflexión, y también, de paso, para el disfrute visual, porque son obras de una belleza hipnótica, ocurrencias muy personales en las que yo extrañamente me reconozco, sin comprenderlas del todo, como quien vive un sueño propio rodado por otro fulano. Los personajes de Sorrentino son ancianos de verdad, no poéticos ni fingidos, pero encuentro en ellos una rara afinidad que empieza a preocuparme. 

   Me sucede con el Jep Gambardella de La gran belleza, por ejemplo, o con este par de amigos que conviven en el balneario de La juventud, que son tipos a los que ya les puede el cinismo, la melancolía, la pasión inútil por las cosas perdidas. Y uno, que vive a varias décadas de distancia, siente, sin embargo, que estos desgarros del ánimo ya le afectan en demasiadas ocasiones. Como si la vida se hubiera terminado de sopetón, y sólo quedara el paso de los días, y la simple curiosidad por los acontecimientos. 

    Seguramente exagero mucho, y me dejo llevar por la literatura barata, y por la lluvia en el cristal. Pero estos males del espíritu, aunque todavía estén en estado embrionario, son fetos terroríficos que ya viven en mi barriga como aliens del espacio, y a veces sueltan una pataditas que me dejan el estómago hecho unos zorros, poblado de mariposas negras que revolotean. Como murciélagos en la batcueva de Gotham City.


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Il divo

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Hay países no africanos que están peor que el nuestro.  O al menos ésa es la conclusión que uno saca de los telediarios, y de las películas extranjeras que se van sucediendo en el televisor.  La gentuza parece ser la misma en todos los sitios, ladrón arriba ladrón abajo, pero en Italia, que es adonde yo quería llegar, todo parece más desorganizado y chapucero. Más histriónico y vociferante, quizá por el carácter mismo de los italianos, que siempre nos han parecido como españoles multiplicados por dos, lo mismo para lo bueno que para lo malo. El caso es que uno, en las películas italianas, adivina un país casi sudamericano de los de antes, como bananero, o de García Márquez, donde siempre hay mayorías insuficientes, líderes corruptos, histéricos televisivos y un obispo con mitra bendiciendo la función de principio a fin.

    Il divo, que es una película de Paolo Sorrentino que me apetecía mucho ver tras la La gran belleza, cuenta, en clave de humor negro, con una estética medio barroca y medio impresionista, las andanzas últimas de Giulio Andreotti, el sempiterno líder de la Democracia Cristiana que entre unos cargos y otros se mantuvo en el poder durante medio siglo. No es un biopic al uso, ni un documental dramatizado. Se nota que el personaje le cae a Sorrentino como una patada en el culo. El director admira su inteligencia, su laboriosidad, su instinto de supervivencia en el laberinto italiano, pero luego, cuando saca la cachiporra, se deja muy pocos calificativos en el guión.

    En un momento determinado de la película, Andreotti hace memoria de su vida de gobernante, e improvisa esta carta dictada a su mujer Livia, que viene a ser como un resumen de su filosofía humana y política. Casi la confesión de cualquier político occidental y moderno. Se non è vero, è ben trovato.

            “Livia, tus ojos vivaces me deslumbraron, una tarde en el cementerio de Verano. Elegí ese extraño lugar para pedirte matrimonio. ¿Recuerdas? Sí, ya sé, lo recuerdas… Tus inocentes, vivaces y encantadores ojos no sabían, no saben, ni sabrán… No tienen idea de los hechos que el poder debe cometer para asegurar el bienestar y el desarrollo del país. Por demasiado tiempo ese poder fui yo. La monstruosa e impronunciable contradicción: perpetrar el mal para garantizar el bien. La monstruosa contradicción que me convirtió en un hombre cínico que ni tú misma podrías descifrar".

 



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La gran belleza

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Antes de que nazca la primera imagen de La gran belleza, leemos una sentencia de Céline que habla de la vida como un viaje, como una ilusión, como una novela en marcha que es igual de ficticia que la propia literatura. El significado no se entiende muy bien, la verdad, sobre todo si se posee una inteligencia tan poco sensible como la mía, sorda y ciega a la poesía, a la metáfora, a todo lo que no sea pura carne y duro metal. Mi cerebro es científico y frío, un amasijo de neuronas que analizan la realidad pero nunca logran trascenderla. Las películas que empiezan con estas adivinanzas de literatos suelen ponerme a la defensiva. Pero aquí, en La gran belleza, no sé por qué, siento desde el inicio que me están contando algo muy bello, y también muy personal. Porque la película a veces parece real y a veces parece un sueño, y mi vida, últimamente, es una experiencia lisérgica en la que no sé muy bien si estoy dormido o despierto, pues todo se enreda y se mezcla, y en los sueños se me aparecen personajes de la vigilia, y en la vigilia personajes del sueño, y todos me hablan del mismo tema obsesivo que tiene que ver con la decadencia y el rumbo perdido.




    La decadencia es esa enfermedad incurable, y a la larga mortal, que en La gran belleza hace de Roma una ciudad tan triste como enigmática. Es la misma decadencia que paraliza la vocación literaria de Jep Gambardella, periodista de la crónica social, sesentón y bon vivant, rey de la noche romana más desenfadada, dueño de un apartamento de lujo con vistas al Coliseo donde se reune la segunda fila de la jet set a montar sus parrandas. Allí, entre bailoteos y martinis, en las sobremesas y en las sobrecenas, esta fauna nocturna filosofa sobre la vida. Todos se saben navegando en el último barco, y ya nunca hablan de los sueños por cumplir, sino de los sueños que una vez pretendieron y la vida caprichosa les regaló, o les denegó. Qué mejor marco que Roma para hablar de lo que una vez fue y ya nunca será. Para dejarse llevar por la nostalgia que el alcohol inocula como un veneno. Para hablar de los viejos escritos, de los viejos amores, de los viejos amigos, ahora que todo se ha consumado y que ya sólo queda esperar, y reírse un poco de uno mismo.


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