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Ex Machina

🌟🌟🌟🌟


Hay tantas lecturas posibles en “Ex Machina” -filosóficas, científicas, sexuales incluso-que no sé ni por dónde empezar. Mi Inteligencia No Artificial (INA) se aturulla ante tal avalancha de asociaciones. 

Lo primero que se me ocurre -por hacer la típica chanza del gilipollas- es argumentar que ese tunante de Oscar Isaac no se dedicaba al diseño de robots, sino a la fabricación de muñecas sexuales muy sofisticadas. Creo que ahora hay unas muñecas japonesas que son la monda lironda, muy reales y excitantes. Lo sé por un amigo que tengo. Pero tampoco quiero denunciar al científico loco. ¿Quién no haría lo mismo en su lugar? Ya puestos a desarrollar inteligencia artificial en lo alto de una montaña, pues mira: le diseñas una carcasa para satisfacer tus expectativas sexuales: las fenotípicas, las posturales, las frecuenciales... 

Todas las expectativas menos la calidez humana -el amor. Y eso es lo que Oscar Isaac, en esta interpretación mía de la película, busca obsesionado: una mujer cibernética con conciencia de estar echando un polvo. Y si no enamorada, si al menos atraída por él. Oscar Isaac es un racionalista científico, pero también sabe que la comunión del cuerpo y del espíritu consigue los orgasmos más inolvidables. ¿Romanticismo? Tampoco jodamos: cuando decimos espíritu queremos decir neuronas espejo y cosas así. 

(Supongo que el Ministerio de Igualdad podría subvencionar un remake en el que una mujer científica, aislada en el desierto de Almería, diseñara unos maromos cibernéticos muy parecidos a Chris Hemsworth con la excusa de estar desarrollando un software muy poderoso. Un pequeño polvo para la mujer y un gran paso para la humanidad). 

“Ex Machina”, por supuesto, tiene otras lecturas menos rijosas y más trascendentales. Y más ahora, que la Inteligencia Artificial ya avanza que es una barbaridad. ¿Hay inteligencia sin conciencia de la propia inteligencia? A mí siempre me ha parecido una pregunta muy prepotente. Muy de ser humano subidito. Muy de creernos la cúspide la Creación. Creer que somos “conscientes” de algo, extramateriales en cierto modo, no deja de ser una presunción de divinidad. Una chulería evolutiva.




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El contador de cartas

🌟🌟🌟


Si supiera contar cartas como Dustin Hoffman en “Rain Man”, o como Oscar Isaac en “El contador de cartas”, yo no estaría aquí, en La Pedanía, escribiendo las cosas de la cinefilia. Estaría de rule por los grandes casinos del mundo, ganando dinero: el suficiente para que no me denunciaran los crupieres y vivir modestamente en una casa junto al mar, cuando llegara la temporada baja y me refugiara junto al amor. No escribiría nada. Si acaso, ya de viejecito, unas memorias que sirvieran de guía para neófitos y de nostalgia para veteranos.

Con mi escaso talento de juntaletras, escribiría el relato de las muchas cosas que viví: los pelotazos y los descalabros, los hotelazos y los hoteluchos. Aquella pelea en Nueva Orleans y aquella noche triunfal en Montevideo. Hablaría de las mujeres que se arrimaron por la pasta y de las que se arrimaron por el corazón. También de las que se arrimaron por ambas cosas a la vez. Pero hablaría, sobre todo, de esa mujer que me esperaría en los inviernos junto al acantilado, indiferente a la cantidad de billetes que trajera en los bolsillos.

Yo sería, como cantaba Joaquín Sabina, un comunista en Las Vegas. Cuando asomara la jeta el segurata, yo gritaría ¡Viva el Che! y saldría camino del aeropuerto montado en mi bicicleta. Sería la hostia, eso... Es, sin duda, una de mis vidas paralelas. La que ahora mismo lleva otro Álvaro Rodríguez en uno de los multiversos. Un yo clónico, con gafas y todo, pero decidido, viajero, con una memoria de elefante y una potra  de sospechoso.

