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Fargo. Temporada 5

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Supongo que es el signo de los tiempos y que habrá que ir acostumbrándose. A este chaparrón, a esta retórica, a este maniqueísmo tontorrón. Como espectadores de la fraternidad universitaria X&Y, toca taparse con la manta y esperar que venga otra ola sociológica a rescatarnos. Vivimos el retorno del péndulo, el ahora os vais a enterar... 

“Durante años, en las pantallas, nos habéis tratado como amas de casa inservibles para la vida o como putones verbeneros que causaban estragos en los matrimonios. Así que ahora os toca a vosotros sufrir el estereotipo de machorros violentos o de imbéciles con dos cerebros escindidos. Caricatura por caricatura”. Creo que lo escribió Barbijaputa o alguna columnista que la imitaba.

Da igual que sean chorradas como “Barbie” o maravillas como “Fargo”: los personajes masculinos ya solo pueden ser psicópatas o tontos del culo. Casi siempre las dos cosas a la vez. Y lo digo -casi- sin acritud, como aquel traidor al proletariado. Porque a mí, como espectador, me da igual que nos pongan a escurrir mientras el producto sea bueno y esté bien escrito y dialogado. Y la quinta temporada de “Fargo” es en eso cojonuda y quintaesencial: el retorno soñado a los orígenes de la nieve. Todo es impecable salvo ese diálogo conyugal escrito por Irene e Ione en el episodio 6, que da un poco de vergüenza ajena.

(En el "written by" figuraban como Renei Romento y Onei Larrabe, pero hasta yo, que soy hombre, sé resolver anagramas si no resultan muy complejos).

En realidad no ha cambiado nada desde la película original. Allí todos los personajes ya eran gilipollas o malvados salvo la policía que encarnaba Frances McDormand. Incluso su marido, tan buenazo, tenía un algo borderline que delataba su parentesco con las gentes más merluzas de Minnesota. Pero todo tenía gracia, era sutil, no es como ahora... Los hombres sabemos de sobra cómo se comportan nuestros congéneres cuando hay algo en juego: mujeres, o dinero, o prestigio. No voy, desde luego, a defendernos. El panorama es desolador. Pero lo de ahora, en las ficciones, es, no sé... más burdo, más esquemático. Yo me entiendo. 




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Fargo. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Al final todo el mundo se muere. Es impepinable. Fargo, en eso, es un reflejo de la vida. Lo que pasa es que en Fargo, en cualquier temporada, todo el mundo se muere antes de tiempo, barrido por un huracán de violencia. Llega un estúpido, o un psicópata, o simplemente se conocen dos personas que no deberían conocerse, y todo el ecosistema se desequilibra, se derrumba, y termina por extinguirse hasta el Tato, depredadores y depredados, hasta que sólo quedan las señoras que miraban por los visillos.

    En el mejor episodio de la cuarta temporada, un tornado de las planicies de Norteamérica se lleva al pistolero malo y al pistolero bondadoso, los dos juntos en el azar de una ventolera. En otras temporadas de Fargo, era un OVNI el que interrumpía la acción para impartir justicia en forma de suerte, como un crupier supertecnológico de Las Vegas. Parece una gran gilipollez, pero no lo es. El tornado y el OVNI son metáforas de la potra, de la casualidad, de la flor en el culo, perfumada o venenosa.  En eso Fargo también es como la vida: el mérito no pinta gran cosa, y la moral muchísimo menos. El 99 por ciento del éxito consiste en estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con la jeta que se requería. Lo mismo para el amor que para el trabajo. También vale para llevarte el último iPod que quedaba en  la tienda.

    La cuarta temporada de Fargo decidió alejarse geográficamente de Fargo, a ver qué pasaba, fuera del calorcillo del hogar, y ha salido una trama pues eso, un poco gélida, un poco desabrida. Esta vez, el espectador medio, el que decía David Simon que se jodiera si no tenía paciencia para esperar un desarrollo, ha tenido que disfrazarse del santo Job, a ver a dónde iba tanto personaje principal y secundario. Tanto tipo guadianesco también. Los dos últimos episodios lo han dejado todo atado y bien atado, como no podía ser menos, en ese generalísimo de las series que es Noah Hawley. En el remate del último episodio ha tendido incluso un puente con la segunda temporada... Hubo gente en internet que lo vio venir. Yo nunca me cosco de esas cosas.




