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La Casa del Dragón

🌟🌟🌟


Me di cuenta de la trampa cuando faltaban quince minutos para llegar al final del último episodio. Yo pensaba que “La Casa del Dragón” era inicio y fin. Miniserie. Campana y se acabó. Nada más -pero también nada menos- que una mirada curiosa sobre cómo era el mundo antes de que llegara el invierno y lo pusiera todo perdido de muertos que caminan.

Pero en este décimo episodio las cosas se iban sucediendo a ritmo de película de Bergman: los diálogos, las traiciones, las alianzas..., y estaba claro que a los guionistas no les iba a dar tiempo a cerrar la cuestión sucesoria. El intercambio de alientos entre dragones. Saber si al final serían los Austrias encastillados en Rocadragón o los Borbones acantonados en Desembarco del Rey quienes seguirían esclavizando al pueblo llano. Comprendí, de pronto, que habría que esperar otra temporada -u otras dos, a saber, las que decidan los algoritmos- para conocer el desenlace de este embrollo, y no está la vida a estas alturas para seguir regalando minutos y minutos.

Y que conste que no me molestaba esa manera de contar las cosas, tan arriesgada en los tiempos que corren. Al contrario: desde el primer episodio, a contracorriente de muchos que echaban de menos los hachazos y los polvazos, yo aplaudí esta decisión minimalista de contar las movidas entre los apellidos. “La Casa del Dragón” es como el “Yo, Claudio” de los Siete Reinos, teatro filmado, y a mí eso me ganaba el corazón y me animaba a continuar. Porque uno de los mayores placeres que nos proporciona la ficción es ver a los poderosos entre bambalinas. Justo eso que nos niegan -y nos seguirán negando- los telediarios de la tele. Levantar acta de cómo se apuñalan los taimados y las malvadas, los psicópatas y los mercaderes. Cómo urden sus planes aprovechando que están solos en sus dormitorios o navegan a muchas millas de la costa en sus fuerabordas. 

Nada ha cambiado desde los tiempos de la dinastía Julio-Claudia. Ni en el mundo real ni en el mundo imaginario.





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24 hour party people

🌟🌟🌟🌟🌟


Alrededor de Tony Wilson fueron muchos los que se elevaron hasta el sol y luego se estrellaron contra el suelo en un hostiazo memorable. Están, que yo enumere, los músicos drogados, los productores alcohólicos, los representantes codiciosos... Los traficantes de éxtasis y las grupis alucinadas. Los excéntricos y los imbéciles. Los tarugos que nacieron con talento y los esforzados que nacieron sin el duende. Mozarts y Salieris. Punks que molaban y suicidas que cantaban. Aprovechados e iluminados. La fauna completa del Manchester musical, a la que Tony Wilson encerró en un zoo con música a todo trapo por megafonía.

De la vida privada de Tony Wilson apenas se nos cuentan tres amoríos porque él -recuerden- es un personaje secundario dentro de su propia historia. Pero se nos cuenta todo, o casi todo, de su labor musical y evangelizadora. Su programa en Granada TV fue como “La edad de oro” de Paloma Chamorro en el UHF. Él vio tocar un día a los Sex Pistols en Manchester, en 1976, y a partir de entonces  ya todo fue predicar la buena nueva, y las bienaventuranzas del pentagrama.

    Hasta entonces, Tony se ganaba la vida entrevistando al friki de turno, o al tonto del lugar, como hacen los reporteros dicharacheros de España Directo. Pero luego, tras el sermón de la montaña, Tony se convirtió en el factótum de la vanguardia musical que creció a los pechos rebeldes del punk, aunque él siempre luciera gabardinas molonas y los cabellos engominado. Un pincel, que se dice.

    Si nos atenemos al guion, Tony no ganó ni un duro con estas aventuras de cazatalentos. Su lema era todo por la música, y no todo por la pasta. Él fue, ciertamente, el apóstol desinteresado de la Palabra. Es por eso que, en agradecimiento, el mismísimo Dios le visita al final de la película para ponerse al día de lo que se cuece en el pop-rock. Y justo entonces Tony Wilson hizo a Dios a su imagen y semejanza.



