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J.M.W. Turner fue el gran pintor de los amaneceres, de los
atardeceres, de los barcos que transitaban lánguidamente el Támesis o se
enfrentaban a los navíos franceses. En sus cuadros -que ahora, con
la excusa de la película, cuestan un huevo más en las casas de subastas- los
seres humanos son figuras diminutas que se adivinan en los muelles, en las
bordas, en los campos de trigo, como hormigas que buscan el sustento mientras
por encima sucede el gran milagro de la luz, que quita y pone
las formas, las siluetas, los colores.
A Mr. Turner no le agradaba mucho la
gente: tramitaba los asuntos imprescindibles del día -la comida, las pinturas,
los escarceos sexuales con la criada- y luego, en las horas que su estudio se
veía iluminado por el sol, pintaba paisajes donde los humanos
sólo eran figuras decorativas como las piedras o los árboles. No los estimaba
en su vida diaria, y no los estimaba tampoco en sus cuadros de paisajes bellísimos,
o de naturalezas atroces.
Un tipo difícil,
el señor Turner, si nos atenemos a lo que cuenta Mike Leigh en su película. Una
película de narrativa extraña, fragmentada, como si paseáramos por el museo
biográfico del personaje y fuéramos contemplando, en cuadros separados, hechos cruciales o aclaratorios de su vida. No hay condenas morales, ni juicios
de valor, en estas estampas coloridas del señor Turner. Ni se abuchean sus
defectos ni se subrayan sus virtudes. Mike Leigh es un tipo demasiado
inteligente, demasiado british, para
caer en los retratos de brocha gorda que tanto gustan a los americanos. Los americanos
habrían filmado un biopic de loosers
y winners con esta vida huraña y
genial del pintor: una cosa moralista, pastosa, de músicas grandilocuentes. Un
despelote de medios para filmar el mismo guión simplón y torpón. Gracias, Mr.
Leigh. Y gracias, también, Mr. Spall, al que Cannes reconoció y los Oscars olvidaron.