Es por eso que no pude resistir la tentación de ver esta película. Además la dirige Paul Schrader, y eso significa, para bien o para mal, que no vas a quedarte indiferente. Con Schrader, la cosa siempre oscila entre un argumento retorcido y otro más retorcido todavía. Y “El contador de cartas”, aunque empieza como una película de casinos, sin más intríngulis que el juego y el engaño, termina siendo una cosa demencial: un ajuste de cuentas entre dos fulanos torturados. Físicamente, moralmente y diplomáticamente torturados, como diría Chiquito de la Calzada en su número humorístico del Caesars Palace.




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Secretos de un matrimonio

🌟🌟🌟🌟

Los malentendidos en el amor son, casi siempre, una cuestión de vocabulario. Yo te amo, y tú me amas, pero podemos estar hablando de dos amores que no tienen nada que ver. Que pueden ser incompatibles incluso. Destructivos en ocasiones. Materia y antimateria que entran en colisión y generan explosiones de energía.

La cuestión no es amar más o amar menos, sino que hay tantos modos de amar como personas en el mundo. Ocho mil millones de paradigmas. Ocho mil millones de sueños románticos, de aspiraciones sexuales, de ideales de convivencia... El amor es una torre de Babel, una cacofonía, y por eso cuando dos amantes sintonizan la misma frecuencia hablamos del “milagro del amor”. Enamorarse -enamorarse de verdad- es una verdadera excepción a la regla de no entenderse.

Y además está el sexo, escurridizo, que enreda entre los amantes como una serpiente bíblica de la tentación. El personaje de Jonathan dice que es muy fácil confundir el buen sexo con el amor. Y quizá sea eso, después de todo, lo que les pasa a Mira y a Jonathan: que incluso en los peores momentos son incapaces de contenerse, de no desearse con una turbulencia infatigable, y en ese polvo de reconciliación se vuelven a creer enamorados cuando en realidad solo faltan quince minutos para no volver a soportarse. La frontera entre el amor y el sexo siempre ha sido difusa, porosa, terreno de eterna disputa. Puede que ni siquiera exista, y que todo sea el mismo sentimiento que va cambiando de nombre según los contextos. Otra vez una cuestión de vocabulario.

 “Secretos de un matrimonio” es una serie cerrada, sin continuación, pero yo rodaría un spin-off con todos esos amantes que Mira y Jonathan van dejando en el camino mientras deshojan la margarita de su matrimonio. Amantes a los que ellos usan como escapatoria, como justificación, como desahogo. Amantes, algunos, a los que prometen la vida eterna mientras de reojo siguen esperando la llamada en el móvil, el mensaje... El grito desesperado. Mira y Jonathan son dignos de piedad porque se aman a pesar de su boludez, pero al final de la serie empiezan a caerme un poco gordos, la verdad.  



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A propósito de Llewyn Davis

🌟🌟🌟🌟🌟


El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio, fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho, desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar, me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...

Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en “A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie supiera responderme. Así vivo.

A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.



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El año más violento

🌟🌟🌟🌟

Recuerdo que mi madre siempre decía -y lo sigue diciendo, afortunadamente- que no existe ningún rico honrado. Afortunadamente para su longevidad, quiero decir, no para los pobres que los sufrimos.

La recuerdo abriendo la revista Lecturas de nuestra vecina y señalando a todo el mundo hoja por hoja, marqueses y monarcas, políticos y empresarios: “Mira, un ladrón, y otro, y otro más, y una ladrona...”, y así hasta que llegaba al final y cerraba la revista con un gesto de hartazgo, como diciendo que para qué narices la hojeaba, si siempre era lo mismo: hijos de puta, golfos, listillas, gente que pagaba ese ático en Madrid o ese chalet en Miami -con frecuencia las dos cosas a la vez- con el dinero que robaba a sus empleados, o distraía a la hacienda pública. O que había heredado de otros latrocicinos anteriores, ya olvidados por la historia. Prescritos. O que lo ganaba dentro de alguna ley que amparaba el robo sistemático, porque la ley, hijos -nos recordaba siempre- no dirimía lo justo de lo injusto, sino los robos de los ricos de los robos de los pobres. Lo dicho: más razón que una santa. ¿Populismo?: váyase a cagar.

