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Competencia oficial

🌟🌟🌟🌟


Dos hombres meando el uno al lado ya son competencia oficial. Un duelo de espadachines. Esgrimistas del pene con la punta redondeada, aunque disimulen la escaramuza o sonrían con cortesía. Dos pollas colindantes invitan a la medición automática de las dos dimensiones. Es tan primigenio como casi inevitable... Yo, por ejemplo, tan pudoroso como nací, no soy de los que miran, pero sí de los que se siente observado. La otra, la tercera dimensión, que es determinar quién mea más lejos, siempre queda truncada por la distancia al urinario, que es fija para todos. Y aun así, de la potencia del chorro, se pueden sacar algunas conclusiones.

Quiero decir que para los hombres todo es campo de batalla. Competencia oficial o soterrada, según el contexto. Lo que vemos en la película es una competencia a cara de perro -o de simio- entre dos actores con un ego descomunal, aunque uno diga no tenerlo y el otro se ría de poseerlo. Da igual: son hombres, y todo es vanidad entre los hombres. Banderas y Martínez compiten por algo simbólico: la fama. El aplauso de la crítica y un lugar en las enciclopedias. Pero si hubieran tenido la misma edad, habrían competido todavía con más ferocidad. A lo simbólico hubieran añadido lo concreto, lo sexual, el entrechoque de cornamentas. El hombre, lo sepa o no lo sepa, lo necesite o no lo necesite, siempre está peleando en ese escenario.

En las piscinas de verano, por ejemplo, los hombres se tantean de reojo la barriga, la musculatura, la prominencia del paquete...  Mientras el ojo de los desparejados -o de los infieles- controla el panorama femenino, el otro ojo establece comparaciones raudas con los posibles rivales. Es el cálculo del mono, que apenas dura una ráfaga de pensamiento. Yo mismo, que me declaro pasota y no beligerante, objetor de conciencia en estas lides, reconozco que a veces me asaltan esas competencias súbitas y estúpidas. Pero yo sé que el culpable es Max, mi antropoide anterior, que se golpea su pecho peludo mientras el mío se aplasta sobre la toalla, en la lectura, o flota en el agua, mientras nado.





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Paulina

🌟🌟🌟

"Son cosas mías", decimos cuando nuestras razones van a sonar ridículas, alejadas del sentido común, y sin embargo las sentimos ciertas y sinceras. Cuando queremos explicarnos pero no sabemos cómo, y en esa disonancia de los argumentos la lengua se enreda, y el lenguaje no alcanza, y preferimos refugiarnos en el misterio antes que ser recriminados por los demás, que nos estudian con la mirada, y no salen de su pasmo.

    Son cosas mías, dice Paulina, la joven que aparca su carrera en la abogacía para irse al norte de la Argentina, a participar en un proyecto pedagógico con jóvenes que viven en la selva, al borde de la civilización. Ningún allegado de Paulina entiende su destierro del mundo, su afán misionero allá en la tierra de Misiones, que parece un juego de palabras, pero no lo es.  Ni su padre, el juez orgulloso, que se tira de los pelos sin consuelo, ni su novio, el chico enamorado, que de pronto no la reconoce y pierde la chispa en la mirada. El espectador, limitado por lo que Santiago Mitre quiere mostrarnos, tampoco tiene a acceso a las motivaciones últimas de Paulina, y sólo puede conjeturar que tal vez tenga la vocación de una monja laica, o el idealismo revolucionario del Che Guevara. O que sólo sea, después de todo, una pija de la capi que quiere ponerse a prueba viviendo entre los pobres, habitando casas prefabricadas y soportando las picaduras de los mosquitos.

Son cosas mías, volverá a repetirse Paulina poco después, cuando un grupo de homínidos la violen al abrigo de la noche, y ella se niegue a denunciar, a delatar, y prefiera vivir su labor misionera como si nada hubiera pasado, conviviendo con sus agresores en el paraíso del perdón y la fraternidad. Son cosas suyas, desde luego, pero nadie las entiende ni dentro ni fuera de la película. Los personajes que la quieren se vuelven locos, y el espectador en su sofá vuelve a moverse en el terreno de la conjetura, del misterio psicológico. ¿Es Paulina una cripto-cristiana que lleva la doctrina del perdón hasta las últimas consecuencias? ¿Una mujer que ha encontrado en la indulgencia -"me han violado, pero no pasa ná"- la paz espiritual que necesita para continuar con su misión? ¿Es el síndrome de Estocolmo, que ha llegado hasta las selvas amazónicas adaptándose al calor y a la humedad? ¿O es, simplemente, el pavor, que la paraliza?



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Relatos salvajes

🌟🌟🌟🌟🌟

La venganza es el tema común que une los seis episodios de Relatos salvajes. La pasión que hermana a estos hombres y mujeres traicionados por los seres queridos, o insultados por los seres ajenos, que deciden prescindir de la justicia para traer de nuevo el equilibrio a la galaxia, como caballeros Jedi muy preocupados por los caminos de la Fuerza.

    La primera venganza de Relatos salvajes se sirve en un plato muy frío, casi helado, tras varios años de permanecer guardada en el congelador. El desquite del tal Pasternak es casi un genocidio, una auténtica barbaridad,  pero en el fondo tiene algo de civilizado, de ser humano con pretensiones. Casi diríamos que tiene estilo, y hasta un poco de arte, y de guasa, como si su autor hubiera decidido pasar a la posteridad legando una venganza como Dios manda, de las del Antiguo Testamento, calculada con una paciencia infinita de años y ejecutada con una pericia de ingeniero. El producto criminal de un auténtico homo sapiens que ha seguido los rectos caminos de la evolución.

    Las otras venganzas, en cambio, tienen algo de mono muy básico que devuelve el golpe, lanzando un coco, o blandiendo un hueso. Son impulsos que surgen casi en el momento, calientes, como volcanes de mal genio que brotan del subsuelo. Son, propiamente, los relatos salvajes de la película, por selváticos, por sabanescos. Lo que viene a decirnos Damián Szifron, el director de la función, es que por debajo del maquillaje, de la capa de cemento y asfalto que cubre nuestra civilización, bulle el magma primario de los animales. Caminamos vestidos, repeinados, muy educaditos gracias a los colegios, pero en el fondo no somos más que un puñado de instintos. Los cinco millones de años que nos separan del macaco nos han ayudado a disimular nuestros impulsos, a contenerlos, a administrarlos. A abrir la espita sólo de vez en cuando, cuando nadie nos ve, o el peligro está bajo control. La civilización no es más que una contención, o un disimulo.



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