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Los santos inocentes

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Me encuentro incómodo cuando veo una película fuera de mi cueva. Entre que el culo no encuentra su acomodo, que los ruidos son diferentes, que la tele no tiene las mismas dimensiones, me entra como una pequeña desazón hasta que la trama me atrapa o me da por bostezar, y ya noto la relajación en los músculos de la espalda. Son manías que ya no conocerán el remedio de la edad...

    Pero es raro, esta vez, porque la cueva donde he visto Los santos inocentes es la cueva de mi madre, que también fue la mía siendo yo un osezno, y luego lo otro, lo que viene antes de ser un oso completo, con los pelos y las uñacas. Hemos visto Los santos inocentes porque es una película que nos gusta mucho a los dos, y da para comentar cosas, y soltar exclamaciones, y soltar cuatro hijos de puta a algunos personajes que se lo tienen muy bien merecido. En mi casa siempre se creyó mucho en la lucha de clases, porque las clases existen, vaya que si existen, y Los santos inocentes es como la división de clases elevada al cuadrado, o al cubo. En su trama no sólo hay ricos y pobres,  limpios y sucios, sino seres humanos que casi parecen especies distintas, la una altanera y holgazana, la otra afanosa y arrastrada por los suelos.

    Al terminar la película, cuando ya encendíamos las luces del salón, mi madre ha exclamado lo que exclama casi siempre con estas cosas: “¡Qué poco hemos cambiado!”, y yo le he dicho que hombre, mujer, no jodas, que estas humillaciones ya no se ven ni en las dehesas de Extremadura. Porque analfabetos ya casi no quedan, y a los Azarías de la vida ya los envían a colegios como el mío. Lo que sí es cierto -le dije a mi madre- es que la estirpe del señorito Iván no se ha extinguido, ni va a extinguirse en los próximas centurias, me temo. Los de su ralea siguen por ahí, con la misma chulería, con la misma hijaputez, solo que ahora disimulan mejor. Ahora, los findes, se les ve mucho por la tele, porque se  manifiestan en Núñez de Balboa cuando el gobierno social-comunista no les deja ir a sus fincas a pegar perdigonazos, y a matar a las milanas.




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Goya en Burdeos

🌟🌟🌟

Goya en Burdeos no es exactamente una película. Es, más bien, una sucesión de pinturas animadas. Un belén viviente que va cambiando de vestidos y decorados mientras el maestro aragonés, en su exilio, nostálgico y enfermo, recuerda sus andanzas en la Villa y Corte de Madrid. Las pictóricas, sí, y las sexuales, sobre todo.

Siempre que he entrado en el Museo del Prado, sacrificando el tiempo del fútbol o de las compras, acabo deambulando por los pasillos marmóreos sin saber muy bien dónde fijar la mirada. ¿Cuáles, entre la infinitud de los cuadros, españoles y flamencos, florentinos y venecianos, merecen realmente el privilegio de una parada, de una observación, de una reflexión artística nacida de la ignorancia supina? ¿El cuadro de la izquierda, quizá? ¿El de la derecha? ¿El del próximo salón? Imposible saberlo. Uno quiere sacrificar tres o cuatro horas en la excursión pictórica, y ya en el primer envite termina arrepentido, mareado, asqueado de su bárbaro desconocimiento sobre el noble arte del pincel. Es por eso que siempre termino refugiándome en los salones menos transitados de Goya, donde cuelgan los retratos inmortales de la estulticia borbónica, y del atavismo salvaje de la españolidad incorregible. 

Sin ser una película conmovedora, Goya en Burdeos sirve al menos para recordarle a uno que las mentes más preclaras de este país tuvieron, como ahora, que exiliarse a la Europa Civilizada para desarrollar sus labores. En los tiempos de Goya, huyendo de Fernando VII y de sus curas, se nos fueron los pintores, los literatos, los dramaturgos, los políticos liberales... Los afrancesados en general, que soñaron en vano con una España moderna y transpirenaica. Ahora, expulsados por los economistas trajeados, y por los mismos curas de siempre, huyen despavoridos nuestros científicos más eminentes, nuestros empresarios más honrados, nuestros profesionales más cualificados. Ya no son en su mayoría afrancesados, sino alemanizados, o escandinavizados. Los Países de los Rubios son ahora el destino universal de los españoles más capaces. 




        
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