Esto -por supuesto- es más viejo que eso, que el cagar, y basta con saber un poco del mundo para entenderlo y asumirlo. Pero siempre hay un tonto que parece no darse cuenta. Un rico tonto, a veces, como este fulano de “El año más violento”, al que da vida -y qué vida- Oscar Isaac. Este tontolaba se cree que su empresa está barriendo a la competencia porque él es muy listo, y tiene un par de huevos, y los dioses le sonríen. All legal, señor juez. Abel Morales es un buen hombre, un tipo justo, pero no se entera de la misa a la mitad. Su inconsciente quizá sospecha que su empresa no es trigo limpio, pero prefiere, como buen emprendedor, pensar que se lo debe todo a sí mismo, y no a su señora, que le lleva las cuentas, y al amigo, que le oculta el reverso mugriento de los billetes. 

Abel prefiere columpiarse en una versión más cómoda de la realidad; que es, en verdad, lo que hacemos casi todos, salvo los locos lúcidos. Abe lo hace para forrarse, y otros, simplemente, lo hacemos para poder soportarnos.





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Dune

🌟🌟🌟🌟


Dune cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, desértico y bereber. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los Harkonnen y a los Atreides con los chinos y con  los americanos (o viceversa) que se disputan los minerales africanos que ahora mismo mueven nuestro mundo.

Dune también va de un mundo al revés en el que los sometidos tienen ojos azules, y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más y mejor, y obtiene mejores puestos de trabajo. No lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental. Iggy Rubin, el humorista, decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, aristocrático, y no un simple “ojo de grifo” como nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedir un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. Y es la puta verdad, además.

Dune también nos recuerda que hay mucho hijo de puta capaz de subir el precio de los productos básicos aunque la chusma planetaria tenga que comer arena para sobrevivir.  Se me ocurren muchos cabronazos de la vida real para interpretar a los Harkonnen y a los Atreides. Alguno, incluso, de sangre azul.

Dune también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo.

Pero Dune, sobre todo (y nos lo remarcan en el primer fotograma) habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque sea un explotador. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con Ella, a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama, y repta por mis piernas.







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El ascenso de Skywalker

🌟🌟🌟🌟

Ayer, en el cine, mientras se cerraba el círculo de la familia Skywalker, yo sentía que otro círculo, el de la familia Rodríguez, mucho más modesta y de andar por casa, también se cerraba cuarenta y dos años después de haber sido trazado. En las navidades de 1977, cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias en León y nadie sabía cuál era el camino más corto para llegar hasta Tatooine, yo fui al cine con mi padre para subirme en una nave estelar y ya no regresar del todo a este mundo que en realidad nunca he entendido ni asimilado, medio soñador y medio bobo como soy, siempre desatento y asustadizo.



    En estas cuatro décadas que han transcurrido casi en un pestañeo -como en uno de esos saltos al hiperespacio del Halcón Milenario-, mientras los Skywalker crecían, se reproducían y luchaban a brazo partido para no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza, yo, Álvaro Rodríguez, en el Sistema Solar, en su único planeta habitable, estudiaba mis asignaturas, aprobaba mis oposiciones y me hacía un hombre de provecho en este retiro laboral del Noroeste. Mientras los Sith preparaban su venganza y los Jedi se extinguían por mortal aburrimiento, yo escribía un libro infumable, tenía un hijo maravilloso y plantaba miles de pinos en terreno de loza muy poco propicio para la foresta. Mientras Han y Chewie -mi adorado Chewie- seguían contrabandeando sus mercancías por los planetas de mala muerte, yo descubría el amor, el sexo, el dolor insufrible del desamor… Y el amor nuevamente. Perdía trozos de mi cuerpo en operaciones de poca monta y jirones del alma en encontronazos de poca sustancia..



