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Súper empollonas

🌟🌟🌟

Viendo Súper empollonas he recordado al hermano Suárez, que nos daba matemáticas en 2º de BUP. Suárez era un profesor exigente, irascible, que nos traía por la calle de la amargura. Recuerdo que nos llamaba de todo, menos bonitos, cuando salíamos a la pizarra y la pifiábamos en una trigonometría evidente, en una derivada que se caía de tonta. Hasta los más súper empollones -y yo era uno de ellos, lo confieso- cometíamos errores fatídicos subidos a la tarima, porque el hermano nos intimidaba, nos hacía trastabillar con vallas para enanos. Mientras resolvíamos el álgebra enrevesada, él nos miraba fijamente, desde su silla de profesor, como si escrutara con rayos X nuestros cerebelos, y cuando ya estábamos empolvados de tiza hasta las cejas -como cocainómanos del saber matemático-, en el último aliento poníamos un menos donde iba el más, o un seno donde iba el coseno, y él saltaba de la silla como si lo hubiera visto venir unas décimas de segundo antes, un precog de la cagada científica, de la imprecisión imperdonable, como aquellos videntes de Minority Report que preveían los delitos antes de que se cometieran.



    Las matemáticas eran lo mío: la frialdad del dato, y la exactitud del cálculo. La belleza de una demostración que no admitían discusión posible. Pero aquel hombre me desquiciaba, me convertía en pulpa de alumno paralizado y exprimido. Llegué a odiarle, se aparecía en mis pesadillas, pensé en hacerme una diana con su caricatura... Pero el último día de curso, ya con toda la materia examinada, el hermano Suárez nos condujo con mucho misterio a la sala de audiovisuales, puso un disco que no pudimos identificar por la carátula, y de pronto, como teletransportados a otra realidad , empezó a sonar el “Johnny Be Goode” de Chuck Berry. Nos quedamos cotangentes, claro, reducidos al mínimo común expresivo, con la boca abierta como gilipollas. El hermano Suárez estaba aprovechando su último día con nosotros para explicarnos que era un aficionado al rock and roll clásico, el de Elvis Presley y compañía, y que ésa era su banda sonora cuando se recluía en su habitación, y nos corregía los exámenes garrafales y lamentables. El tipo se estaba… abriendo en canal. Nos estaba diciendo -sin decirlo, sólo poniendo una canción tras otra, y comentándola con entusiasmo- que él no era un diablo venido del Averno donde los maristas se replicaban asexualmente, sino solo un profesor muy puntilloso, que se limitaba a hacer su trabajo, y que nos preparaba para las exigencias mucho más jodidas que nos aguardaban en la Universidad, o en la selva de los trabajos.

    La moraleja es la misma que se extrae de la película: nadie conoce a nadie en realidad. Y menos en un instituto, donde las hormonas, la tontería, y la masturbación cotidiana le vuelven a uno ciego, y bastante gilipollas, por muy súper empollón que se sea. En eso, metafóricamente, los curas tenían un poco de razón.




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Richard Jewell


🌟🌟🌟

No. No fue Richard Jewell quien puso la bomba en el Parque del Centenario, en Atlanta, cuando se celebraban los Juegos Olímpicos del lugar. Lo cuentan al principio de la película -que, por cierto, es otra muy recomendable de Clint Eastwood, como si estuviera tomando Viagra para cineastas-  así que no estoy haciendo ningún spoiler, ni estoy sujeto a demanda penal de los cinéfilos enclaustrados en su salón. Pero jolín, qué pintaza tenía, de sospechoso, el tal Richard Jewell... En eso estoy con los agentes del FBI, que después de entregarle el papel de “El Gobierno de los Estados Unidos ya no le considera sujeto a investigación…”, todavía se le quedaron mirando, con cara de mala hostia, llevándose los dedos índice y corazón a los ojos en plan macarra, poligonero, susurrando entre dientes “Aún sé dónde vives, motherfucker, ándate con cuidado y tal…”.



    Richard Jewell, por lo que cuentan en la película, era un hombre incapaz de matar una mosca, más bien algo mermado, inocentón, siempre viviendo entre las faldas de mamá, pero muy capaz de salir a cazar venados con una fusilería que ya quisieran para sí muchas comandancias de la Guardia Civil, en nuestro terruño desabastecido. Amante de las armas, caucásico de la White Trash, y soñador de heroísmos mediáticos desde su juventud, cuando el FBI -en típica escena de los americanos de “Hola, soy el sheriff del Condado y ésta es mi jurisdicción”, “Pues yo soy el jefe del Distrito y ya se puede ir largando usted”, “¡Pues quieto todo el mundo, a callarse todos, esto es un delito federal…!”- cuando el FBI, decía, toma las riendas de la investigación y pasan los días sin encontrar una pista fiable, deciden que la cabeza de turco más plausible para aplacar los miedos de la población será el mismo tipo que al principio todos tomaron por un héroe, porque Richard, sin faltar a la verdad, aseguraba haber sido el primero en descubrir la mochila explosiva, y haber despejado la zona para evitar un número mayor de víctimas.

