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La boda de Rosa

🌟🌟 


No sé qué pensaría Ana Botella de la boda de Rosa si viera la película. Pero no creo que la vea nunca, la verdad, porque Ana ya sólo ve las películas de José Luis Garci, tan relamidas y moralizantes. Garci tuvo su época de rojerío, es cierto, allá por la Transición, pero luego volvió al redil gracias a que José Mari, cuando le invitaba a la Moncloa, le leía la cartilla y le enseñaba de nuevo los Diez Mandamientos que venían en el Parvulito. Ana Botella nunca ve películas de rojos, ni de rojas, como las que rueda Icíar Bollaín, que lo mismo te denuncian un maltrato que una pobreza, una exclusión que un latrocinio.

 A doña Ana, que las manzanas se casaran con las manzanas ya le parecía el fin de la civilización occidental. Un día, muy cabreada, dijo ante un micrófono de 13 TV que lo próximo que aprobarían los comunistas serían las bodas de los dueños con sus perros, o con sus gatos, ni siquiera fruta con fruta, sino fruta con... a saber qué, y ahí se perdió, en la metáfora, la señora Botella, porque ya sabemos que ella, para la poesía, se maneja mucho mejor en el inglés de Walt Whitman. Así que no sé: le daría un soponcio, supongo, si viera a Rosa casarse consigo misma en una cala de Benicassim, rodeada de sus familiares incrédulos, que la toman por enajenada, o por demasiado estresada en su trabajo. ¿Cómo hacer una metáfora de la manzana que se casa... consigo misma? ¿Qué queda, después de esto? ¿Qué será lo próximo que profanen los bolivarianos en el poder?

Y dicho todo esto, la película de Icíar Bollaín es bienintencionada pero fallida. Bordea el ridículo en alguna escena. Sólo la presencia de Candela Peña, que es un animal cinematográfico, salva esta historia del estropicio absoluto. También es verdad que en esta casa siempre se ha querido mucho a Candela Peña. Cuando empezó, porque se parecía mucho a una pariente muy querida, como dos gotas de agua, en el fenotipo y en la gestualidad. Luego, porque se convirtió en una actriz de las que te hacen reír y llorar, estremecerte y enternecerte. Una rellenaplanos descomunal. Y ahora, porque cada dos semanas aparece en La Resistencia para participar en la cuchipanda de David Broncano y sus secuaces, regalándonos diez minutos de telegenia que son lo más bizarro y divertido de la programación actual. Vaya por ella, el esfuerzo de aguantar hasta el final La boda de Rosa.





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La Unidad

🌟🌟🌟

Aquí, en la Pedanía, hay un musulmán que hace sus recados con una furgoneta blanca decorada con suras del Corán. O eso es, al menos, lo que Yusuf explica con una sonrisa tranquilizadora cuando alguien le pregunta. En la Pedanía no hay nadie más que maneje el árabe a no ser su señora, claro, que es argelina y bastante invisible, así que nos fiamos de lo que él nos diga, a cien kilómetros del traductor más cercano.

    Pero claro: podrían ser suras que cantan al amor universal o suras que claman por iniciar la yihad en el entorno rural. Quién sabe, con esa caligrafía tan ajena a la escritura de los romanos… Pero yo, conociendo al personaje, vivo bastante tranquilo, la verdad. A Yusuf me lo cruzo a veces, cuando saco al perrete cerca de su casa y él sale con la furgoneta para ir el mercado, a vender sus baratijas, y sus cachivaches, y siempre me saluda con una sonrisa franca, cordial, que se adivina entre la espesura de la barba  Lo que el fútbol unió, que no lo separe el hombre. Y de fútbol hubo una época, cuando sus hijos aprendían conmigo los rudimentos, que hablábamos largo y tendido, diseccionando el cruyffism que a mí me amargaba la vida y a él se la endulzaba, con aquellas innovaciones tácticas que eran el no va más de la época .