    En estos cuarenta y dos años he celebrado seis Copas de Europa, he leído cientos de libros y he visto miles de películas. Y entre ellas, todas las películas de la saga Star Wars: las buenas y las malas, las clásicas y las modernas, pero nunca, hasta hoy, había visto una en el cine junto a mi hijo. Cuando él era niño las vimos todas en casa, varias veces, hasta la memorización friki del diálogo. Hasta el empacho casi enfermizo de los mundos imaginados. Yo, el caballero Jedi, y él, mi inteligente Padawan... Las últimas películas nos pillaron viviendo en ciudades distintas, con compromisos distintos, novias y amigos, soledades y mierdas, y sólo ayer, en un regalo espacio-temporal que la Fuerza nos otorgó, pudimos cerrar el círculo algo ovalado de nuestra familia: padre e hijo que se reúnen no para gobernar juntos la Galaxia, como los Skywalker, o los Palpatine, que ya quisiéramos nosotros, nos ha jodido, sino para seguir con esta tradición navideña que cada cuarenta años reúne a un señor mayor con su hijo para comerse unas palomitas, escuchar la fanfarria inicial de John Williams y empezar a leer las palabras amarillas que se deslizan en la negrura…



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Triple frontera

🌟🌟🌟

La mezcla de testosterona y adrenalina en sangre debe de ser irresistible para los soldados que una vez sirvieron en el ejército americano. O eso es, al menos, lo que se empeñan en contarnos en las películas, porque en ellas los licenciados que no han sucumbido al estrés postraumático, o que no han perdido una pierna en las largas Guerras Americanas, se apuntan a cualquier plan que les proponga un excompañero si la cosa va de retomar el subfusil y cargarse a unos malotes que acumulan fajos de billetes en la mansión o en la jaima.  El Equipo A, por muy deleznable e insostenible que nos parezca ahora, creó todo un subgénero en la ficción americana.



    Tras dejar el ejército, o ser dejados por él, estos ex marines vagan por la vida civil alcohólicos o fumados, divorciados y mal follados, pendencieros y desaseados, ganando cuatro dólares en trabajos infectos que deberían hacer los pinches de los mexicanos, maldiciendo entre dientes al gobierno, a los liberales, a los mariconazos de Washington que una vez los enviaron al desierto de Atomarporelculistán, y que ahora no les pagan una pensión digna para seguir trasegando la cerveza y cumplir con la manutención de los hijos. Es un personaje arquetípico, de manual de cinéfilo, que en Triple Frontera se reproduce hasta cuatro veces, pues cuatro son, como los evangelistas del M-16, los ex combatientes que siguen al tal Santiago García, alías “Pope”, en su misión suicida de asaltar la fortaleza narcotraficante en un país sudamericano que nunca se nombra. A Pope, la verdad sea dicha, le tiran más las dos tetas de Yvonne, que es una hermosa infiltrada en la casa del narco, que las cien carretas de dinero que les ha prometido a sus compinches, de tal modo que él todo lo ve factible, realizable, cuestión de echarle un par de huevos y de poner un poco de disciplina, excitado por el sexo presentido, y sólo al llegar allí, al fregado del combate, estos samuráis sin coleta se darán cuenta de que la cosa es mucho más peliaguda de lo que parecía, la madre que lo parió, al Pope de los cojones…


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Van Gogh, a las puertas de la eternidad