    ¿Quién rompió el cristal?: pues el mismo que luego vino arreglarlo, como en El chico, la película de Chaplin. Una ilógica aplastante. Perversa, pero con antecedentes en el mundo criminal. Los americanos mismos, en su corta pero intensa historia, han puesto muchas bombas por la geografía para luego personarse como los artificieros del asunto, con los marines… No era el caso del pobre Richard Jewell.



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Her

🌟🌟🌟🌟

Los colaboradores de Spike Jonze exponen sus propias ideas sobre el amor en uno de los extras que aparecen en la edición en Blu-ray. Uno de ellos, quizá el más inteligente, o el más sincero, afirma que el amor es un concepto tan escurridizo que se enreda en la lengua al tratar de describirlo. Que tiene su origen en las entrañas, y que lo que ahí sucede es tan primordial, tan instintivo, que el lenguaje, que es un atributo propio de seres evolucionados, no acierta a traducirlo en palabras. Un perrete, con sus ladridos, sería capaz de comunicar mucho mejor su sentimiento.

    Este hombre no acierta a definir muy bien lo que es el amor -como casi todos- pero sí tiene muy claro que su sentimiento contrario, su reverso negativo, es el miedo. Y es entonces, después de haber visto la película, y de haber meditado mucho sobre su moraleja, cuando comprendo que Her no es una película sobre gente que se enamora y se desenamora, sino una película sobrel el miedo a la soledad. Porque Theodore, cuando le conocemos, está solo en su apartamento, y eso es lo que genera su parálisis y su miedo. Theodore ya ha superado la ruptura del amor, que duele como el chasquido de un hueso, o como el retortijón de un intestino. Pero ahora está enfrentando la peor fase de su enfermedad: la soledad, que es un sumidero abierto en las entrañas por el que se va la vida y la ilusión. La autoestima y las ganas de perseverar. 

    La soledad no duele: aunque muerde y desgarra, horada y destroza, actúa sobre un cuerpo que ya está insensible y abandonado. Un organismo que funciona con el piloto automático del instinto, esperando quizá un milagro, una aparición, al otro lado del largo desierto que empieza a atravesarse.

    Tan solitario y triste anda Theodore con su mal, que se aferrará a la compañía de un sistema operativo para no caer definitivamente en la desesperación. No hay tal historia de amor entre Theodore y Samantha: sólo la ilusión de no estar solo en ese apartamento con vistas a la ciudad. Mejor perder la chaveta que soportar una noche más sin conversación, un desayuno más sin buenos días, un regreso a casa sin nadie esperando en el sofá.



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In time

🌟🌟🌟🌟

En el futuro biotecnológico que plantea In time, ya no es el dinero, sino el tiempo de vida -que la gente contabiliza con un cronómetro insertado en el brazo-, lo que desencadena la avaricia y la aparición de nuevas clases sociales. Cuando el contador llega a cero sobreviene la muerte instantánea, mientras se duerme, o mientras se pasea en mitad de la calle. Más allá de los veinticinco años de edad, que es la longevidad máxima determinada por los genes, todo es tiempo extra que hay que ganarse minuto a minuto, segundo a segundo, en un mundo depravado donde el dinero ya no existe, y todo se paga en tiempo. 
En los barrios protegidos por guardias de seguridad, los millonarios del tiempo dejan transcurrir plácidamente los días, pagando siglos por sus cochazos, o decenios por la compañía de sus prostitutas. Unos kilómetros más allá, en los suburbios de la chusma, la gente muere luchando contra unos precios abusivos del agua, y del pan, que les van robando la vida hasta caerse, literalmente, muertos.

Es un recurso muy inteligente éste que utiliza Andrew Niccol para criticar el capitalismo delictivo de nuestros días. O el capitalismo, directamente, sin el delictivo o el salvaje como epítetos que son más bien pleonasmos. Ningún capitalista hubiera financiado la película, ni la hubiera distribuido posteriormente por el ancho mundo, si el dinero, como en nuestra vida real del siglo XXI, hubiese sido el motor de la avaricia en In time. Demasiado obvio. Demasiado comunista. Las banderas rojas ya sólo están permitidas en los linieres del fútbol, y a cuadritos, junto a otro color, a ser posible el gualda, en patriótica combinación. Con está fábula futurista, Niccol se convierte en un hermano pequeño de Michael Moore, pero más delgado, sin gorrita de béisbol, que habla sobre la lucha de clases aprovechando un producto palomitero, con muchos tiroteos y muchas persecuciones. 

Y con una mujer, Amanda Seyfried, que te mira directamente a los ojos y ya no eres marxista ni revolucionario ni nada de nada, sino un simple pelele enamorado, entregado al sueño pueblerino de su amor imposible.





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