    Quién sabe: quizá Yusuf nos toma el pelo y el texto que decora su furgoneta no es más que una broma para echarse unas risas en la intimidad, “tonto el que lo lea”, o “me parto el culo, si pensáis que llevo explosivos ahí atrás”, cosas así. Me imagino que algún vecino asustado, o que no le conociera lo suficiente, llamó en su día a la Policía Nacional para que vinieran a echarle una foto a la furgo, y enviar el texto a una traductora como éstas que salen en la serie La Unidad, con hiyab, y ojos muy negros, sentada en alguna oficina muy chula y acristalada de Madrid. Si esa mujer hubiera descubierto una sura incendiaria, binladeniana, a buen seguro que aquí se hubiera presentado hasta el Ministro del Interior, viendo cómo se las gastan estos tipos y tipas de La Unidad, con los geos, los coches patrulla, los helicópteros dando vueltas sobre el cubículo secreto, en un alarde de medios que desmiente -digo yo- lo que debería ser una operación ultrasecreta, de cuatro agentes de la hostia muy selectos y muy silenciosos. Pero doctores tiene la Iglesia…

    Pero nunca se vio a nadie, por estos entornos, montando una escena de película o de serie de Movistar en la casa de Yusuf. Y aquí, las ancianas, no se apean de las ventanas, ni de los huertos, y lo escuchan todo incluso de noche.



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Mientras dure la guerra


🌟🌟🌟

Lo primero que pienso cuando veo una película sobre la Guerra Civil -y más si, como la de Amenábar, cuenta los primeros días del alzamiento militar- es que yo no hubiera sobrevivido demasiado tiempo al 18 de Julio, seguramente balaceado en una cuneta, o fusilado en una tapia. En 1936, enardecido por el triunfo electoral del Frente Popular, yo hubiera pronunciado izquierdismos de todo tipo en los bares de la época, en las gradas del fútbol, en las tarimas del colegio donde sería sin duda un maestro al servicio de la República. Un maestro rojillo, o rojeras, de los que sólo pisaría las iglesias por despiste, o por interés artístico, y que hubiera sido denunciado al instante a las autoridades militares que venían haciendo la limpia.



    Es por eso que, como ustedes comprenderán, yo me sublevo contra los fascistas mientras ellos se sublevan en las películas, y todos las retóricas del hermanamiento de las dos Españas, y la reconciliación de los dos bandos, y aquí todos hicieron de las suyas y demás majaderías del centro político, me las paso por el forro de los cojones, que tengo uno pintado de rojo y el otro de morado, para dejar lo del medio bien destacado en amarillo.

    La película de Amenábar no es gran cosa,  la verdad, correcta y rutinaria, carne de olvido dentro de unos pocos meses. Pero tiene un hallazgo monumental que es de mucho aplaudir. Porque yo, aunque a veces me dejo llevar por la retórica bolchevique, y presumo de extremismos que en realidad se me pasan a los diez segundos de pensarlos, he comprendido que la Guerra Civil es una historia muy mal contada por unos y por otros. Porque fueron tres bandos, y no dos, los que se dejaron la piel y la sangre en el enredo. A un lado los fascistas y los curas; al otro, los anarquistas y los revolucionarios a la rusa; y en el medio, atrapada, minoritaria como siempre en este país de mentecatos, la España progresista, republicana de verdad, la de Azaña y la de Negrín, que soñaba con una democracia avanzada que trajera el Estado del Bienestar y amordazara al Estado del Vaticano. Esa España, en la película, está representada por el personaje de Miguel de Unamuno, que duda entre unos y otros, y no entiende las utopías que se consiguen a fuerza de pegar hostias y tiros. Don Miguel, en Mientras dure la guerra, no despierta precisamente mis simpatías, tan céntrico y equidistante que da un poco de grima, pero al menos sirve de ejemplo para hablar de esa España que quedó abrasada en medio del sándwich, o exiliada en todos los Méxicos y Colliures que la rescataron.




