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Un pez llamado Wanda


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    En el documental sobre la vida, obra y milagros de los Monty Python titulado Almost the Truth, todos rajan un poco de todos cuando rememoran los viejos tiempos. Son pequeñas collejas, delicados pellizcos, que quizá no van a más porque aquí todo el mundo -salvo Terry Gilliam- es un caballero británico educado en Oxford o en Cambridge. Lo cierto, sin embargo, es que todos iban bastante a su bola, y que sólo apremiados por los productores se reunían en torno a una mesa para discutir ideas y rebajar egos. Los Python tenían personalidades que a veces chocaban, inquietudes que no siempre coincidían. Sueños más o menos secretos de montárselo de otra manera, o en solitario, para no encasillarse en el papel de payasos eternos. Idle soñaba con hacer musicales; Gilliam con rodar sus propias chifladuras; Palin se consideraba infravalorado como actor; Jones era un pequeño dictador detrás de la cámara; y Chapman, el fallecido, se pasaba las horas entre brumas alcohólicas y resacas pesarosas.



    Pero la voz más discordante es sin duda la de John Cleese. Cleese utiliza ironías muy finas y sonrisas muy amables para atizar el fuego del descontento, pero no puede disimular su incomodo por muchas cosas que rodó a su pesar. Era, probablemente, el miembro más reconocible de los Python, por su estatura, por su currículum paralelo. El más ganso de todos -junto a Palin- cuando había que dar el do de pecho de la astracanada. Quizá se vio minusvalorado, encerrado en una jaula de oro, como el famoso loro del gag inmortal. Y quiso volar.



    Cuando los Python decidieron que ya no más, como en la canción, Cleese fue el actor más prolífico de todos. Hizo comedias, dramas, westerns, pero casi todo fue cayendo en el olvido del cinéfilo desmemoriado. Todo salvo Un pez llamado Wanda, que fue un proyecto muy personal en el que Cleese puso guión, actuación y parte de la dirección. Un pez llamado Wanda es una película ochentera, alocada, de músicas rumbosas metidas con calzador. Tiene momentos memorables y momentos catastróficos. El tiempo empieza a erosionarla. Cleese se lo curra, se lo monta, y nuestra simpatía está con él porque no es fácil sobrevivir a los Python. También anda por allí Michael Palin, de ex Python invitado, haciendo el ganso una vez más. Recuerdo que la publicidad de la época nos vendió Un pez llamado Wanda como "la vuelta de los Monty Python". Hay que tener poca vergüenza, con sólo un tercio del personal. Fuimos a verla como tontos y aun así nos lo pasamos de rechupete, con mucha risa, y mucho ojo dislocado en el escote de Jamie Lee Curtis. Pero aquí, el que cortó el bacalao, el que se llevó las carcajadas, el que ganó un premio Oscar meses después, fue Kevin Kline. Ni Pythons ni hostias en vinagre. Kline se come todas las escenas como se comió los peces del acuario. A Wanda incluido. Si Cleese quería lucirse, se equivocó de partenaire. Le salió un robaescenas como en los tiempos de los Python. Una vez más en segundo plano, y diluido. 


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Monty Python: Almost the Truth


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De todos los personajes históricos que nunca fueron, pero podían haber sido -el quinto Beatle, o el decimotercer apóstol, o el sexto integrante de la Quinta del Buitre- a mí me hubiera gustado ser el séptimo miembro de los Monty Python. 
Para eso tendría que haber nacido británico o americano de Minnesota; estudiar en Oxford o en Cambridge una carrera de alta consideración; tener el talento de escribir chorradas ingeniosas que escandalizaran a las viejas y asustaran a los biempensantes. Y por supuesto, haber tenido la potra de coincidir con ellos: con Eric, con John, con Michael... De gustarles, de encajar, de ser aceptado. Sentarme junto a ellos alrededor de un escritorio redondo -o de una mesa cuadrada, lo mismo da- y lanzarnos a idear sketches, paridas, provocaciones. Reírnos de nuestras propias ocurrencias a mandíbula batiente, que es una expresión que siempre me gustó mucho, a mandíbula batiente, como un esqueleto descarnado, de humor puro, sin gota de grasa. Como una animación loca de esas que perpetraba Terry Gilliam en las películas.

    Haber viajado con ellos a las Bahamas cuando llegaba la crisis creativa. Discutir con muy malas pulgas aspectos del guion o del vestuario. Amasar unos cuantos millones con los contratos y los royalties. Desvelar maldades en las entrevistas del DVD cuando me hiciera viejecito. Regresar, sin embargo, como si aquí no hubiera pasado nada, a los escenarios de medio mundo para representar los viejos chistes y los nuevos sarcasmos. No sé... Tengo la megalómana intuición, la aznariana ensoñación, de que yo hubiera encajado muy bien con estos tipos. De que a su lado, inspirado por el trabajo colectivo, por el aire electrificado, ellos me hubieran sacaso unos cuantos chistes que hubiesen pasado a la historia de la comedia, y de la provocación: un gag sobre la tontuna religiosa en La vida de Brian. o una gracia medieval en Los caballeros de la mesa cuadrada. Un apunte descojonatorio pero profundo en El sentido de la vida...




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