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Fargo. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

La realidad supera la ficción. Siempre. Incluso las ficciones de Fargo palidecen en la comparación, aunque a veces, descolocados con sus ocurrencias, pensemos que el telediario posterior nos va a devolver a una realidad predecible, de andar por casa. Y luego, de pronto, aparece un platillo volante en las breakings news, o algo parecido…

    Hay capítulos de mi vida -y ya ves tú, qué vida la mía, de anonimato absoluto en el Noroeste- que los trasladas a la pantalla y parecen sacados de una mente calenturienta y retorcida, de guionista malo, o de guionista genial, que son los que suelen salirse de las carreteras generales. Qué decir, entonces, de la gente interesante que uno conoce, con vidas pintorescas, y aventureras, que te las cuentan frente a una cerveza en la terraza y te quedas alelado, muerto de envidia, o reconfortado de ser tú, mientras piensas que Noah Hawley encontraría materia para añadirle unos matones, y unos paisajes nevados, y montar un Fargo a la ibérica en los parajes de Soria o de Teruel, que serían casi como los de Minnesota, con la Guardia Civil saliendo a patrullar con gorros con orejeras.



    Fargo no está en Minnesota, pero Minneapolis sí, y allí, hace unos días, en la ciudad de los hermanos Coen, el pobre George Floyd salió a comprar con un billete falso de 20 dólares y encontró la muerte por asfixia -a rodillas, no a manos- de un australopitecus con placa que había salido a cazar. Alguien lo grabó, el vídeo se hizo viral, y comenzaron los disturbios que a veces provocan afroamericanos encolerizados y a veces supremacistas blancos que le echan más leña al fuego, porque así, con tanto incendio y tanto escaparate roto, la clase media se acojona, se pertrecha, y el próximo noviembre votará a quien más tanques saque a la calle para defender los negocios. Los discursos de V. M. Varga todavía resuenan en mis oídos…

    Ayer terminé de ver la tercera temporada de Fargo, y justo después de ese final demoledor que nada dilucida -porque la vida es exactamente así, una tensa espera para ver quién es el siguiente que abre la puerta para traer el regalo o la desgracia-  apareció en los telediarios de la realidad un presidente de Estados Unidos con el pelo naranja que se enfrentaba a una multitud armado con una Biblia.



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Fargo. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.

    Para el ojo profano que nunca ha visitado el universo delictivo de los hermanos Coen, Fargo es una serie de chalados que se matan entre sí a capricho, o por un puñado de dólares, con un par de policías sensatos que tratan de poner orden entre tanto salvajismo. Como monjas en una matanza de Ruanda… Pero en la cabeza de Noah Hawley -que es el hijo imposible que los hermanos Coen nunca pudieron procrear- caben Ronald Reagan y el feminismo, las minorías raciales y la posguerra de Vietnam. La preguerra de Wall Street y el final de las empresas familiares. Y el fenómeno OVNI, claro, porque estamos en 1979 y ya se han producido los encuentros en la tercera fase que dejaron turulato a Steven Spielberg, y en ese año mucha gente mira de reojo hacia el cielo por si acaso aparecieran.



    No sé qué voy a escribir sobre Fargo… “¿Cómo voy a redactar todo esto?”, se queja un policía de la serie, uno de Dakota del Norte que no sabe con cuál de los muertos empezar a escribir su informe, ni cómo hilar el resto para que un superior se crea más o menos el desaguisado. Y yo, igual de abrumado que el madero, quisiera dejar el ordenador por primera vez en mucho tiempo. Fargo es mucho lío, ahí fuera luce el sol, y tengo unas ganas terribles de salir a la calle con el perrete,  y con el iPod, a escuchar música. Pero aún no ha salido el corneta del gobierno a tocar el permiso reglamentario, y tengo que quedarme aquí, encerrado en el castillo, a cumplir con el deber de la escritura mientras el DVD de Fargo me mira desde su repisa, como preguntándose qué voy a decir finalmente sobre él.

    En el making off no se menciona nada de esto, pero creo que Fargo, en realidad, es una serie que habla sobre el caos y sobre el azar. De la petulancia de los seres humanos, que se creen dueños de su destino. No es así. La espada de Damocles pende sobre nosotros, colgada de un hilo. Y da igual a dónde huyamos, porque ahora, sustituyendo a los dioses, la espada cuelga de un dron muy moderno que nos persigue por doquier. La fatalidad puede ser una enfermedad, un rayo, un tornado, un accidente de coche... Una mujer fatal. Un hombre sin escrúpulos. Un virus asiático. Un OVNI que nos visita. Un hijo de los sioux que de pronto comprende que hay muchos crímenes impunes por devolver.