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No sé decir adiós

🌟🌟🌟

Hay personas que ante la desgracia inevitable cruzan los brazos sobre el regazo y se resignan al destino. Asumen el dolor de un solo trago y lloran hasta quedar vacías y desfondadas. Una de estas personas es Blanca, el personaje de Lola Dueñas en No sé decir adiós. El médico ha dictaminado que su padre va a morir de un cáncer de pulmón con metástasis. No hay cura posible. Lo que está en cuestión son los meses que va a sobrevivir, no la validez del diagnóstico. Le van a decir lo mismo en el hospital más caro de Estados Unidos si decidiera cruzar el charco y dejarse los ahorros. Blanca lo acepta. Llora. Se recompone. Sigue la corriente de los médicos y autoriza la aplicación de cuidados paliativos. Si la película tratara sobre Blanca no duraría más allá de quince minutos. Sería un cortometraje muy dramático sobre la enfermedad de un padre y el dolor profundo de su hija.

    Pero No sé decir adiós se centra en el personaje de la otra hija, Carla, la hermana guerrera, inconformista, malahostiada. Gracias a que seguimos sus momentos de bajón y sus euforias de cocaína alcanzamos los noventa y tantos minutos de metraje. Porque Carla, aunque no es idiota, y sabe bien que su padre no tiene remedio, es de esas mujeres que no pueden estarse quietas. Que no conocen la resignación ni la pasividad. Que no soporta la idea de cruzarse de brazos mientras su padre agoniza. Eso no va con su personalidad. Necesita sentirse útil y protagonista de la escena. Su padre se muere, pero no sabe decirle adiós. No todavía. Así que determinada a luchar hasta el último informe, emprende junto a su padre una road movie camino de Barcelona, en busca de otro diagnóstico, de otro tratamiento. 

Pero el camino es insufrible. Su padre ya era un tipo difícil antes de que la enfermedad carcomiera su cuerpo y su ánimo. Un tipo de esos que no admite la contrariedad ni el contratiempo. Y ahora, sabiendo que se muere, es un hombre directamente insoportable, caprichoso como un niño, terco como un anciano.  El problema es que Carla es muy parecida a él, y los genes idénticos se repelen, como los polos magnéticos del mismo signo. No sabe decirle adiós porque le quiere, y porque no le sale de los ovarios, pero en muchas ocasiones le mandaría a tomar por el culo y se quedaría tan a gusto.






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Lo mejor de Eva

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Una película que se titula Lo mejor de Eva, siendo Leonor Watling la actriz que encarna a la tal Eva, se presta a varios chistes que mejor me dejo en el tintero, no sea que caigan por aquí los pornógrafos de la 10ª Compañía Aerotransportada. No sé si Leonor Watling es realmente tan hermosa como la ven mis ojos, pero es que ella, en una coincidencia casi de realismo mágico, es el trasunto imposible de una chica a la que yo amé hace tiempo en el invierno adolescente de León. La primera vez que vi a Leonor Watling en una pantalla, comiéndose una naranja a la remanguillé en aquel camastro de Son de mar, llegué a pensar que era la misma chica, reencontrada al cabo de los años, que había dejado la provincia para hacer carrera de actriz en los madriles. Leonor y la señorita X  eran como dos gotas de agua, como dos hermanas gemelas. Al menos vestidas, porque luego, en el desnudo corporal, no me vi capacitado para comparar, ya que nunca tuve la suerte de ver a mi amada de tal guisa. Ella fue más platónica que aristotélica, más soñada que tangible. Tuve que investigar mucho en el internet cutrísimo de aquel año 2001 -sí, el de la odisea en el espacio- para comprobar que ambas no eran la misma mujer, y que yo no había estado a unas pocas dioptrías y a unas pocas tartamudeces de enrollarme con la mujer más interesante de España, y de parte del extranjero.