🌟🌟🌟

Sostiene Geoffrey Miller, el psicólogo evolucionista, que cualquier demostración de talento artístico es, en el fondo, aunque el propio artista no lo pretenda, un reclamo sexual emitido para distinguirse. Una exhibición de la inteligencia, o de la creatividad. Según Miller, pintar cuadros o escribir novelas vendría a ser lo mismo que el piar del petirrojo, o que el golpear en el pecho del gorila, que retumba por la selva. La única diferencia es que con el paso de los milenios, y con las complicaciones que nos ha traído el neocórtex, nuestra selección sexual se ha vuelto más enrevesada y sutil. Pero nada más. La sustancia del asunto viene a ser la misma.  En algún momento de nuestra historia en las cavernas, una hembra prefirió acostarse con el tipo que pintaba los bisontes antes que hacerlo con el mastuerzo que los traía para comer, y de ahí, de ese hecho insólito que primó el arte por encima de la subsistencia, surgió una estirpe genética donde follaba más el poeta que el bruto, el juglar que el atleta, el pintor de salud maltrecha que el cejijunto que se sacaba la minga y provocaba la admiración entre la tribu. Los feos y los bajitos, los pirados y los enfermizos, que estaban condenadas a extinguirse con el paso de las generaciones, descubrieron una estrategia con la que echar raíces y prosperar, y se dieron al pincel y a la rima como otros se daban a la hostia limpia o a la precisión con las lanzas.




    Es por eso, deduzco yo, que  Vincent van Gogh afirmaba estar a las puertas de la eternidad cuando le preguntaban por su pintura, a pesar de que no vendía ni un solo cuadro, ni siquiera con la ayuda de su hermano Theo, el marchante de arte. La gente debía de tomarlo por loco, o por más loco aún de lo que estaba. Pero Vincent seguramente sabía lo que decía. O, al menos, intuía estos argumentos que un siglo más tarde escribió Geoffrey Miller, en su despacho de la universidad. "No sé si mi arte perdurará, pero he aquí mis destrezas, y mis talentos, por si alguna dama quiere tomar mis genes en consideración. Sería una pena, echarlos a perder, para cuando yo ya no esté. Ellos, mis genes pintores, son mi pasaporte hacia la inmortalidad".

   Al final no tuvo suerte...



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Operation Finale

🌟🌟🌟

Dicen que mi abuela, en el año 64, en la televisión del vecino rico, cuando vio saltar a los futbolistas soviéticos al césped del Santiago Bernabéu para jugar la final de la Eurocopa, exclamó, sorprendida: “¡Pero estos hombres... no tienen rabo ni cuernos!” Ella, aunque nacida en una meseta esteparia, no había visto un ruso en su vida, y los imaginaba como de otra raza, amoral y perversa, con apéndices de Belcebú y llamaradas saliendo por el cogote, como los describía en la radio la propaganda oficial.

    Tres años antes, en Jerusalén, los asistentes al juicio de Adolf Eichmann debieron de pensar algo parecido a lo de mi abuela, cuando apareció aquel tipo bajito custodiado por los guardias. “¿Y este es el nazi peligrosísimo que el Mossad fue a buscar a Buenos Aires en una odisea casi propia de James Bond...?” Cuando vieron a aquel hombre calvorota, apocado, con gafas de lente gruesa, tan poco ario y tan poco feroz, que encima hablaba con parsimonia, sin rencor, explicando su papel en la guerra como si estuviera declarando ante un tribunal de oposiciones, los israelíes debieron de sufrir una disonancia cognitiva que tal vez les perturbó en las primeras sesiones, pero que rápidamente apartaron de sus mentes. Aquel hijo de puta podía disimular todo lo que quisiera pero en realidad era un monstruo sanguinario que había gestionado los asuntos más escabrosos del Holocausto con una eficacia prusiana que helaba la sangre de cualquiera.