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Fargo. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

El personaje central de la primera temporada de Fargo es Lester Nygaard, el hombre de la casa modesta y el matrimonio arruinado. Y el trabajo aburrido. La gran vidorra pasó de largo camino de paraísos más australes que Minnesota, y a Lester, atrapado en esa vida corriente que parece el Día de la Marmota, con la nieve perpetua y los personajes archisabidos, sólo le queda esperar un golpe de suerte antes de que la enfermedad y la muerte llamen a su puerta.

    Y de pronto, la fortuna, inesperada y burlona, aburrida de tanto prodigarse con otros hombres, le pone en contacto con un genio que concede deseos inconfesables. Lorne Malvo no es un genio que haya salido de la lámpara maravillosa, ni de los cuentos de Las Mil y Una Noches. Es más bien un matarife a sueldo, un psicópata con perilla. Un ángel caído que lo mismo tira de espada flamígera que de gatillo fácil para cumplir con sus objetivos. A veces cobra por ellos, y a veces, como en el caso que nos ocupa, sólo mata para pasar un buen rato. 

    Nygaard, en la sala de espera del hospital, con la nariz rota y el espíritu humillado, le hablará de un tal Sam Hess que es el chulo del pueblo, el exmatón del instituto, el tiparraco deleznable que a sus cuarenta años todavía sigue partiéndole la jeta en plena calle. Nygaard no sospecha que el tipo a quien le está contando su frustración, y su afán vengativo, es un asesino sin escrúpulos que no le teme al rayo divino ni al roer de la conciencia. Horas después, en el puticlub del pueblo, Sam Hess será asesinado con una puñalada en el cuello mientras disfrutaba de su adulterio habitual. Con su muerte se abrirá la caja de los truenos, y dará comienzo, propiamente, la trama criminal de la serie. Los nueve episodios restantes sólo son la consecuencia disparatada, desbordada, sanguinolenta, de ese encuentro que una mala tarde de invierno puso en contacto al hombre gris con el demonio negro. 



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Fargo

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Fargo es una  historia de maleantes metidos a estúpidos, y de estúpidos metidos a maleantes, que se convirtió, desde el primer visionado, en un clásico imprescindible en nuestras estanterías. Fargo era brutal, divertida, disparatada. Si la realidad a veces supera la ficción, Fargo superaba la realidad con creces, tres pueblos y medio de Minnesota. Y sin embargo era perfectamente verosímil, y congruente, porque la imbecilidad de los seres humanos no conoce límites, y estos personajes de la película están lejos de agotar todas las posibilidades. 

    Fargo es un guion perfecto con un grupo de actores elegidos al dedillo. Una pequeña venganza de los hermanos Coen hacia su tierra natal, Minnesota, que es esa pequeña Suecia donde ellos se aburrieron como ostras en su niñez y en la que colocan, con sonrisa de traviesos, esta galería de personajes avariciosos y miserables, violentos y poco juiciosos. Y por encima de ellos, tuerta en el país de los ciegos, la agente de policía Gunderson, que con su embarazo y su cachaza de norteña va recogiendo las miguitas -más bien los mojones- que estos criminales de pacotilla van dejando en su torpe delinquir.

    Fargo nos dejó turulatos, ganó sus premios, dejó su huella..., pero luego cayó poco a poco en el olvido. La podías encontrar por cuatro duros en los rastrillos de los kioscos. Los cinéfilos la veíamos cada cierto tiempo para recordar las jetas y los diálogos, pero cada vez dejábamos más espacio entre una cita y la siguiente. Sospechábamos que la Minnesota de los hermanos Coen daba para mucho más: que aquellos personajes no habían surgido de la nada como una cosecha inusual de gilipollas, sino que formaban parte del paisaje nevado, agorafóbico, opresivo. Que había más chicha en aquellos parajes, vamos. Pero los hermanos Coen habían jurado no regresar, y cualquiera que intentara copiarlos caería en el ridículo más espantoso, porque ellos, más o menos acertados, más o menos ocurrentes, tienen un sello propio que no se puede falsificar. 

    Y de pronto, como caído del cielo nuboso, aparece este hermanastro suyo de apellido Hawley para convertir la película en algo más que un hecho afortunado: en el Big Bang de un universo que todavía no conoce la desaceleración. En el embrión de una serie de televisión que de momento no tiene límite ni decadencia. En la serie, Fargo se trascendió a sí misma y se convirtió en un episodio piloto, en un acto inaugural, en un génesis de esta biblia criminal y socarrona que no transcurre en las arenas abrasadas del desierto, sino en los páramos nevados de Norteamérica.



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