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La muerte de Stalin

🌟🌟🌟🌟

Lo mismo en Veep que en La muerte de Stalin -que son dos ficciones inquietantes sobre lo que sucede entre bambalinas cuando desaparecen las luces y los taquígrafos- Armando Iannucci hace comedia despojando a sus personajes de cualquier solemnidad. Y con ese truco tan simple, y tan efectivo, le sale un humor de alta categoría, inconfundible, de un color que oscila entre el negro y el amarillo, bilioso, bituminoso, con mucho ácido y mucha mala hostia.

    Iannucci es el niño deslenguado que se atreve a decir que el emperador - o la vicepresidenta, o el jefe de la nomenklatura- también se desnuda cuando nadie lo ve, y se tira pedos, y suelta maldiciones, y se le ve la minga dominga cuando entra al servicio. Iannucci, en sus series, o en sus películas, quita la monda del cargo para enseñarnos la pulpa del hombre, o de la mujer, y le salen unas criaturas espontáneas, débiles, trapaceras. Despojadas de pompa y de circunstancia. Tan humanos o tan simiescos como usted o como yo, soltando sus tacos, sus chiquilladas, sus meteduras de pata. Sus chistes malos y sus ocurrencias idiotas. Igual de listos o de estúpidos, de eficaces o de chapuceros. Tan interesados como cualquier otro en llenar la panza, en follar, en escaquearse del trabajo cuando se levanta la sesión en el Parlamento, o termina la reunión extraordinaria del Politburó.

    La gente que dirige nuestros destinos no pertenece a otra raza, ni a otra especie, a no ser que nos creamos la tontería supina de los reptilianos. Simplemente progresan porque tienen menos escrúpulos, o un ego que no les cabe en los pulmones. Son muy poco solemnes cuando nadie los mira. Ellos también maldicen, cagan, le desean desgracias y pesares al prójimo. La solemnidad es una farsa que los poderosos, como los curas, o como los fantoches, representan ante la gente cuando hay que inaugurar una carretera o asomarse a un balcón para dar la bendición o anunciar la revolución. Pero luego, cuando vuelven a la intimidad de sus gabinetes, o de sus salones, me los imagino más bien como los retrata Iannucci, tan parecidos a las personas de la calle que cualquier semejanza con personas verdaderas, vivas o muertas, no es pura coincidencia.




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Macbeth

🌟🌟🌟🌟

Sólo era cuestión de tiempo que alguien versionara el texto de William Shakespeare con la estética arrolladora de Juego de Tronos. Porque qué es, en el fondo, Juego de Tronos, sino un enredo muy shakesperiano de reyes y espadas, familias y honores, en una tierra brumosa de los Siete Reinos que se parece sospechosamente al mapa de la Gran Bretaña.

    Los textos de William Shakespeare -o de quien los firmara con su nombre- siguen de rabiosa actualidad porque describen pasiones eternas, y personajes arquetípicos, y en cuatro siglos nada ha cambiado en la evolución de los homínidos, que seguiremos con los mismos defectos y las mismas virtudes hasta que las ranas críen pelo, en otra evolución paralela y lentísima. Todos los días, en el periódico, viene algún señor Macbeth cometiendo tropelías porque la señora Macbeth, allá en el dormitorio, le ha prometido noches de blanco satén si traicionaba al amigo o se pasaba la ética por el forro. Detrás de un gran hombre suele haber una gran mujer, dicen, y detrás de cada chorizo o de cada mentiroso suele haber, también, una pájara de mucho cuidado que sueña con un chalet en la playa o con una universidad americana para los hijos. El matrimonio Macbeth está muy presente en la alta política, y en las altas finanzas, y hasta dicen que el mismísimo Caudillo vivía malmetido por doña Carmen, la lady Macbeth de  El Pardo. Que él, Paquito el asesino, dejado a su libre albedrío, se hubiera quedado tan feliz en la cabila, compadreando con los legionarios y disparando a los moros de vez en cuando por matar el gusanillo patriótico y echar unas risas en el cuartel.