    Pero Hannah Arendt, que estaba allí presente como reportera para la revista The New Yorker, prefirió ahondar en la disonancia. Y poco después del proceso, en el libro que la hizo famosa, formuló el principio de la banalidad del mal que tanto ha dado que hablar en los simposios de las universidades. Eichmann no era un monstruo, ni un psicópata, ni un renglón torcido de Dios... Eichmann ni siquiera odiaba a los judíos. Él sólo era un funcionario que obedecía órdenes, sumiso y cumplidor. Los jerarcas nazis sí eran una pandilla de sociópatas chalados, pero Eichmann, para frustración del periodismo sensacionalista, sólo era un chupatintas intachable que coordinó el tráfico de los trenes de la muerte. 

    A Hannah Arendt, por supuesto, le cayeron palos por todos los lados, como si estuviera relativizando de algún modo las atrocidades cometidas por Eichmann. Mientras tanto, en la Universidad de Yale, Stanley Milgram demostraba en su histórico experimento que todos llevamos a un Adolf Eichmann en nuestro interior...




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Suburbicon

🌟🌟🌟

Después de ganar la II Guerra Mundial, el sueño americano de comprar una casa se fue pareciendo cada vez más al sueño colectivista que imaginaron los comunistas rusos o los nazis alemanes. Con la economía a todo trapo y las ayudas del gobierno puestas en marcha, los currantes americanos se compraron una casa en las afueras y un coche utilitario para ir y volver al trabajo o al centro comercial. Se instalaron en los suburbios para vivir en comunidades uniformes y bien avenidas. Todas las casas eran parecidas, y todos los céspedes tenían la misma extensión. La propaganda nazi que mostraba a rubísimos arios con su casa unifamiliar, su huerta propia y su Volkswagen aparcado en la puerta, no era muy diferente de los anuncios que poco después vendían casas en los parajes de Pensilvania o de Oklahoma. Los macartistas sospechaban con razón que todo aquello olía a europeísmo solapado. Quizá fue la única vez que acertaron en su diagnóstico. 


    Suburbicon empieza siendo un sueño inmobiliario y termina siendo una pesadilla asesina. Un guión de los hermanos Coen con aires muy coenianos, muy bestias, donde los seres humanos terminan sucumbiendo a sus pasiones sexuales y a sus pequeñas mezquindades. Lo habitual en los personajes que tienen la mala fortuna de pasar por sus películas. Bajo la urbanización intachable de Suburbicon discurren las cloacas por donde se evacúa la mierda. Y en paralelo, en un conducto muy fino camuflado entre las tuberías, discurre el deseo sexual que proviene de lo más profundo de la naturaleza, y que se cuela en algunas viviendas por la rejilla del aire acondicionado, como un gas de lujuria que viene a joder la pacífica armonía. 

Los vecinos de Suburbicon se ayudan, se regalan tartas, se cuidan los hijos los unos a los otros, como en kibutz israelí también de ideología colectivista, pero no pueden contener el deseo por otros maridos, o por otras mujeres. Es la carcoma que jode cualquier convivencia entre los seres humanos desde que el Neolítico nos arrejuntó para labrar la tierra y defenderla del invasor. Eso, y la envidia por las propiedades del vecino, que en Suburbicon no se produce debido a la monotonía inmobiliaria del paisaje.



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Los últimos Jedi

🌟🌟🌟

Los últimos Jedi es una gran sandez. Y que me perdonen mis hermanos de la iglesia.... El universo de Star Wars tanmbién es mi infancia, mi nostalgia, mi felicidad pura de espectador acrítico y embobado. Antes de que me suplantara un adolescente con ínfulas de opinador, un cultureta con aires de intelectual -antes, incluso, de que llegaran estas gafas a dibujarme un rostro que en verdad no me pertenece- existió un niño que se sentaba en las plateas y se teletransportaba a la galaxia muy lejana con los pelicos erizados de la emoción, y la boca abierta del pasmo interestelar. 

Star Wars sigue siendo mi pequeña patria, mi otro universo, mi recreo escolar. Mi ritual de cada año, o de cada dos años, según como administren el cuentagotas los dueños del tinglado. Condenado por la neurosis y por la pereza, apoltronado en el sofá de prevejestorio achacoso, ya sólo piso los cines para volver a ser un niño feliz, enajenado, viajero del tiempo y del espacio, gilipollas perdido y a mucha honra además.