           Comprenderán ustedes, por tanto, que no puedo perderme ninguna película de Leonor Watling, aunque venga precedida de críticas terribles, de luces rojas de advertencia, como esta que hoy nos ocupa, que es un thriller prometedor que luego se despeña por los acantilados del erotismo más previsible y tontorrón. Curiosamente, mientras Leonor permanece embutida en su traje de jueza implacable, la película se hace más llevadera que cuando llega el desmelene y el despelote. En Lo mejor de Eva, para contradicción de mi deseo, es más seductora la maja vestida que la maja desnuda. Será que estoy muy colgado de esta mujer, y que mi afecto por ella va más allá de lo lúbrico y lo carnal. 

    Tanto la quiero, y tanto la respeto, que no voy a maldecir aquí su fallida película. Tengo todo el derecho del mundo a no declarar en contra de Leonor, como un marido suertudo que la acompañara de noche y de día. En lo que a mí respecta, Lo mejor de Eva, con todos sus defectos, es una puta obra maestra. Y que vengan a por mí, los puristas, que los voy a recibir a hostia limpia, como un Bud Spencer encorajinado. Al cinéfilo interior, que empezó a protestar cuando la película hacía aguas, lo tengo amordazado dentro del armario. Mañana lo dejaré suelto, para que siga escribiendo aquí sus intelectualidades que nada nos importan.


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Todas las mujeres

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Hace cuatro años, en el canal de pago TNT, Mariano Barroso estrenó una serie titulada Todas las mujeres que solo vimos el Tato y yo. La serie era cojonuda, extraña, muy alejada de cualquier culebrón de los que copan el prime time. Un experimento ideal  para los paladares exquisitos de quienes apoquinamos un servicio. Pero la audiencia, al constatar que no había ni tiros ni persecuciones, ni psicópatas ni tías en bolas, decidió pasar del asunto. La serie pasó por TNT con más pena que gloria. Creo que luego la echaron por los canales convencionales, a altas horas de la madrugada, para hacerle la competencia a los adivinos tronados y a los anuncios del Whisper XL. El año pasado, en un intento de reflotar el invento, Mariano Barroso refundió los seis episodios en una película de estreno en salas comerciales. Le salió un largometraje de hora y media que ganó por fin varios premios y alabanzas, pero que se dejó en la sala de montaje otra hora y media de espectáculo actoral, y de diálogos impagables.


             Todas las mujeres cuenta las desventuras laborales y sexuales de Nacho, un veterinario que decide robarle cinco novillos a su suegro para venderlos de extranjis, y sacarse una pasta gansa para los vicios. Descubierto en el empeño, y antes de enfrentarse a la justicia de los picoletos, Nacho, que es un tipo solitario y sin amigos, tira de agenda para solicitar ayuda a las mujeres de su vida. Por su cabaña en el campo desfilarán esposa y amantes, madre y abogadas. Eduard Fernández se come las escenas a bocados, en una representación patética del cuarentón venido a menos, del macho hispánico que se descubre derrotado por la vida. Fernández es un actor bestial, brutal, de los que se vacía en cada película. De los que te crees a pies juntillas en cada gesto y en cada palabra. Yo he fundado un club de admiradores heterosexuales en este pueblo y de momento, conmigo, ya somos uno. 

    Las actrices que acompañan a Fernández en Todas las mujeres también le dan una réplica contundente. Hay entre ellas, además, para satisfacción del antropoide que ve conmigo la televisión, unos cuantos bellezones que alegran mucho la función. Aquí descubrí a Michelle Jenner teñida de morena antes de que las marujas interesadas en la Historia la conocieran teñida de rubia. Ahí conocí a esta actriz llamada Marta Larralde que siempre anda en series que no veo, y en películas que no descargo, como si los dioses de la cinefilia hubiesen decidido mantenernos en la distancia y en la incomprensión. Max, mi antropoide, al que muchos recordarán de otros romances anteriores, se lo ha pasado pipa con el espectáculo de Todas las mujeres. Al final de la función hemos aplaudido al unísono, pero creo que no hemos valorado las mismas cosas en la película de Barroso.




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