    Qué decir, entonces, de esta nueva versión de Macbeth, que es a lo que yo venía. Pues que hay hostias como panes, y muertos a gogó, y extrañas imágenes que son muy hermosas de ver, lo mismo en el remanso de la paz que en la salvajada de la guerra. Y que sale Marion Cotillard haciendo de lady Macbeth, y que yo, por una mujer así, como el bueno de Fassbender, también cometería fechorías sin nombre. De las que luego, claro está, habría que arrepentirse con un mínimo de decencia, pero con el cuerpo ya muy bailado.




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Submarine

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Submarine es de esas películas que terminas viendo y disfrutando aunque su sinopsis te tire para atrás: adolescente pajilllero en busca de novia que se deje sobar las tetas y quizá algo más; poeta frustrado de la existencia urbana, cero a la izquierda en el escalafón de los tipos deseables. Un buen chico en realidad, retraído, timorato, con intuiciones geniales sobre la vida que va alternando con cagadas monumentales, tan propias de la edad, y tan propias, también, de la incompetencia básica que ya nunca le abandonará. Un retrato, en definitiva, de la vida de cualquier cuarentón de ahora mismo, porque nosotros tampoco nos comíamos una rosca, y también escribíamos nuestra poesía ridícula en los cuadernos del colegio. También anhelábamos entender el mundo hasta que el mundo decidió desentenderse de nosotros. Submarine es un recuerdo de nuestro pasado poco glorioso. Un viaje poco gratificante a nuestra adolescencia aún no superada. Una comedia amarga que te amarga, aún más, la puta noche.





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Dead Man's Shoes

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Molan mucho, hay que confesarlo, las películas de vengadores solitarios, como esta Dead Man's Shoes que un amigote me recomendó en buena hora. La represalia paramilitar de Paddy Considine es como un Kill Bill a la británica, con justiciero de impermeable verde oliva y tomatina de hampones que podría haber servido para completar la cuarta parte de Pusher, la pirotecnia sanguinolenta de Nicolas Winding Refn. No es que a uno le parezcan éticamente aceptables estos pasotes de violencia, pero las películas, como artefactos ilusorios, sirven para sublimar nuestras inclinaciones, para dar salida a los impulsos salvajes que el antropoide interior sigue cocinando en nuestra cueva. Mejor desfogarse aquí, en el sofá, ajusticiando hologramas que son pura mentira, que allá en la calle, entre los paisanos del pueblo, que podrían partirle a uno la cara de un sólo guantazo, con esas manos callosas que tienen de tanto recoger las patatas y las lechugas. 





            Si ayer mismo, a propósito de Compliance, afirmé que todos albergábamos bajo la piel a un estúpido, o a un cobarde, o a un mezquino, tengo que añadir a la lista de seres estupendos un troglodita vengador que siempre camina armado con su cachiporra, dispuesto a restablecer el orden natural de las cosas. Quienes afirman no ser rencorosos sólo practican un tipo diferente de venganza, la pasiva, la no violenta, la que proviene de su desdén absoluto, de su hiriente indiferencia. Los Paulo Coelhos del mundo que predican el amor universal tienen, en realidad, el alma podrida de altanería y vanidad. Son peores que nosotros, diría yo, los australopitecos que nunca les leemos, porque el deseo de venganza es una cosa buena y natural, que arregla no pocos desaguisados, y mantiene a raya las fuerzas del mal. Hay tipejos  del día a día que, o los pones en su sitio, o te hacen la vida imposible. Otra cosa es, por supuesto, que uno, civilizado, habitante occidental del siglo XXI, vaya por ahí soltándole una hostia al primer mentecato que se lo merezca. Uno sabe que la venganza, puesta en marcha, se convierte en una espiral de desagravios que no deja de subir hasta que uno de los combatientes se despeña. Incluso los seres humanos menos evolucionados somos capaces de hacer estos cálculos, de mantener templada la ira que a veces nos sulfura las entrañas. Nosotros, con nuestros defectos, también velamos por un mundo mejor. Nuestra amoralidad no es sinónimo de barbarie.

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