   Termin la película y yo vuelvo a mi vida de mayor. Pero el niño se queda allí, en la butaca, esperando la próxima entraga o el próximo spin-off , y es el adulto quien se sienta ante este teclado para emitir su opinión. Y lo cierto es -para qué engañarnos- que nunca fue una gran noticia que Disney comprara la sagrada franquicia. Todo se ha simplificado, infantilizado, banalizado... Diluido. Cualquier día de estos un X- Wing aterrizará en la selva donde Baloo y Mowgli sobreviven comiendo los plátanos. El rey Louie y su corte de macacos serán los próximos encargados de destrozar los AT-T tambaleantes.  Se suceden las pantallas de videojuego donde hay que derribar la nave, matar al malo, salir pitando, pilotar un cascajo, enfrentarse a duelo, armar un motín, destruir un caza, encontrar la isla desierta..., y poco importan las transiciones o las explicaciones. Todo sucede porque sí, porque mola, o porque ya toca, o porque los targets comerciales así lo demandan. Lo más triste de todo es que a los veteranos de las Guerras Clon nos regalan dos guiños y dos nostalgias de las viejas películas y salimos del cine tan contentos, prestos a volver. Somos así de poco exigentes, o de mucho románticos. 



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Show me a hero

🌟🌟🌟🌟

El héroe de Show me a hero es el alcalde de Yonkers en los años ochenta, Nick Wasicsko. Era el regidor más joven de los Estados Unidos, casi un pipiolo de la política, y tuvo que acatar el mandato federal de construir viviendas sociales para negros en barrios residenciales de gente blanca. ¿Resultado? Wasicsko perdió el apoyo y el respeto de sus propios vecinos, que lo insultaban y lo escupían, y lo zarandeaban en el coche. Masas vociferantes de white people que temían la depreciación de sus viviendas, que se imaginaban un infierno vecinal de drogadictos en las aceras, robos en las madrugadas y loros con el chunda-chunda puesto a toda potencia.

           Mientras otros concejales de Yonkers -unos por miedo y otros por populismo- se declaraban en rebeldía contra el gobierno federal, Wasicsko tuvo que apechugar con su juramento constitucional, y con sus propias convicciones de demócrata ilustrado. Aunque el apellido es de origen polaco, el actor que lo encarna es Oscar Isaac, un tipo muy solvente que sin embargo nació en Guatemala, y que tiene un aspecto guatemalteco que no desmiente su documento de identidad. Yo pensaba, mientras veía los seis episodios de la serie, que el error de casting era morrocotudo, impropio de David Simon y de su equipo de linces, pero luego, en el capítulo final, que se cierra con imágenes de archivo, uno descubre que en realidad se han quedado cortos con la caracterización, pues el Wasicsko verdadero parece un jinete del ejército de Pancho Villa, con su bigotón y su pelazo moreno.


          Aun así, el look de Oscar Isaac es sin duda lo más discutible de Show me a hero. Yo, al menos, no puedo empatizar con Nick Wasicsko porque se parece demasiado a José María Aznar. Nadie más lejano a mi concepto de héroe político, de hombre bueno y honrado. Cada vez que Oscar Isaac aparece en pantalla, no puedo reprimir una punzada en el estómago, como de miedo o de asco, como si volvieran los tiempos de la conquista de Perejil y de la manipulación del telediario. Wasicsko habla con los jueces, con los concejales, con los vecinos indignados, pero uno, en su alucinación auditiva, cree escuchar "váyase señor González", y "España va bien", y "estamos trabajando en ellooooo". Sólo son unas décimas de segundo, hasta que uno se reencuentra con la ficción, pero Wasicsko sale tantas veces que al final los nervios quedan deshechos, y la taquicardia amenazando. 

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