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Tierra firme

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Ahora que las mujeres se enfrentan a las arañas y pueden abrir tarros de conservas sin nuestra ayuda, los hombres nos hemos quedado en meros surtidores de semen. Mangueras en una gasolinera. Robustos, y serviciales, a pie firme en el camino, pero nada más. Las mujeres ya sólo nos necesitan para ser madres. Y dentro de poco ni eso. En ese futuro sin pollas de la inseminación artificial, las mujeres se amarán entre ellas sin tanto miedo, y sin tanta brutalidad. Lo harán más bellamente, con caricias de cuento de hadas, con paciencias de monjas de Katmandú, y nosotros nos mataremos a pajas en penitencia por nuestra fealdad, y por el daño cometido.

    Tanto músculo, tanta egolatría, tanta poesía en los folios y tanto sudor en los gimnasios, y al final  hemos olvidado que no somos más que un émbolo que bombea espermatozoides. Los hombres somos excrecencias del pasado evolutivo. El desarrollo tecnológico nos condenará a la irrelevancia biológica, y seremos como el apéndice del intestino, o como la muela del juicio. La inseminación artificial -y la jeringuilla de Tierra firme es un ejemplo tragicómico de ello- es el fin de la humanidad tal como la conocemos. La jeringuilla es un invento tan decisivo que parece inspirado por el monolito de Stanley Kubrick. Un salto cualitativo que alumbra el nuevo orden de la especie. A corto plazo, sólo los sementales de ADN muy cualificado pintarán algo en el ecosistema. Pero a medio plazo ni siquiera ellos sobrevivirán al ERE evolutivo, cuando se invente el ADN sintético que volverá a todos los retoños listísimos y de ojos azules. Los hombres nos extinguiremos en unas cuantas generaciones, y dejaremos a nuestra espalda un reguero de mierda y destrucción. Y billones de pajas que serán como billones de lamentos. 

    Cinco millones de años más tarde, de la rama del homo sapiens brotará una nueva especie compuesta sólo por mujeres, que mejorará la Tierra y la hará más habitable y bondadosa. Se amarán con pasión, se odiarán con generosidad, y cuando sientan el prurito de perpetuarse, se inseminarán camino del trabajo o de la panadería. El amor será otra cosa y tendrá otra función. Habrá hombres mendigando por las calles, a la puerta de los supermercados y de las iglesias, pidiendo sexo como ahora se pide dinero o un bocadillo para comer. Hasta que desaparezcamos de la faz de la Tierra seremos una molestia cotidiana, insoslayable, de las que se olvidan en cinco segundos.





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Proyecto Lázaro


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Según el evangelio de San Juan, Lázaro de Betania llevaba cuatro días muerto cuando Jesús se plantó ante su sepulcro y dijo aquello de "Levántate y anda". Como no soy dado a las series de criminólogos, desconozco el estado de putrefacción que puede alcanzar un cuerpo humano en esa etapa del más allá. Pero supongo -y más en Judea, con el calor del desierto, y las tumbas mal selladas- que Lázaro no andaría para muchos trotes cuando emergió de la oscuridad. Como milagro, su vuelta a la vida es un suceso incomparable, pero no sé hasta qué punto fue un acto caritativo de Jesús. 

    La película de Mateo Gil se titula Proyecto Lázaro no por casualidad. Marc Jarvis es un joven publicista que gana una pasta gansa y vive en una casa de ensueño junto al mar. Las titis del negocio se lo rifan para decorar sus camas solitarias... Todo es fiesta y sonrisa hasta que un cáncer de garganta, prematuro y demoledor, le condena a morir en el exiguo plazo de un año. Como en su caso hay mucho dinero, y mucha fe en la ciencia del futuro, Marc decide criogenizarse antes de que el cáncer se expanda por su cuerpo. Confía en que algún día, cuando llegue la resurrección de la carne anunciada en los evangelios, vuelva a ser el mismo Marc Jarvis de siempre, atlético y lozano, aunque el mundo donde creció se haya perdido en los sumideros del tiempo.

    Pero las ciencias de la resurrección, ay, aunque adelantan una barbaridad, todavía no están para muchas aventuras en el año 2084, que es cuando la empresa de congelados decide concederle una segunda oportunidad. Prodigy Health Corporation es una institución muy aparente, muy futurista, con mucho cristal y mucho suelo blanco. Mucho ordenador embutido en pantallas de cuarzo que relucen. Pero en realidad es una industria algo torpe, novata en este arte de devolver muertos a la vida. Sesenta años en una cuba de nitrógeno líquido, al parecer, no te garantizan estar mucho mejor que Lázaro tras sus cuatro días en el sepulcro, así que al criogenizado hay que ponerle casi de todo, desde músculos a tendones, desde órganos hasta cordones umbilicales que lo atan a una máquina. Una gran chapuza, en realidad, que Marc Jarvis soporta al principio con aire flemático, pues más vale estar así, remendado y dolorido, que no diluido en la negrura espesa del no existir.  





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